Capítulo CXXXIII
***
El tiempo transcurre con gran lentitud y, como ya se ha hecho costumbre, los hombres se esfuman horas antes de que el espectáculo comience. Andrew se había ido con ellos tras mi negativa, mirándome con cara de pocos amigos, trasluciendo un exprsión macabra que contrastaba con su cara de niño bueno.
Humecto mi piel con una crema que consigo encontrar y aligero mis quemaduras un poco. Ellas tampocos me serán de impedimento a la hora de superar esta nueva prueba, que me acercará cada vez más a la libertad.
Un sonido tras la puerta me alarma y dispersa mis pensamientos. Javier se asoma y, tras él, puedo observar a Andrew, amenazante. Me toman por la cintura y me levantan por los aires con brusquedad, haciendo caso omiso a mis quejas y pataleos.
Atravesamos oscuros pasadizos hasta llegar a una puerta metálica. Javier coloca su huella dactilar, la plancha se abre e ingresamos en un desfachatado ascensor. Los hombres discan el número trece y, contrariando todos mis pronósticos, el armatoste desciende hacia las entrañas de la tierra a una velocidad fulminante. Es evidente de que aquella no es más que una clave y que quienes nos esperan debajo no son más que el propio Lucifer y su séquito.
Arribamos a destino a los pocos segundos, justo cuando, según el reloj del propio Andrew, restan cinco minutos para el inicio del espectáculo.
Me recibe el jefe besando mi mano, pasando su lengua por ella cual can, provocando las risotadas del resto de los presentes. El lugar permanece a las penumbras, y una gran porción de tela oculta lo que parece ser un enorme recipiente. Manuel, que se hallaba tras ella, abandona su puesto para informarles a su amigos de que todo funciona a la perfección. El jefe sonríe, conforme con todo el trabajo y consiste el pedido de su súbdito, dándole el honor de explicarme en qué consistirá la nueva prueba. El rufián aclara su voz, escupe bajo mis pies y esmera sus palabras, como si estuviera a punto de pronunciar un discurso ante un inmenso auditorio.
- Bienvenida a tu muerte- me dice, mientras jala de una cuerda, descubriendo el telón, dejándome ver una enorme campana de vidrio, de la cual prende un pequeño caño-. He aquí lo que tendrás que hacer: a pedido de nuestro amigo Andrew, ambos permanecerán en dicha cápsula a prueba de golpes hasta que uno de los dos muera a causa de la fuerte dosis de gas que le proporcionaremos.
- Como vez- lo interrumpe su jefe, dirigiéndome su palabra- no carecemos de recursos ni mucho menos de imaginación. Conseguimos lo que queremos y, si queremos matarte, sea cuando sea, eso ocurrirá.
- De todos modos- Manuel prosigue-, Andrew ya está listo para probar su rudeza ante ti. Como ves, ninguno de los dos tendrá ventaja alguna sobre el otro, ni siquiera en su vestimenta- nos alcanza a cada uno un par de zapatos y una camiseta larga que hace las veces de vestido.
- ¿Estás lista para afrontar tu destino?- Javier me interroga, impasible por comenzar con la novena prueba de una vez por todas. Tal vez, esta vez consiga lo que ha estado buscando desde hace bastante tiempo. Sólo tal vez...
***
La Habana, 21 de enero,
algo más tarde...
Una vez que abandoné aquella mugrosa habitación gateando, trayendo a mis recuerdos los días de un Manuel bueno, que obedecía a su madre, me vi obligado a regresar tras encontrar el paso obstruido por una pequeña puerta metálica inquebrantable, que tenía un cerrojo como única seguridad. Resultaba evidente de que Antonio no nos proporcionaría vía alguna de escape. Me dispuse a abandonar aquella prisión olorienta de una vez por todas, ansioso por reencontrarme con mi jefe y por poner punto final a la criminología de nuestro enemigo. Investigué el funcionamiento de las cerraduras y, gracias a un potente imán que había conseguido alcanzar tras la destrucción de uno de los tantos instrumentos extraños en donde se asentaban las extrañas materias primas, descorrí el cerrojo metálico y abandoné el recinto. Me sorprendió el hecho de que, tratándose de un criminal tan taimado, no haya concebido la idea de este escape.
Me sumergí en el resto del laberinto, guiándome por la tenue iluminación que recorría todo el corredor. Me detuve de pronto tras tener una corazonada y me adentré en la segunda puerta con la que me topé, esperando encontrarme con algo increíble que, por cierto, no me decepcionó en absoluto. Allí, apiladas en perfecta armonía, descansaban una centena de armas ultratecnológicas, cuyo funcionamiento desconocía, pero que no dudaba en que lo comprendería a la perfección al mínimo intento. Comencé a creer en que los astros me darían una cuarta oportunidad para derrotar al linaje de mi enemigo.
Pisando con mucho cuidado, intentando no activar las alarmas que proyectaban sus lásers por todo el cuarto, decidí tomar las dos armas que parecían ser las más poderosas; una de ellas, poseía unas balas tan extrañas como eficientes y la otra se comportaba como una lanzadora de misiles megapoderosos. Ya estaba por abandonar aquel cuarto cuando mi pie se topó con un pequeño objeto que me hizo perder el equilibro y, si no hubiera sido porque el cielo estaba de mi lado, las sirenas habrían sonado y, por consecuencia, esto complicaría las cosas en un doscientos por ciento. Lo tomé. Era similar a una pequeña pelota de tenis, pero con algo espeso dentro suyo. Decidí hacerme con ella, pronto comprendería de qué se tratara, pero lejos de tantos dispositivos de seguridad. Hecho esto, abandoné la habitación armado hasta los dientes, en el sentido estricto de la palabra, y me dispuse a continuar con mi travesía.
Anduve la mitad del camino temeroso por encontrarme con algún guardia que pudiera sorprenderme de golpe y derrumbar mis planes. Sin embargo, mi intranquilidad desapareció al recordar lo cascarrabias y egocéntrico que era mi enemigo. Estaba claro de que quería derrotarnos solo, sin ayuda de nadie, lo cual daría mayor muestra de su valentía. No iba a dejar nada al azar, eso seguro, nunca he conocido a un enemigo de su talla.
Coloqué la pequeña bola en el bolsillo de mi pantalón y repartí un arma para cada mano, preparado para enfrentarme a cualquier adversario. Sentía la obligación de asistir a mi jefe, devolverle tantos favores recibidos a lo largo de nuestra relación. No temía a nada ni a nadie, me sentía imparable, ensayaba mis poses de hombre poderoso y hasta me atrevía a canturrear una de esas canciones de películas de piratas que a Javier tanto le gustaban. Mi peor enemigo en aquel momento era yo mismo.
Continué mi recorrido por la guarida de Antonio, sólida e impenetrable, oscura y lúgubre. Me sentí observado en un par de ocasiones; parecía ser aquel cuadro, pero no; aquella flor, pero tampoco. Ese lugar sin dudas estaba diseñada para arrancarle los nervios a cualquiera.
Me repuse luego de un sermón que me autoproclamé en mi mente, que resultaría tan narcisita para reproducirlo que me retratarían como un egoadicto. No es malo el amor propio después de todo.
De golpe y de un porrazo, toda esa confianza pareció esfumarse cuando, de una puerta que se abrió en forma súbdita, una mano huesuda me atrajo hacia su lecho, impidiéndome oponer resistencia alguna...
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