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Capítulo CXXIV

***

- ¡¿Qué demonios?!- exclamo, entre sorprendida y asombrado ante la desaparición del pedal. Consigo maniobrar con mucha fuerza el pesado volante, evitando el enorme poste.

Supongo, y tengo la esperanza, que alguien habrá salido de su casa o, al menos, asomado su cabeza por la ventana o por la cerradura de la puerta, para observar el espectáculo de un camión conduciendo a toda velocidad por las calles de un barrio tranquilo. Me encomiendo a Dios para que alguien se apiade de mí, tome su teléfono y contacte a la policía.

Soy consciente de que detener el camión será imposible; también lo será mantenerlo a raya para evitar estrellarme contra el primer obstáculo que se me presente, lo cual es aún más riesgoso a causa de mi pésima visión en la oscuridad. Asimismo, el acelerador se halla envuelto en alambres, ejerciendo una presión continua que evita que el vehículo merme de los ochenta kilómetros por hora.

Varios transeúntes ven interrumpida su caminata al presenciar el espectáculo de un camión bamboleante que viaja sin control por la ciudad. Algunos, se corren hacia la vereda y se refugian en las tiendas; otros, no pierden la oportunidad de grabar un excelente video para subirlo a Internet al llegar a casa.

Tras cinco minutos de batallar, con los brazos agotados de tanto esfuerzo y las manos blancas de la presión ejercida sobre el volante, me rindo. Hace unos años atrás yo aseguraba de que la palabra "derrota" no figuraba en mi diccionario, mas ahora tanto la rendición como la adversidad se han convertido en plato de todos los días.

Con pesadez separo mis manos del volante tan sólo unos segundos, buscando tomar una bocanada de aire que me reconforte y me de más fuerzas. Ignoro en este momento con qué podría chocar, pero no se encuentra en mis principales preocupaciones. Me sujeto el cinturón con habilidad y me cubro la cabeza con los brazos. Cierro los ojos sabiendo que que algo tendrá que impactar con el camión en unos segundos...

Mis palabras resultan proféticas: al abrir los ojos puedo observar el momento exacto en el que el armatoste se estrella contra uno de los hidrantes de una esquina. El sonido, un fuerte estallido en medio de la noche, atemoriza a perros y gatos, los cuales comienzan a quejarse en voz alta, despertando así a sus somnolientos dueños quienes, envueltos en batas, despotrican contra el malvado que ha interrumpido su sueño.

El camión se ha volcado; las llamas que emana el motor son sofocadas con constancia por las enormes cataratas de agua que emanan del hidrante. La gente abre las puertas de sus casas, teléfono en mano, y me ofrecen una mano. Los niños más pequeños disfrutan de chapotear en el lodo, mientras sus preocupadas madres vienen en mi ayuda.

Dos hombres me hacen señales, indicándome que debería de correrme. Acto seguido, embisten contra el vidrio con una fuerza salvaje y comienzan a moldear un hoyo por donde yo podría escapar sin grandes complicaciones ni dolores.

Una vez que su trabajo culmina, me levanto de mi sitio, acurrucada de miedo, rodeada por grandes trozos de filoso vidrio que me hacen trastabillar a cada paso. Recibo el brazo de un joven, del que tiro con fuerza, consiguiendo con facilidad, escapar al exterior.

A lo lejos, la sirena de un patrullero y las luces intermitentes interrumpen la escena. Todos nos volteamos hacia el sitio por donde ellos vienen, aguardando su rápida asistencia.

Los oficiales descienden del vehículo con mucha prisa, y sin proferir palabra me levantan por los aires como si de una fruta se tratara y me colocan en la parte posterior de su patrullero. La escena se desarrolla en unos pocos segundos, ante el espamento de todos los presentes. A la segunda vez que parpadeo me encuentro dentro del coche, alejada de todo signo de vida humana.

- Nos salvamos de una buena- una voz ya conocida festeja desde el volante, mientras dibuja una pérfida sonrisa a través del espejo retrovisor.

***

Océano Pacífico, 21 de enero,
a las tres de la mañana...

Esperé dos horas completas a que el niño malcriado y sus amigotes se durmieran, recién ahí pude poner en marcha mi plan. La cámara reposaba sobre las piernas del joven, sujeta con fuerza por su mano izquierda, como si de una tenaza se tratara.

Intenté quitarle la cámara de la mano mas no lo conseguí. Decidí, por lo tanto, intentar con un plan alternativo: extraería la memoria interna y la destrozaría, para luego deshacerme de ella cuanto antes.

El joven se había colocado unos antifaces para dormir con la cara de un perrito, lo cual era tan patético que me hizo descostillar de la risa. Una vez que pude reponerme de mi infantil actuación, y con una sonrisa mal contenida, deslicé mis dedos índice y mayor sobre la cara trasera de la cámara.

Con una pequeña pinza, la cual se la había extirpado a una joven que se encontraba dos asientos más allá, y con un juego de manos propio de un criminal de mi calumnia, retiré con mucha delicadeza el insignificante cuadradito negro que contenía las suficientes pruebas como para enviarme a prisión.

Tomé la tarjeta de memoria y la oculté en el interior de la media. Luego, coloqué la tapa en su lugar y me levanté de mi asiento con delicadeza, rumbo a uno de los baños. Camino hacia allí, le regresé la pinza a su respectiva dueña y, procurando pasar lo más desapercibido posible, me adentré en los sanitarios.

Si el olor que aquel inodoro (en oposición con su nombre) emanaba ya era lo suficientemente desagradable como para recortar a la mitad el tiempo en el que tenía planeado quedarme, mi estancia en dicho lugar se redujo aún más al ver el inmundo regalo que me esperaba allí. No entraré en mucho detalle: aquella cosa fue tan desagradable que parecía como que todos mis músculos  hubieran potenciado sus fuerzas para terminar con ese asunto lo antes posible. Apenas acabé el trámite, arrojé la mitad de la memoria al inodoro, reservándome el resto.

Regresé con igual cautela, simulando ser uno de los tantos que no pueden controlar sus problemas estomacales durante el vuelo. Hubiera deseado que me dieran arcadas justo cuando estuviera junto al niño, para darle así un fantástico regalo que no olvidaría en mucho tiempo.

Sin embargo, nada fue así. Algunos pasajeros tempeaneros ya se despertaban y comenzaron a mirarme con desconfianza. Les respondí con una sonrisa mal armada, fruto de mi sueño acumulado.

Y así, realizando el mismo recorrido de regreso, regresé a mi asiento, bostezando sin taparme la boca, lo cual provocó quejas de los miembros más delicados del vuelo. Cerré mis ojos, tomé una manta y, dándole la espalda al niño, cerré los ojos y me dejé vencer por el cansancio.

Mi trabajo estaba cumplido: nos había salvado de una buena. Procuré estirar lo mejor posible el sueño para evitar escuchar esa voz irritante, ver esa cara plagada de poros y esa maldita cámara de mil dólares por mucho tiempo. Después de todo, ya no tendría de qué preocuparme. Al menos, hasta llegar a destino...

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