Capítulo CXXIII
***
Manuel amarra la bolsa con un fuerte nudo y me toma de él. El jefe camina a una velocidad impensada, hasta el punto de hacerme creer por un segundo que sus dos pies son normales.
Javier comienza a correr, obsesivo, en búsqueda de cualquier indicio de luces azules o rojas brillando en la oscuridad de la noche. Su compañero lo tranquiliza: el jefe ya se encuentra en la puerta, vigilando con mucha fineza.
- ¿Puedes callarte?- Manuel, cansado del nerviosismo de su compañero le proporciona una fuerte cachetada, dejando caer la bolsa sobre el piso y, con ello, a mí también.
- ¿Qué es lo que haces?- le pregunta Javier al verme caer.- ¿Acaso quieres matarla?
- No me importaría que muriera- le responde su interlocutor, con unas despectivas palabras.
- ¡¡Concéntrense, inútiles!!- del otro lado del galpón, el jefe es el único que no parece tomarse las cosas a la ligera. - Más vale que estén aquí en cinco segundos...- los amenaza.
De pronto, Manuel sujeta la bolsa de me zamarrea junto con él, corriendo a más no poder al notar que su jefe ya ha cargado su arma y le acaba de apuntar con el láser en la frente. Se detiene de repente al alcanzar a su jefe, dándole tiempo suficiente a mi cabeza como para que logre reacomodarse. Entre mareos y algunas arcadas, escucho la siguiente parte del plan.
- Subamos- anuncia el jefe-, y lo hagamos como si nada hubiera pasado. Quiero que salgan afuera como si fueran los dueños de este lugar, acarreando un par de sacos con ustedes.
Afianzo mis sentidos para observar en la oscuridad. Presiento cada uno de los movimientos rutinarios que realizarán, y hasta consigo escuchar algunas frases, pronunciadas a media voz, para desorientar a los curiosos que podrían llefar a amontonarse.
Una vez ya en el camión, cada uno ocupa su respectiva posición y Manuel hace rugir el motor a la primera. Con brutal fuerza, coloca su pie izquierdo sobre el acelerador, consiguiendo alcanzar los ochenta kilómetros por hora en escasos segundos.
Javier es el encargado de liberarme y me enseña el nuevo sitio del vehículo que ocuparé. Al hacerlo, me veo realmente sorprendida: se trata nada más y nada menos que del asiento del acompañante. ¿Qué estaban pensando estos maniáticos ahora?
- ¿Sabes conducir un coche?- me interroga Javier sin dejarme ni un segundo para responderle que sí, que mi padre me había enseñado cuando tenía diecisiete pero nunca lo puse en práctica . No importa- agrega, dando por asentado un no como respuesta-, sólo debes presionar este pedal y sostener el volante siempre quieto. Estoy seguro de que no tendrás problemas.
- A la cuenta de tres, amiga mía- me anuncia Manuel, impaciente por abandonar su puesto.- Uno...Dos...Tres.
El conductor abandona su sitio con un fenomenal y acrobático salto a través de la ventana, conducta que también es imitada por el resto de los hombres presentes. Sin embargo, apenas tengo tiempo para expresar un alarido de sorpresa; el camión ya ha alcanzado los ciento veinte kilómetros por hora y se avecina un enorme poste de luz.
Con una destreza propia de los momentos de desesperación, consigo acomodarme en el asiento e intento sujetar el volante, el cual no cesa de moverse a consecuencia de la velocidad. Me doy cuenta de que el intento de frenar será en vano, ya no podría evitar el choque, aunque, al menos, reduciría la fuerza del impacto.
Dirijo mi pie hacia donde recuerdo que debe de estar el frendo y lo bajo con desesperación. Sin embargo, mi zapatilla se encuentra con la alfombra del camión. Mi terror es aún mayor al darme cuenta de que el pedal del freno ha desaparecido de repente.
***
Auckland, 21 de enero,
al amanecer...
El niño encendió su cámara y apuntó hacia mí, dirigiéndome una acusación frente a todos sus seguidores:
- Acabo de encontrarme con un señor que no me deja grabar el paisaje en paz. Él se cree que porque soy un niño tiene derecho a faltarme el respeto o a decirme qué es lo que debería hacer. ¿Qué es lo que tiene para decirnos?- el jovencito acercó su videocámara hasta mi rostro, llegando tan cerca a mi cara como ninguna mujer lo hizo jamás.
- Que eres un imbécil, que te piensas que por tener una cámara contigo y la cantidad suficiente de estúpidos que te sigue crees que tienes derecho a atrasar el despegue y perturbar el sueño de todos aquí, con tu irritante voz.
Sus compañeros, cinco jóvenes de unos veinte años de edad, con sus cámaras en brazos, se despertaron por los gritos y comenzaron a despotricar contra mí una seguidilla de crueles insultos que no consiguieron más que hacerme reír. Que soy un desconsiderado, me decían, que no comprendo que sólo es un niño que busca divertirse, que quién me creo que soy yo para contestarle de ese modo.
- Tal vez- respondí con mucha paciencia-, si quitaran sus cámaras de su rostro y dejaran de hacerce los valientes frente a sus cien seguidores, podría tomarlos más en serio.
- Somos cinco millones, casi seis- acotó el menor, ostentando su importancia.
Una azafata arribó al lugar de los hechos con rapidez. Antes que nada, les advirtió a los jóvenes que tenían prohibido grabar aquí, y mucho menos cargando las cámaras consigo.
- Lo dejaré pasar por esta vez. Que no se repita- les aclaró.- Y dejen de estorbar a este pobre hombre, que ya bastante tiempo tuvo que esperar para viajar.
La rubita abandonó su posición y comenzó a atender a todo aquel que se haya despertado por sus gritos y que reclamara lo que sea, desde una almohada más cómoda hasta un potente somnífero.
- Creo que es hora de dormir- le susurré al oído al joven antes de voltearme hacia una de las ventanas.
No pude observar su rostro, pero estimé que su rostro se habría tornado de un color rojizo, más por furia que por vergüenza. El pequeño comenzó a proferir amenazas contra mí en voz muy baja, temiendo ser escuchado por quien no debía hacerlo.
- Ya me las pagarás, subieremos este video y tu reputación quedará arruinada. Nadie me pasa por encima, no señor.
Al comienzo, entendí sus palabras como las palabras de un niño, que no puede causar daño mayor que una acusación a su madre, no obstante, entendí algo más tarde lo que aquello significaba: la única prueba que necesitaba la policía neocelandesa para detenerme al llegar a Cuba.
Me recosté unas horas, sin conseguir dormirme, intentando encontrar la manera de solucionar ese problema que tanto me turbaba. No sería nada sencillo extirpar la cámara de la mano del niño. Pero eso no me detendría, no lo haría...
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