Capítulo CXX
***
Un sistema de poleas tan precario como oxidado nos eleva por los aires sin dificultad alguna, aligerando el esfuerzo de los hombres, quienes se encuentran detrás de la cuerda. Me elevan por los aires junto con Manuel y nos disponen a cada uno en nuestro lugar correspondiente. Entre medio de ambos, un pequeño peldaño de acrílico sobre el que está fijado el pesado tronco que nos soportará, suspendido por los aires y fijado con un enorme clavo, asegurándose de no limitar su movilidad.
Una vez que me encuentro presta sobre el pedazo de madera, me obligan a liberarme del arnés, llevándose con éste mi única oportunidad de salvarme del corrosivo ácido. Manuel imita mis movimientos, y el jefe espera impaciente por la hora exacta para comenzar la séptima de las pruebas.
Un silbato de juguete, de esos que suelen regalar en las piñatas de los cumpleaños de los niños y que contrasta con el resto de la producción sofisticada, da el pitazo inicial, comenzando así una nueva oportunidad en la que deberé enfrentarme al destino.
Amoldo los dedos de mis pies alrededor del tronco, concentrando todas mis fuerzas en ello. Al parecer, la gimnasia rítmica que mi madre me obligó a practicar de los doce a los quince me serviría para algo.
Por su parte, mi rival comienza con los movimientos, impulsando su cuerpo al son de sus intentos, creyendo que así conseguirá derribarme con mayor simpleza. Luego de unos intentos desesperados que lo dejaron mal parado, Manuel se recupera unos segundos antes de planear su contraataque.
Mis piernas aún tiemblan. Mi cerebro ya ha ideado un plan minucioso en mi mente, que resultaría infalible, aunque poco realizable. Decido, entonces, avanzar dando pequeños pasos hacia el centro de la piscina, aprovechando la solodez con la que mi contrincante sujeta el tronco, dando intentos desesperados por recuperar el aire.
Comienzo a caminar de costado. Un pie, el otro, un pie, el otro. Avanzo casi sin dificultad consiguiendo acortar más de un tercio la distancia con la que disto de mi contrincante. Sin embargo, tal es mi grado de concentración en dicha actividad, que un sacudón imprevisto descoloca mis esquemas y atenta contra mi vida, impulsado por el hombre que se encuentra frente a mí.
Con muy buenos movimientos, casi sin desperdiciar ningún músculo de mi cuerpo en el intento, curvo mi cuerpo hacia donde estimo que estuvo mi centro de gravedad hace unos momentos, agregando también las nuevas tentativas de Manuel por intentar voltearme, que me obligan a apurar mi ascenso.
Regreso a la batalla y contrataco con movimientos secos, sin tanto decoro, mas mucho más certeros que los del hombre, que trastabilla del otro lado, intentando mantener el equilibrio. Aprovecho la distracción para acercarme aún más hacia el centro, realizando giros inesperados que lo obligan a colocarse a la defensiva.
Tan sólo disto de unos pocos metros de la mitad de la piscina cuando mi rival se reintegra, con movimientos feroces, sin contemplación, que manejan mi cuerpo a su antojo. Un preciso salto me hace volar por los aires, mas consigo de milagro sujetar mis pulgares al tronco del árbol, evitando una masacre.
Concentro todas mis fuerzas en un último intento. Un giro brusco es seguido por un chapuzón. Pero cuando todo parece indicar que la disputa ha concluido, un segundo cuerpo se pierde en la inmensidad de una fluida solución.
***
Auckland, 20 de enero,
al atardecer...
El flamante aeropuerto estaba repleto de gente extranjera, que contrastaba con el lujo y el esplendor del sitio en el que se encontraban. Por todos lados se observaban a personas ojerosas siendo recibidas por caras de cansancio total, pero con una amplia felicidad que me provocaba náuseas. A lo lejos, una multitud de personas con banderas celeste y blanco grababan un video, entusiasmadas.
Desde la fila del sector en donde no tan pronto seríamos atendidos: una fila de dos cuadras de largo, debidamente dosificada por vallas que indicaban una serie de curvas que se deberían atravesar antes de llegar a destino. Del otro lado del recorrido caracol (en ambos sentidos, tanto en la forma como en la velocidad con la que avanzaba el sinnúmero de gente) nos esperaban unas señoritas rubias, vestidas de azafatas, que me mantuvieron entretenido largo rato, imaginándome sus vidas y sus secretos más oscuros.
- Parece que tendremos para rato- se quejó mi jefe-. Tal vez deberíamos habernos comprado dos reposeras para estar cómodos durante la espera- sugirió, señalando sin escrúpulos a un matrimonio al que ya se le había cruzado esa idea por la cabeza.
- Una de cal y otra de arena- coroné la conversación haciendo referencia a nuestro cambio radical de suerte en las últimas horas.
Me entretuve observando a los curiosos visitantes que atravesaban el aeropuerto, vestidos como si se hubieran volcado un arco iris de colores por todos sus cuerpos, realizando combinaciones tan horrorosas como dessgradables: verde y celeste, rojo y morado y muchos otros que ahora no se me ocurren. "La razón suficiente como para que un diseñador de modas se vuelva loco" pensé, con buen humor.
Un chiquillo caprichoso le reclamaba a su madre que le compre uno de los tentadores dulces que ostenta un pequeño negocio. Lo envidié por un momento: el podía caminar por donde quisiera y a la velocidad que deseara; yo, en cambio, estaba condenado a esperar en una tumultosa pero lentísima cola.
Un alma generosa encendió los parlantes del lugar y comenzaron a reproducirse una gran cantidad de canciones, en todos los idiomas, recordándole a cada uno de los pasajeros su patria, entregándole un trocito de ella, hecha melodía.
Dos parejas se cansaron de tanto esperar y se resignaron; ya sacarían su boleto mañana, a qué apurarse. La fila avanzó y nos encontrábamos en el tercio final del camino. Soy un hombre de acción. No soporto la espera, detesto hasta la palabra. Incluso, me impacienta. Comencé a devorar mis uñas hasta quedarme sin ellas, situación que tampoco me detuvo, sino que ocasionó que rasgara incluso hasta parte de mi piel.
Un letrero eléctrico nos indicaba que seríamos atendidos por una enorme mujer, para nada simpática, que esperaba impaciente por atendernos y regresar de una vez por todas a su hogar, entre sus felinos acompañantes.
- ¿Qué quieren?- su voz ronca y desagradable inundó la casilla en la que se hallaba empotrada.
- Dos pasajes para La Habana- mientras mi jefe pronunciaba su frase, la canción homónima inundó todo el lugar. Una pequeña radio portátil de nuestro vecino de al lado teñía de felicidad la espera.
- ¡¡Ya cállate, inútil!!- el carácter de esa señora no distaba mucho del nuestro. Y eso me agradó...
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