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Capítulo CXVII

***

Recorro la casa con delicadeza. Estoy sola y libre, nada mejor para intentar escapar. Es tan simple como encontrar las llaves y abandonar el sitio como si fuera la dueña de la casa.

Me acerco hasta la puerta principal y compruebo que ambas cerraduras están obstruidas. Busco el porta llaves, un pedazo de madera del que salen dos pequeños clavos, pero lo encuentro vacío. Quizá alguno de los tres se ha percatado de este detalle y se ha llevado el llavero a su dormitorio.

Sin embargo, aún tengo la esperanza de encontrarlos. Sé, por experiencia propia, que podemos olvidarlas en el sitio menos pensado. Es por eso mismo que pongo la casa patas para arriba, husmeando por detrás de los sillones, debajo de la heladera, en la alacena de la cocina, en el baño, el lavadero; arrastrándome por el piso, consiguiendo llenarme de tierra y un fuerte dolor en mis rodillas. No consigo encontrarlas.

A continuación, me atrevo a pensar en una segunda vía de escape: las ventanas. Conozco apenas esta casa, pero estoy segura de que tiene bastante ventilación. La exploro, sin dejar nunca de buscar las llaves con la mirada.

Me acerco al living y encuentro un enorme ventanal, obstruido por una enorme persiana que no ha sido aceitada en años. Escapar por ella sería más que un suicidio; es rogarles de rodillas que me maten. Doy una última inspección, y al no encontrar ningún porta llaves, me dirijo hacia la cocina.

Una ventana mucho más pequeña, sólo cubierta con un vidrio, apunta hacia el jardín, dejando ver las plantas tan descuidadas y podridas como el corazón de quienes debieran cuidarlas. La abro de un empujón y compruebo que no cede más que unos centímetros. Toda esta casa está preparada a prueba de fugas.

Mi última esperanza se desvanece al encontrar el pequeño ventanal del baño cubierto con una dura reja. Ya no quedan más ventanas que abrir ni puertas que atravesar, pero algo es definitivo: estoy condenada a permanecer aquí hasta el último día.

Disfruto de una de las pocas libertades que me ha sido otorgada: la soledad. Enciendo el televisor y comienzo a hacer zapping, a la búsqueda de un programa coherente. Extiendo mis pies descalzos sobre el sillón y me relajo mientras observo un partido de fútbol. Una vez que el árbitro marca el final del partido, el equipo de los amarillos, al parecer el campeón, comienza a celebrar un nuevo título. Apago el tele de mala gana; no soporto ver en los demás una expresión de felicidad.

Me pongo de pie y camino hacia la cocina en busca de un aperitivo. Antes de llegar, mi reflejo en un espejo apoyado en la pared se intercepta en mi camino. Observo con tristeza mi cabello alborotado, desparejo, sucio y grasoso; mi piel chamuscada, ennegrecida por el sol y la suciedad; mi vestido rasgado e impoluto. Al verme tan débil y monstruosa, hija de la adversidad, no consigo más que recordar mis buenas épocas; intento llorar pero no lo consigo.

Estos hombres me han convertido en uno de ellos: una bestia sucia, a la que la vida y la muerte le son indiferentes. Y eso, por el momento, no me molesta en absoluto.

***

Auckland, 20 de enero,
cinco minutos más tarde...

- Yo no intentaría nada si fuera tú- la puerta metálica se abrió y apareció Lacy vestida como un combatiente más, sin acompañantes, completamente sola.

- Al fin nos encontramos. Esta vez te animaste a venir sin tus amigotes. Veremos cuán ruda eres después de todo.

- El mundo es una caja de sorpresas.

Agité mi látigo y lo enredé por entre sus piernas, jalé con fuerza y la dejé bajo mi domino. Ella disparó, desesperada, al notar mi maniobra. Tres balas fueron a parar a mi hombro derecho pero, a pesar de mi incontenible dolor, deseo continuar la batalla. Tres proyectiles no detendrían mi plan de escape.

Encendí el soplete y rasgué sus vestiduras, quemando también una porción de su vientre, ocasionándole un gran ardor que la hizo doblegarse ante mis pies.

- ¡¡Basta!!- su voz rogaba piedad-. ¡Déjame! Me rindo- admitió con cobardía, levantando sus brazos en alto.

Me sorprendí ante su cobardía, la cual demostraba que era más débil de lo que parecía. Obedeciendo, bajé las armas y la guardia, dispuesto a esposarla. Acercé mis manos a las suyas y no alcancé a rozarlas, ya que una patada me hizo volar por los aires.

- Ingenuo- se reía ella mientras se adueñaba de mis armas que yo, de estúpido, había dejado caer.

- ¡Púdrete, infeliz!

Conseguí proveerme con un nuevo soplete y unas cuantas pistolas gracias a los fríos cadáveres que me rodeaban. No obstante, antes de contraatacar, sujeté uno de los cuerpos y lo arrojé contra el rival de mi jefe, volteándolo con facilidad y confirmando su derrota.

Lacy corrió hacia mí, soplete en mano, desquiciada y con el pecho ardiente. Con una limpia maniobra y un corte en su mano conseguí hacerme con sus armas,  apropiándome de sus únicas posibilidades de derrorarme.

Como la frutilla del postre, recordé la piedra que se agitaba en el bolsillo del pamtalón y, aprovechando el descuido de mi rival, conseguí hacerme con ella con dificultad y me dispuse a dar el golpe final. La filosa roca, rosada y resplandeciente, fue a parar a su frente, acabando con su vida para siempre, dejando con ella sus últimas palabras:

- Fallé- dijo, y luego todo fue oscuridad para ella y, para mí, un río de sangre roja que mojó mis zapatos.

Por su parte, mi jefe acabó agujereando a su rival con veinte disparos en el pecho, que lo impulsaron a varios metros contra la pared, consiguiendo antes disparar contra la pantalla digital, descomponiéndola por completo.

- Maldición, te odio, te odio. ¿Y ahora cómo haremos para escapar?- mi jefe no podía con su genio y profería insultos en diez idiomas diferentes contra el homnre que nos había condenado con su disparo.

Tomamos aire, y una vez recuperado el aliento, abandonamos a la multitud de cadáveres, no sin antes comentar sobre el cadáver de nuestra captora.

- Al menos se reunirá con su esposo más pronto de lo que ella pensaba- sugerí con malicia, mientras quitaba la poedra de su cráneo con gran esfuerzo y asco.

- ¿Qué haces?- me preguntó mi jefe, extrañado-. Ya hemos vencido y no permitiré que lleves una prueba de nuestro crimen contigo. Arrójala y olvídate de ella.

Y sin cuestionar sus órdenes, obedecí.

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