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Capítulo CXI

***

- Un GPS y cinco mil para casa- el jefe no cesa de festejar que el infortunio les dio a cambio mucho más de lo que esperaron.

- Siempre he dicho que algo se puede robar en cualquier lado- asiente Manuel con la cabeza.

Javier escucha en silencio, atento a cualquier ruido y con un mal presentimiento en su cabeza; no me pregunten cómo lo sabe, pero está seguro de que la policía vendrá pronto, y no se equivoca.

En mi cabeza me debato entre dos opciones: hacer tiempo y esperar a que llegue el patrullero, corriendo el riesgo de ser asesinada en el acto; o apurar el escape y abandonar la casona, prolongando mi vida hasta las seis de la tarde.

Cada uno se acomoda en su asiento y yo tomo una locación aue ya me es familiar: oculta por entre los trastos y escombros, como un harapo más. Sin embargo, aún con la cabeza cubierta percibo la mezcla de luces blancas, rojas y azules a la distancias. El reflector tricolor se acerca cada vez más y desciende la velocidad, intentando caerles por sorpresa a sus presas.

Maldigo al inventor del espejo retrovisor cuando Manuel exclama, vistazo en el espejo mediante:

- ¡¡La policía!!

- Arranca ahora- la voz del jefe es terminante y el subordinado apreta el acelerador como nunca en su vida.

- Esto ya es suficiente- Javier me pega una boferada que me arde, pese a mi protección de mantas y adrajos, que resuena en todo el vehículo.

- ¡¡Javier!!- exclama el jefe, asegurándose de que su víctima siga viva, sólo para reconfortarse al saber que él mismo, en persona, será quien acabe con mi vida.

Tras la reprendida de su padre, el criminal regresa a su asiento, sin dejar de escupir odio con esa mirada de fuego que tanto lo caracteriza. Pisa mis dedos de la mano con furia, y se involucra en el principal problema, común a todos.

- ¡¡Enciende el GPS y apaga los faros!!

Manuel obedece las órdenes de su jefe, mientras exprime al máximo el pedal del acelerador.

- ¡¡Más rápido o nos alcanzan!!- Javier observa desesperado al patrullero cada vez más cerca, que se cierne sobre ellos, amenazante.

- Esta cosa no llega más que a los doscientos setenta- se queja su conductor, golpeando el tablero con furia- y el motor se está sobrecalentando.

- Hijo, saca las armas y mata a esa pareja de policías mal nacidos.

Javier saca su cabeza por la ventanilla y lanza cuatro disparos al aire, que el hábil conductor del patrullero logra esquivar. El otro agente, aún más habilidoso que el primero, dispara su pistola y la bala se clava en el arma de Javier, arrancándosela de un golpe.

- ¡¡Se nos acercan!!- el ladrón avisa a sus compañeros que tan sólo el otro coche se halla a diez metros de distancia.

- Estamos acabados- se lamenta el jefe, que confiesa haberse olvidado su pistola en la casa de los ancianos en el apuro por escapar.

- Cinco metros- anuncia Javier, con voz fúnebre.

- ¡Tengo una idea!- exclama, deseperado, el conductor de semejante camión.

Y una violenta frenada se oye a cinco kilómetros de distancia.

***

Auckland, 19 de enero,
al amanecer...

- Y ahora- pronuncia el enano anunciaba el final del espectáculo con el truco final-: el último truco. Con ustedes, damas, bestias y caballeros: el titán endemoniado.

Un enorme hombre, seguramente creado a causa de una alteración genética o algo similar (soy tan malo en ciencias como en el amor), de unos cuatro metros de alto, entró en escena, portado una afilada sierra.

- Se caracteriza por resultar totalmente impredecible- contaba el enano-: permanece impasible hasta que alguien suene una campana y allí se despierta su bestia interior. ¿Qué será capaz de hacer esta vez?

- Ya lo averiguaremos- Lacy hizo sonar la campana y se ocultó tras un compartimiento cubierto de vidrios blindados.

- La primera prueba- expuso el enorme hombre-: será la de los aros de fuego. Como verán, mis compañeros acaban de encender dos enomes aros que escupen fuego a mil grados centígrados y, para esta prueba, necesitaré de dos voluntarios- se hizo el silencio y el gigantón simuló buscar a sus "participantes" entre la calurosa multitud, para decretar finalmente, señalándonos con sus dedos-: ustedes dos, vengan conmigo.

Nos levantamos sin protesta alguna, demostrando un temor casi nulo hacia los dos hombres armados hasta los dientes que se nos acercaban.

- Un aplauso para los caballeros- Lacy comenzó a aplaudir con una emoción difícil de ocultar.

- El desafío- expresó el gigante, mientras nos sujetaba con sus brazos, presionando con fuerza nuestros cuellos- es muy sencillo: arrojaré a estos dos caballeros y a cada uno se lo corresponderá con uno de los aros; luego de que los sorteen con simpleza, atravesarán dos enormes cuchillas y, para finalizar, pasarán por sobre mi enorme sierra, paea regresar a sus posiciones.

Los aparatos fueron puestos en marcha: los aros escupían fuego, las enomes cuchillas abrían y cerraban sus fauces como un terrible cocodrilo, y las sierras chispeaban al chicar entre sí.

- A la una, a las dos y a las tres- el gigante nos tomó de la cintura y nos arrojó como misiles lo más alto que pudo, rumbeando a los dos enomes círculos de fuego.

Mi cuerpo voló por los aires y atravesó la muralla de fuego casi sin incidentes, obteniendo unas pequeñas ampollas. Sin dudas, los aros tenían la dimensión de mi jefe, lo que comenzó a hacerme dudar de su integridad. No obstante, me era imposible verlo sin quemarme las pupilas, literalmente.

Las enormes fauces se cerraron con un enorme ruido a unos pocos metros de mí, abriéndose para permitir mi paso, para luego cerrarse muy cerca de mi pierna, rebanando la suela de mi zapato que, de lo estar, ya habríamos sido dos los de la pata de palo.

Por último, me acercaba a las enormes sierras que proferían un sonido que deterioraba mis dientes. Curvando mi cuerpo, logré atravesar el último obstáculo sin perder ni un centímetro de piel, pero consiguiendo unos cuantos raspones.

Me acercaba hasta una dura pared, y aún seguía volando por los aires. Cerré los ojos y cubrí mi cabeza. Se escuchó un gran golpe, y después, todo fue oscuridad.

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