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Capítulo CVII

***

Me levanto y camino cautelosamente por la cornisa. Me cuido de no mirar hacia abajo para así evitar marearme. Ya las cortinas están en su posición inicial y será imposible que Manuel logre divisarme.

Estiro mi brazo para alcanzar el próximo hierro mas no lo consigo. Por más que lo intente, unos cuantos metros nos separan y resulta imposible alcanzarlo. Me veo obligada, entonces, a arriesgar mi vida en un ágil salto.

Cuento hasta tres y propulso mi cuerpo. Estiro mis brazos y me aferro con seguridad a la porción de hierro que sobresale. Casi me arranco el hombro en la caída. No pensé en esa posibilidad antes de intentar la hazaña, pero lo habría intentado de todos modos. Si Cervantes pudo escribir con una mano yo puedo salvarme con un brazo menos.

Mis dedos se ciernen alrededor del pedestal que sobresale de la ventana de los ancianos. Con agilidad logro ubicarme por encima sin problema alguno. Ahora una nueva complicación se me presenta: la ventana de los ancianos, totalmente inviolable conforme a mis conocimientos sobre criminología. No encuentro mejor forma de entrar que golpeando la ventana suavemente.

Se descorre la roja cortina y la cara de Margarite aparece. Deslumbra mi rostro con una linterna y me examina. Llama a su esposo, según parece. Él también me observa con cautela. "Quizá ambos tengan amnesia y no consigan recordarme" pienso, aterrada. Pero luego un pensamiento mucho más positivo que el anterior asalta mi cabeza: "Se están asegurando de que sea yo la que anda detrás del vidrio".

Y tengo razón. A los pocos segundos, y comprendiendo el peligro que corro al estar a semejante altura, descorren el seguro y hacen señas con sus manos, indicándome que me corra hacia los lados.

Una vez que ya estoy a salvo, la pareja abre la ventana de un fuerte empujón lo más que pueden. Me arrojo al piso y, cuidando de que el pedestal no se destruya a causa de mis cincuenta kilos y de no dejar de sujetarme de esos cuarenta centímetros que me salvan de una muerte por aplasramiento, comienzo a reptar rumbo al agujero recién formado.

Me escabullo y logro ingresar casi sin dificultades. Del otro lado, la pareja había colocado un gran colchón, por lo que la caída no es brusca ni dolorosa. Me sacudo el vestido y me pongo de pie, siempre mirando hacia el piso.

- Necesito que me ayuden- levanto mi cabeza para ver las caras del matrimonio, ya no tan perplejas como al verme colgada de su ventana.

- Estamos para eso- me alienta el viejo.

- Pero, querida, podrías haber tomado la llave que dejamos bajo tu almohada y entrar por la puerta. Menudo susto nos has pegado- Margarite habla en un tono diferente. Comprende que ni es momento de retarme por las cosas que hice mal, sino de escucharme e intentar hacer todo lo posible para lograr la libertad.

- Primero que todo- me interrumpe el anciano poniéndose de pie-, llamaré a la policía. No conozco en dónde queda la comisaría, pero estoy seguro que a unos cincuenta kilómetros de aquí, como mínimo.

Y mientras su esposo disca el número de la policía en un teléfono legendario, Margarite me alienta para comenzar la historia.

- Adelante, querida, tienes todo el tiempo del mundo para contarnos la verdad.

***

Auckland, 19 de enero,
a las cuatro de la madrugada...

Tomamos raudamente el camino hacia la libertad y comenzamos a correr por un enorme pasadizo. Encontramos el interruptor de la luz y lo encendimos, llevándonos una gran sorpresa.

Arrojados sobre el suelo, estaban los cuerpos de anteriores víctimas, apiladas armando una enorme muralla, impiediéndonos el paso.

- Debe haber un pasadizo oculto- dijo, pensativo, mi jefe.- Si bien son asesinos, no es muy probable que arrojen los cuerpos de sus víctimas y pasen por encima de ellos sin ningún cargo de conciencia.

- O, tal vez- sugerí-, se trate de una generación de caníbales evolucionados.

- Has visto demasiadas películas de terror- se ríe mi jefe, mientras intenta mover cualquier ladrillo suelto, salido, semisalido o perfectamente acomodado.

Mientras él hacía el trabajo duro, a mí me tocó enfrentarme a la pila de cadáveres, algunos de los cuales, aún con sangre fresca chorreando de sus costillas. "Una masacre colectiva" pensé. Se lo comenté, asqueado, a mi jefe.

- Tú limítate a limpiar el camino- me contestó-. No estoy dispuesto a perder la apuesta a causa de estar acompañado por un debilucho.

- Así que la apuesta sigue en pie, ¿verdad? Te mostraré lo que puedo lograr yo solo, sin tu ayuda y sin incentivo alguno. Te demostraré que no te necesito para lograr superar todos los obstáculos que me imponga la vida.

Con furia, retiré  uno de los cuerpos que hacía de base y la pila se desmoronó. Recogí los cadáveres caídos y los aislé del camino en un par de segundos. Mis manos se llenaron de sangre fresca y caliente, mas no me importó. Respiré unos segundos luego del exhautivo ejercicio para después refutar las palabras de mi jefe.

- ¿Quién es el débil ahora? ¿Acaso afirmaste que no lo lograría? Es una suerte para ti que estés viejo y yo, lo suficientemente cansado como para triturarte con mis propias manos.

- Tranquilo, campeón- el rostro de mi jefe se tornó risueño pese a todas mis amenazas y su voz adquirió otro matiz-. Sólo estaba intentando sacar el huracán destructor que llevas dentro. Tú vales más que una simple apuesta.

- Eso espero- dije, divertido, comprendiendo a la perfección las intenciones de mi jefe.

Y una vez el camino liberado y nosotros ya reconciliados, avanzamos por el pasadizo rumbo a lo desconocido. Las luces ya no iluminaban nuestro camino, sólo se veían como un resplandor a lo lejos. Si hubieran estado encendidas, no habríamos pensado que el ruido que hacían nuestras pisadas eran a causa de los extraños mosaicos. Afortunadamente, no veíamos nada.

Continuamos nuestra carrera por varios kilómetros. Lacy tenía miedo de que fueran a encontrarla, y ocultó lo más preciado que tenía en un magnífico laberinto: su vida.

Arribamos exhaustos hasta un sitio que parecía una enorme cueva y notamos que la pared se interrumpía de pronto. Comenzamos a explorar la zona con nuestro tacto, hasta que encontramos...

- Una bifurcación- decretó mi jefe, alarmado. 

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