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Capítulo C

***

Me debato un segundo en mi cabeza qué es lo que puede resultar más conveniente. Por un lado, considero que esta pareja de ancianos puede lograr ayudarme, e incluso a arrancarme de las garras de esta manada de monstruosos hombres. Aunque todo esto puede tener un precio demasiado caro de pagar: alguno de los rateros puede descubrir nuestros planes y castigarme con pruebas aús más difíciles e, incluso, imposibles de lograr. Aún me duelen las ampollas del "juego" de ayer.

Me levanto torpemente de la cama emitiendo alaridos de dolor al rozar mi piel con las sábanas. Consigo cubrir mi boca con la almohada y ahogar mis gemidos de dolor, aunque  termino babeando toda la superficie.

Me calzo dos enormes pantuflas e intento salir lo más sigilosa posible. Acabo decidiendo descalzarme y lentamente abro la puerta, que ruge tras mí. El sonido ha despertado a varios de los presentes; no lo dudo y temo que uno de esos sea alguna de las bestias con quien convivo.

Atravieso un estrecho pasillo, el mismo por el que ingresé, y comienzo a buscar en la oscuridad la habitación de la longeva pareja. Dos pequeñas velas colgadas sobre un candelabro improvisado iluminan mi camino.

Recojo una de ellas y comienzo a explorar la pequeña casa. Unas gotas de cera caen sobre mis manos, pero ni siquiera logro proferir un alarido. La naturaleza me está convirtiendo en salvaje.

Abro con delicadeza la primera puerta y me encuentro con un pequeño baño colmado de fragancias frutales. Con mayor cuidado la cierro y continúo mi camino.

La segunda habitación de la planta baja constituía el comedor y, a su vez, la cocina, en donde la delicada Margarite prepara sus deliciosos platos navideños.

La tercer puerta oculta un oscuro cuarto. "El cuarto de los trastos' lo habría catalogado mi madre de haber estado aquí. Lo cierto es que una torre de objetos antiguos se alza en medio de la habitación, sujeta por una fuerza misteriosa, más poderosa que la misma gravedad.

Mi desesperación al no encontrar ningún cuarto disponible en la parte inferior de la casita es enirme. Entro en un estado de pánico: ahora debo enfrentarme a una crujiente escalera de madera y, para mal de males, a las tres habitaciones en donde reposan los tres asesinos. Me persigno y, tras una pequeña oración, comienzo a subir escaleras arriba.

Mi pie izquierdo pisa el primer escalón. "Mal manera de comenzar", pienso, heredando el supersticioso corazón de mi abuela. Lo cierto es que, a cada paso, los escalones rugen furiosos. Pareciera, paradójicamente, que anuncian a gritos "Aquí viene Mina, aquí viene Mina".

Maldigo al décimo tercer escalón cuando mi dedo meñique choca contra él y me veo obligada a masajearlo unos instantes. Para mal de males, pierdo el equilibrio y casi no consigo aferrarme a una antigua baranda, que genera un gran temblor en toda la casa.

Una luz se enciende tras una de las habitaciones. Unos pocos metros me separan de quien la haya encendido.

Me oculto lo mejor que puedo tras los escalones. Adopto una posición de contorsionista, aunque ni así logro disimular mi presencia. Permanezco casi diez minutos en esa situación.

De pronto, tras la puerta ya no se observa iluminación alguna. "Me salvé de una buena" pienso, suspirando.

***

Auckland, 18 de enero,
a la una de la tarde...

Me puse de pie en una posición retadora. Mi jefe no abandonó su posición fetal y con sus brazos cubría su rostro. Su respiración se tornó más estridente. Parecería como si estuviera llorando. Sin embargo, hasta el día de hoy no se atrevió a confesarme qué era lo que ocultaba tras sus enormes brazos.

- Levántate, cobarde- lo incité a la pelea.

- No merece la pena arreglar esto con los puños; esto tampoco te devolverá a tu madre- contestó, lamentándose.

- Al menos me ayudará a canalizar una milésima parte de mi furia. Tú estás destinado a sufrir tanto como yo lo hice al enterarme de la muerte de mi progenitora- mis músculos estaban listos para la pelea.

Mi jefe se puso de pie con dificultad y se dispuso a recibir todos los golpes que sean necesarios.

- Adelante, mátame- me retó.

- Resulta demasiado simple hacerlo sin que tú te defiendas. Me reconforta verte llorar por mu propio mérito. Adelante, seca tus lágrimas de mariquita y enfréntame, si te atreves- respondí retador.

De un momento a otro, mi líder se colocó en posición de pelea y se repuso del gran golpe. Hice lo mismo y la pelea comenzó.

- Adelante, cobarde, sabes que quieres hacerlo- lo desafié.

Un brutal derechazo se estrelló contra mi mandíbula y dos de mis molares se aflojaron notablemente. Sin embargo, dos insignificantes dientes flojos no iban a impedirme quedarme con la victoria final.

Una fuerte patada en el estómago lo obligó a retorcerse por unos segundos y un segundo paradón fue a parar a su cuerpo, esta vez, a unos escasos centímetros de la sien.

Nuestra pelea causó tanto revuelo que el sonido de una cerradura nos pareció imperceptible. No notamos la presencia de Lacy hasta que una pala pasó por sobre nuestras cabezas. Ambos nos volteamos sorpendidos.

- ¿Qué está pasando aquí?- preguntó la joven, fingiendo terror.- Por favor señores, para ser animales, mejor enciérrense  en un zoológico.

- ¿Qué quieres, maldita? ¿Con qué nueva invención nos vendrás ahora?- la retó mi jefe-. ¿Acaso ahora nos dirás que el padre de este joven también murió por causa mía?

- No adelantemos los acontecimientos. Por favor, caballeros, les ruego encarecidamente que se ahorren sus peleas para después; así solucionarán sus diferencias de una única vez y todos salimos felices.

- Eres una maldita embustera- la acusé, señalándola con furia.

- Tampoco tú has sido un santo todo este tiempo. ¿Hay, acaso, algo que no le hayas contado a tu jefe durante este tiempo? Cuéntaselo tú mismo y nos ahorrarás trabajo y largos sufrimientos.

- Nada de lo que me arrepienta de haber hecho- rugí, intenrando descubrir con qué información contaba esa mujer y tratando de engañarme a mí mismo para disfrazarme de santo.

- Si bien estos tres archiveros pertenecen a tu jefe- los golpeó con sus manos-, yo tengo un pequeño objeto que puede sorprenderlo.

Mi rostro reveló una expresión de sorpresa al ver en sus manos el cuaderno que mi jefe había arrojado al fuego y que yo, desobediente, recogí.

En la cara de mi jefe se formó una enorme mueca de cólera.

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