Mi mente no podía evitar estar distraída en todo lo que se refería a ti, desde tus ojos llenos de felicidad, hasta tu expresión triste en lo absoluto.

Así estabas ahora, triste.

Podía observarte, y no sólo observarte, podía ver a través de tus ojos todo lo que conformaba tu estado de ánimo. Podía ver a través de esos orbes como sentías que mil cuchillos te apuñalaban, como sentías que el mundo se te caía encima, como sentías que las vidas de un gato se quedan cortas con las posibilidades que tienes de morir, crees que deberías tener un tiempo exacto de vida, pero no todo tiene que ser así.

El que estuvieras así provocaba que todo lo que era bueno en mí decayera, porque tú eras mi maldita felicidad, y si esa persona que me hace feliz está triste, ¿cómo se supone que me va a hacer sonreír?

Necesitaba verte feliz, necesitaba que por lo menos te sintieras esperanzado por querer vivir, que te sintieras esperanzado por seguir transmitiendo felicidad a la gente a tu alrededor, que me hicieras mucho más feliz... Como antes.

Y no es que ya no me hagas feliz, es que simplemente ya no sonríes, y el setenta por ciento de mi felicidad es tu sonrisa.

El otro treinta por ciento no lo diré aún, en algún momento será importante.

Te he estado acompañando todo el tiempo en el hospital, te ayudaba a adelantar las tareas y, además, utilizábamos el tiempo libre para hablar sobre cualquier cosa, incluso acostumbraba a adelantarte cualquier rumor que corriera por los pasillos de la secundaria.

Me encantaba poder distraerte, que no te aburrieras del todo porque había alguien que te podía levantar los ánimos.

Estaba feliz, porque esa persona era yo.