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08

"     El poder de causar dolor es el único poder que importa,
el poder de matar y destrozar;

porque si no eres capaz de matar
entonces siempre estás sometido a los que sí son capaces,

y nada ni nadie te salvará.     "
El Juego de Ender

—Orson Scott Card.







                    El cráneo no dejaba de palpitarle.

Inhaló con los ojos todavía cerrados, pero hizo una mueca al sentir un lado del cuello encalambrado. No quería ni imaginarse cuánto tiempo llevaba con la cabeza en la misma posición incómoda.

Empezó a abrir los ojos, gruñendo por lo bajo y tratando de acostumbrar sus sensibles orbes a la fuerte luz blanca cenital que estaba bañando su figura.
Al principio, toda imagen que tenía ante ella le resultó borrosa, entonces tuvo el reflejo de llevar una de sus manos a su rostro para restregárselo, solo que se impresionó y molestó al notar que no podía lograr su cometido. Fue más consciente de su estado y, como si acabaran de echarle agua fría en el cuerpo, parpadeó con desespero removiendo sus muñecas, sintiendo la ardiente presión que la soga generaba sobre la piel y que la amarraba a la tiesa silla en la que estaba sentada.

Al notar que e encontraba sola bajo el brillo blanquecino del potente foco y que todo lo demás estaba oscurecido, no pudo evitar sentir una creciente oleada de pánico.

¿Qué había pasado?

Por su mente se repitieron las imágenes y palabras de las noticias sobre lo que ella debió haber dejado oculto. Pensar que acababa de ser atrapada por aquella mujer que fue su informante sobre La Colmena, Emily Sinclair, era caer demasiado bajo para su gusto.

También pensó en que su padre ya sabría de lo sucedido y que claramente le importaba un comino sobre su estado, del cual ella debía ser lo suficientemente fuerte e inteligente para salir y arreglar lo que había arruinado. Todo por dejar cabos sueltos.

O tal vez Pierce habría orquestado toda su situación actual, a pesar de no tener pruebas, le era sencillo admitir que no tenía dudas. ¿Acaso sería parte de la nueva tarea que le sería asignada? ¿Algo de lo que ella siempre debería estar preparada? Siempre se formulaba demasiadas preguntas que terminaban sin respuesta.

—Muy bien. Empecemos.

La agente se sobresaltó en su sitio y miró a su alrededor con rapidez. No recibió nada más que sombras y oscuridad rodeándola en un círculo casi perfecto.

—Ha fallado en su trabajo agente —volvió a hablar la voz masculina, solo que no pudo identificar al dueño —. Ese tipo de fallos hace que la confianza en usted flaquee.

—No he incumplido nada —fue su única respuesta.

Aunque ya sabía que defenderse a esas alturas era inútil, por lo menos ahora sabía que era HYDRA. Nadie más, que no perteneciera o conociera la organización, la llamaría de esa manera ni utilizaría esas palabras en específico.

—Eso lo decidiremos nosotros.

En cuanto un frío y rencoroso silencio cayó en el lugar, pocos segundos después se escuchó una puerta abrir y cerrarse, seguido de unos pasos rápidos y seguros. Alexandra esperó con paciencia hasta que tuvo a la persona dejándose ver por el aro de luz que se dibujaba con nitidez en el espacio.

Alexander Pierce se encontraba ante ella.

La joven frunció el ceño.

—¿Qué significa todo esto?

El hombre de ojos claros frunció la boca con enojo, antes de hacer aterrizar el dorso de su mano derecha sobre el pómulo de su hija. La castaña rojiza se mordió el interior de la mejilla y soltó un fuerte suspiro.

—Pregunta incorrecta.

Decidiendo dejar sus ojos verdosos clavados en el suelo mientras que el ardor sobre su rostro se expandía, apretó la mandíbula y se irguió como pudo en su lugar. No volvió a mirar a su progenitor a la cara. No quiso ni tampoco creyó que debería, así que optó por mantener la cabeza en alto, pero la mirada sobre los zapatos negros de vestir del director.

» Me aseguró que La Colmena había sido borrada del mapa sin ninguna prueba que asegurara su existencia —continuó Pierce, caminando alrededor del espacio iluminado, rodeándola como un depredador —. Poco tiempo después se encuentran puras migajas de información regadas en la red sobre el proyecto.

La voz del hombre resonó y retumbó con fuerza contra las paredes. El sonido le ayudó a determinar que nada más que esa silla era lo único que se encontraba en el lugar, desprovisto de cualquier otro objeto.
Eran pocas las veces que el canoso dejaba que sus emociones tomaran importancia en su tono de voz y postura, pero lo que había dejado pasar Alexandra, no era algo que debía ser tomado a la ligera. Él se aseguraría de hacerse escuchar, ya fuera por medio de palabras o acciones.

—Entiendo que lo sucedido representa un error para lo que se ha planeado, pero le aseguro que hice todo lo que tuve que hacer para tratar de evitarlo —trató de dialogar, su voz pareja y sin flaquear —. No es posible que información sobre el proyecto esté navegando por las redes, yo extraje todo.

—Y, aun así, su rata informante se escabulló hasta aquí.

—¿Qué?

—Tráiganla —ordenó girando su cuerpo un poco hacia el lugar por el que él ingresó.

La puerta se abrió nuevamente.

Esta vez Alexandra no escuchó unos simples pasos. Esta vez escuchó forcejeos y algo ser arrastrado y golpeado contra el suelo de concreto. No había que ser un genio para saber que llevaban a alguien en contra de su voluntad, secuestrado.

Esperó a que las nuevas presencias se revelaran bajo la luz, con el enojó trepándole por la espalda al no poder descifrar bien qué era lo que había salido tan mal. Se sentía hasta ofendida por no haber visto venir lo que sucedía. Se había confiado como una agente principiante, lo que provocaba que no solo su reputación, sino su trabajo y dedicación, quedaran olvidados.

A la primera persona que vio fue al Soldado. Frunció el ceño y lo observó rencorosa, dado que no había podido luchar contra él como había creído en un principio. Después vio a una mujer de cabellos castaños siendo llevada a rastras por el brazo prostético de metal del hombre. Cuando la prisionera alzó la cabeza con ojos frenéticos y traumatizados, Alexandra la identificó con rapidez.

Era Emily Sinclair.

—Supuse que, si quiere arreglar el problema, debía hacerlo en persona, agente Pierce.

Dicho eso, el director comenzó a caminar en dirección a la salida.

En cuanto la castaña rojiza dejó de escuchar algo más allá de la habitación, supuso que ya se habían quedado a solas. Era claro que no podía asegurar si había cámaras o micrófonos, sin embargo, no descartaba esa opción.

Alexandra volvió a morderse la parte interna de su mejilla e hizo presión en ambos dedos pulgares de sus manos, auto lesionándose y zafándose con éxito de las ataduras de sus muñecas. Al tener sus extremidades liberadas y en su campo de visión, notó con claridad el esguince que se había causado. Hizo una mueca de dolor, sintiendo el sudor en su frente en cuanto regresó los dedos a su lugar correspondiente.

Se levantó de la tiesa silla de vieja madera y se hizo a un lado.

El Soldado, sin esperar otro segundo, llevó con brusquedad a la mujer para que ocupara el lugar de Alexandra. Después de eso, caminó hasta quedar totalmente atrás de la prisionera, con ojos atentos sobre la agente Pierce, como si esperara algún tipo de orden por parte de ella.

—¿Qué es lo has hecho? —preguntó son seriedad y calculada tranquilidad, mirando a la otra fémina a los ojos.

La mujer sentada solo se dedicó a tratar de normalizar su respiración y retar con sus orbes oscuros a la hija del director. Eso no hizo nada más que molestar a Alexandra. No tenía tiempo para discusiones sinsentido, necesitaba respuestas y soluciones de inmediato. Tener a la causante de sus problemas actuales evitando hablar no haría nada más que ralentizar y complicar más las cosas.

—Si quieres salir bien de aquí, tendrás que colaborar —advirtió.

—Me parece que eso ya no será posible para mí.

—¿Por qué está tan segura de eso? —cuestionó cruzándose de brazos.

—Nunca nadie es capaz de escapar de los tentáculos de HYDRA —escupió —. Eso es más que obvio.

—Entonces no debió haberse dejado atrapar —se burló, queriendo alargar un poco más la conversación, esperando que de esa manera, Emily decidiera voltear la mesa y salvarse a sí misma un poco de sufrimiento innecesario.

—Yo hice lo que tenía que hacer —dijo agachando un poco la cabeza, pero sin perder la valentía en su voz —. Ahora tú tienes que hacer lo tuyo.

Eso era justo lo que Alexandra Pierce temía y quería evitar más.



Estaba demasiado agotada. Sentía que en cualquier momento terminaría en el suelo si se descuidaba tan solo medio segundo.

Abrió la puerta e ingresó a la sala de control de electrónica seguida del Soldado, quien se encargó de volver a cerrar la entrada.

Todavía tenía mucho trabajo que hacer para poder enmendar el estúpido error que había cometido gracias a las acciones de Sinclair. Tenía muchas cosas por hacer y saber que no tenía el tiempo deseado para ello, provocaba que cierto estado de alerta y afán se instalara en su interior. Aunque eso no era suficiente como para asustarla o desesperarla de forma negativa.

También se sentía vacía, como un robot recién creado que estaba siguiendo las órdenes de la manera en que sus superiores deseaban. Como un cuerpo humano por fuera, podrido y sin vida por dentro. Había vuelto a caer en ese cíclico estado de neutralidad, desprovisto de emociones para proteger su mente y sus recuerdos de las barbaridades que debía cometer en nombre de la entidad.

Así que se sentó frente a un computador y se puso manos a la obra.

—Te recuerdo.

La agente Pierce pegó un salto en su sitio, desviando con rapidez la cansada mirada del monitor. Le costó unos pocos segundos acostumbrarse a la oscuridad del resto del lugar, fuera de la iluminación azulada a la que estaba sumergida en esos momentos.

Pudo distinguir a pocos pasos la imponente figura del Soldado del Invierno. De inmediato se le vinieron las imágenes que había alcanzado a ojear de los documentos que tenía en su apartamento.

James Buchanan Barnes era solo un nombre, pero ahora para ella tenía un rostro y quizás un significado diferente al que acostumbraba.

—¿Perdón? —curioseó algo distraída, volviendo su mirada a su trabajo. No tenía tiempo que perder.

—Te recuerdo —repitió frunciendo el ceño —. O a alguien más... pequeño, no lo sé —terminó de manera abrupta.

Apenas le acabó de escuchar, Alexandra dejó de teclear y volvió sus orbes al hombre.

¿Qué se suponía que significaban todas esas palabras?

Se suponía que el Soldado no tenía la habilidad para recordar ese tipo de cosas, siendo sometido a constantes lavados de cerebro, nunca permaneciendo despierto más que unas pocas semanas, antes de ser puesto en una estasis criogénica que aseguraba su longevidad. Por ello, Alexandra había entendido cómo era que el hombre que quizás debió morir en los años cuarenta, estuviera ante ella, o bueno... una desgastada imagen de esa figura que fue considerada desaparecida en acción durante la Segunda Guerra Mundial.

No había podido leer mucho sobre él, pero lo poco que sabía, ya era demasiado para ella. No había nada más claro que las experimentaciones de HYDRA.

La mujer se relamió los labios antes de hablar.

—Todos han tenido un día largo —comentó, restándole importancia a las palabras del ojiazul. Ni siquiera sabía cómo dirigirse a él.

Era irónico que lo llevara viendo en diferentes periodos de su vida y que justo en ese instante le resultara tan extraño, nuevo y familiar al mismo tiempo. Era una reacción casi natural y que, a su vez, encontraba ilógica de parte de su propia cabeza y cuerpo.

La agente volvió a teclear y a pasear los ojos con rapidez sobre la pantalla del computador, pero el hombre que estaba a poca distancia se removió inquieto. Había comenzado a sentir un pulsante dolor en los laterales de su cabeza, en sus lóbulos temporales. Su mente parecía estar trabajando a mil por hora, tratando de reconocer el rostro de la mujer, algo más allá de lo que comprendía en esos momentos. Pero nada más que una voz llegó otra vez a sus oídos.

"Le dispararon en la cabeza y yo estuve ahí cuando sucedió. Quizás esa persona también me busca a mí, ¿sabes? De seguro ahora tú también estés en peligro, así que... supongo que los dos estamos muertos ya."

Era diferente. La escuchaba diferente, infantil y... triste.

—¡Demonios! —exclamó Alexandra golpeando la mesa a un lado del teclado con una mano empuñada.

El repentino ruido sacó al Soldado de su pozo mental. Pocos segundos después volvió a tomar su posición a un lado de la puerta de la sala, pero no pudo evitar que sus ojos regresaran al joven rostro de la agente. Se quedó con la mirada perdida en esos ojos verdes, buscando las similitudes que algo en su interior le señalaba que era lo correcto.

Se sintió incómodo. Nunca antes había hecho algo así, nunca antes le había interesado, no obstante, sabía que algo había cambiado. De no ser así, nada de lo que sentía en esos instantes podría ser real. Sabía que sus aparentes recuerdos y la mujer que estaba ahí sentada eran la misma persona. Solo no lograba entender por qué podía formar esa conexión.

Se volvió a remover en su lugar sintiéndose repentinamente preocupado. Por alguna razón oculta, no quería que le quitaran esas imágenes de su cabeza. No quería olvidar; quería recordar, quería conocer y reconocer.

Con gran impresión, se encontró a sí mismo caminando hacia la fémina. Se posicionó a un lado de ella y posó su mano derecha sobre uno de los hombros de la mujer.

—¿Qué sucede? —preguntó quitando la mano masculina sin interés y sin despegar su mirada de la pantalla.

Alexandra siguió tecleando y eliminando los contenidos necesarios, pero la curiosidad terminó por ganarle y decidió mirar al hombre. Cuando sus ojos cálidos se encontraron con los de él, pudo distinguir algo mucho más diferente al caparazón de persona que conocía.

Un destello simple de un sentimiento. Pero los sentimientos no eran simples, eran complejos y ella no sabía manejar nada de ello, solo sabía controlarlos y reprimirlos como le había enseñado.

Le sorprendió encontrarse con una mirada que expresaba tormento y desolación. Eso, en definitiva, no era para nada normal en el Soldado.

Se levantó de la silla con cautela y lo encaró. No se atrevió a moverse más cerca, aunque no sabía la razón de tomar esa precaución, ya que en realidad no le temía en esos momentos, pues no parecía representar una amenaza para ella. O tal vez porque temía espantarlo.

Casi tuvo el impulso de reírse por sus pensamientos, como si ella fuera capaz de asustar a alguien como él.

Un tembloroso suspiro salió de sus labios, haciendo que el hombre llevara sus confundidos ojos a la boca de Alexandra, con curiosidad humana. Sin poder comprender muy bien sus siguientes acciones, la castaña rojiza comenzó a subir su mano derecha, teniendo un inesperado deseo de sentir la piel ajena bajo las yemas de sus dedos.

Cuando por fin sintió que comenzaba a hacer contacto, la mano metálica salió disparada a sostener con un agarre de muerte su muñeca, deteniendo su atrevimiento.

—¡Mierda! —No pudo evitar proferir entre dientes, sintiendo la manera en que el vibranio presionaba su articulación.

Esa vez ya no le sorprendió ver cómo toda emoción se desvanecía de esos profundos ojos azules.



—¿Dónde está el director? —preguntó apenas llegó a la puerta que la llevaría al lugar donde antes había estado atada.

—Adentro con la prisionera —respondió uno de los guardias que custodiaba el lugar.

Con una seña, los hombres se hicieron a un lado abriéndole la puerta para permitirle el paso.

Cuando Alexandra ingresó, vio a su padre de pie frente a Emily, hablando en voz baja. La castaña rojiza notó la tensión en los cuerpos de ambas personas, como si llevaran a cabo una fuerte discusión que no podía ser oída por nadie más que ellos. No podía ver el rostro de Pierce, dado que este le estaba dando la espalda, pero sí lograba ver el de la castaña. Sus expresiones estaban deformadas, no solo por los distintos hematomas, heridas, cortes y sangre, sufrimiento que Alexandra misma le había infligido para que hablara y confesara, sino también por emociones como sorpresa, odio y desesperación.

En cuando llegó a posicionarse a un lado de los otros dos guardias que acompañaban al director, el hombre se volteó a verla.

—¿Y bien?

—Ya todo está hecho y solucionado —contestó, dejando de observar a Sinclair.

—Estas son todas las molestias que causas, Alexandra —volvió a hablar el canoso, negando con la cabeza y caminando hasta quedar a un lado de su hija —. Y ni siquiera has terminado con la tarea.

Después de hablar le hizo una seña a uno de sus hombres y este le entregó una pistola. Pierce asintió y la volteó a ver directamente a los ojos, con una seriedad y calma que logró incomodar a la castaña rojiza. Luego extendió el arma de fuego en su dirección por la culata.

» Te doy la oportunidad de terminarla.

Ante lo que acabó de escuchar, una descarga de horror atravesó su cuerpo en un mísero segundo. Comenzando a sentir que su corazón bombeaba sangre cada vez más rápido, tomó el arma, quitó el seguro y apuntó a la mujer malherida que ella misma había dejado atada a la silla.

Apartó la mirada.

Lo que más detestaba hacer era iniciar una ronda de tortura para que el enemigo hablara. Ya lo había hecho esa noche, pero ahora debía dar el siguiente paso. Esa era la peor parte de su trabajo; tener que eliminar a dicho enemigo, que era una gran atrocidad en sí, pero que debía ser hecho.

Respiró hondo y llevó su dedo índice al gatillo. Estaba lista para disparar.

—¡Mírala! —ordenó Pierce acercándose a la pelirroja para agarrar su cara con brusquedad, obligándola a mirar uno de sus más grandes miedos —. Mírala y déjale claro lo que sucede cuando decide ir en contra de nosotros.

Había sido una manera tan extraña en la que su padre había pronunciado la última palabra, como si quisiera hacer un tremendo énfasis en sus razones y significados, pero Alexandra no tuvo tiempo para pensar en eso. Ejecutar a alguien que se encontraba indefenso era tan diferente y retorcido como tener que luchar por su vida en una pelea. Así que su primera reacción deseada había sido soltarse y alejarse de Pierce para después gritar, pero lo único que terminó haciendo fue apretar el gatillo.

El disparo retumbó por todas partes, pero la agente hizo oídos sordos a ello, puesto que su cabeza se había ocupado en recordarle imágenes, recordarle rostros, fantasmas de su pasado.

Primero vio a un hombre y a su mente le llegó un nombre: Nigel Smichtz. Luego rememoró un rostro femenino junto a otros nombres: Victoria Pierce. Mamá.
Por último, vio los ojos cafés y llenos de lágrimas de la mujer que le resultaba devastadoramente familiar: Emily Sinclair.






Editado.

a-andromeda

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