07
En cuanto vio aparecer su maleta en la banda del equipaje correspondiente del vuelo del que ella se acababa de bajar, la joven de veinticinco años tomó sus pertenencias con firmeza y, sin ningún problema, posó la valija en el suelo a un lado suyo. Había llegado a Washington DC después de unas cuantas semanas en una misión en Europa, pero en vez de sentirse agradecida con el hecho de haber vuelto a la ciudad que la había visto nacer, no lograba encontrar en su interior una sensación de familiaridad o comodidad. Llevaba un tiempo con ese vacío de expectación por regresar a un lugar que se suponía que debía ser su hogar.
La cosa era que Alexandra no tenía un hogar al que quisiera llegar a descansar y encontrar refugio. No tenía con quien compartir su día ni desahogarse. Tampoco podría hacerlo jamás. Las cosas que ella vivía no eran para oídos de otras personas ajenas a su realidad.
Suspiró con pesadez y cansancio, sintiendo cada músculo de su cuerpo reclamar ante la falta de descanso que dejó pasar durante el tiempo del vuelo. Si no hubiera sido porque había estado demasiado ocupada leyendo los documentos que se había llevado del misterioso cuarto de la base europea de HYDRA, que se llamaba "utilería", tal vez se habría permitido relajar por un momento. No obstante, su curiosidad no había sido capaz de esperar y no dudó en comenzar a leer la información que había extraído del lugar.
Eran dos grandes carpetas, cada una con dispositivos USB adicionados que llevaban el nombre de dos personas. No podía decir que conocía a alguna de las dos.
El primer archivador llevaba el nombre de una mujer: Amelia Pierce. Gracias al apellido, eran unos papeles sobre los cuales todavía no se atrevía a ojear a profundidad. Lo que leía en la portada la tenía demasiado confundida.
El segundo llevaba un nombre que ella sí reconocía: El Soldado del Invierno. Una de nominación a la que le ponía un rostro, pero ese no había sido el único, pues muchas más aparecieron entre más se adentraba en la información de los documentos. Nombres como "Prisionero #5689", "James Buchanan Barnes", "El Nuevo Puño de HYDRA" eran los que estaban documentados en la historia del Soldado.
Si era sincera consigo misma, no lograba comprender por qué justamente había decidido llevarse esa información que ni siquiera le pertenecía, a espaldas de la organización. Tampoco podía asegurar si todos esos papeles serían extrañados o buscados, pero por lo menos el ser la hija del director le daba la protección necesaria como para que nadie pensara que ella había violado esa seguridad.
Sentía curiosidad por la mujer que llevaba el apellido de su padre y por el Soldado, así que debía ser normal que ella quisiera saber un poco más, ¿verdad? A pesar de que los medios por los que decidió realizar su indagación fueran cuestionables.
Cruzó las automáticas y grandes puertas que llevaban el nombre de EXIT y estuvo ante la calle, donde habían varios taxis esperando tener nuevos clientes. La castaña rojiza se detuvo en el andén y sus ojos recorrieron el espacio, hasta que se toparon con un automóvil negro, de vidrios polarizados que le resultaba bastante conocido.
A pesar de que una mínima parte de su interior había deseado tener la posibilidad de llegar directamente a su solitario apartamento, era obvio que no podía hacerlo. El deber parecía siempre estarla llamando los últimos años.
Caminó hacia el carro de oscura y brillante pintura, se introdujo en el asiento del pasajero, dejando su maleta afuera para que el conductor se encargara de ella. Cuando se puso el cinturón, el chofer ingresó al auto y emprendieron marcha a través de la ciudad.
—Buenas tardes, señorita Pierce. ¿Tuvo un buen viaje? —Inició la conversación el hombre que conducía.
—Fueron casi catorce horas de vuelo, Ralph, quisiera llegar al edificio lo más pronto posible —contestó la mujer viendo por la ventana.
—Me imagino que sí, pero su padre me comentó que necesitaba hablar con usted en persona. Parecía ser urgente.
—Sí, eso pensé apenas vi el carro parqueado esperándome —dijo, recostando su cabeza en el espaldar.
—A estas horas del día hay bastante tráfico —comentó —, quizá alcance a tomarse una siesta en tanto llegamos a la empresa.
La fémina solo emitió un suave sonido de afirmación como respuesta y se relajó lo más que pudo en los asientos traseros.
Ralph era uno de los pocos empleados domésticos de su padre que la hacía sentir como alguien normal. El hecho de que el hombre hablara de empresa y no de la clandestina organización, era una clara muestra de que no estaba para nada involucrado en lo que en verdad se desempeñaba la familia Pierce. O lo que quedaba de ella.
Aquello la hacía sentir como una simple persona que tenía la suerte de haber nacido en una familia que era económicamente estable. Muchas veces a ella le gustaba pensar eso, aunque esa fantasía no duraba mucho, puesto que la realidad la golpeaba con fuerza a menudo. No era como si tuviera la libertad de dejarse llevar por sus infantiles anhelos muy seguido.
Su familia no era normal. Su padre, lo único que le quedaba en el mundo, tampoco era normal, lo que la llevaba a ella a ser también diferente.
Se removió en su sitio cuando sintió su celular vibrar, avisándole de una llamada entrante. En cuanto sacó el dispositivo de uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero, se dio cuenta que era Alexander Pierce.
Sin esperar otro respiro, respondió.
—Agente Pierce.
—Espero que ya se encuentre en camino —dijo su progenitor al otro lado de la línea —. ¿En cuánto llega a las instalaciones?
La joven se asomó por la ventana para observar las calles. Luego miró la hora en su reloj de muñeca.
—En 45 minutos —contestó.
—Necesito que Simmonds acelere. Tiene media hora para llegar.
Alexandra apretó los labios y negó con exasperación para no decir ninguna palabra de la que se podría arrepentir segundos después.
No había manera de que ella pudiera alegar, sabiendo que tenía todas las de perder. Al director de HYDRA no le interesaba lo que se pudiera hacer o no, solo le interesaba que fuera hecho, sin importar el cómo ni las consecuencias. Si a ella le tocaba mover con su mente todos los carros de la ciudad para así poder despejar su camino, por más imposible que le resultara, debía hacerlo, con tal de cumplir con lo que le era pedido.
—Sí señor.
Caminó con rapidez por los grises y monótonos pasillos de la base hasta tener en frente suyo la puerta que tenía enmarcado el nombre de su padre. Se enderezó en su sitio y tocó la madera con sus nudillos tres veces. Esperó unos pocos segundos, escuchando pasos al interior de la oficina, hasta que Brock Rumlow abrió la puerta y le permitió la entrada, haciéndose a un lado.
Apretó con fuerza inconsciente el bolso que tenía colgado en su hombro derecho, sabiendo muy bien el tipo de papeles que tenía guardados ahí y, con una típica sonrisa forzada saludó a su padre.
El castaño cerró la entrada detrás de ella y ambos agentes tomaron asiento ante el elegante escritorio en el que se encontraba el director. El espacio era amplio y, a pesar de estar bajo tierra, la luz era bastante buena, dando la sensación de ser de día, aunque no hubieran ventanas que pudieran corroborar aquello.
—¿Cómo estuvo el viaje, agente Pierce? —preguntó el hombre canoso de ojos azulinos cruzado de brazos, sentado sobre su silla giratoria de cuerina café.
—Sin ningún percance —contestó asintiendo con la cabeza una sola vez.
—Muy bien. Con la información recolectada de los servidores de La Colmena y borrada del mapa, podremos seguir con la siguiente fase —habló Pierce, abriendo unas carpetas que la mujer reconoció de inmediato. Era la misma información que ella había mandado una semana y media atrás, antes de realizar su misión.
—¿Ya empezaré con la infiltración? —inquirió la castaña rojiza. Ya sabía algunos de los pasos que debía seguir.
—El agente Rumlow le acompañará en el transcurso de ese trabajo.
Alexandra frunció el ceño y miró a su mentor de reojo, antes de volver a centrar sus ojos en su superior.
—¿Cree que no soy capaz de cumplir con eso por mi propia cuenta? —cuestionó, pero apenas terminó de hablar se quedó callada, tensándose en la silla.
El tono y las palabras usadas habían sido un total error. La joven pudo ver con claridad la manera en que la comisura de los labios de Pierce tembló apenas la escuchó.
—Es un trabajo de equipo al que tendrá que adaptarse —contestó sin cambiar su tono de voz, lo que lo hizo aún más severo —. Entre más espías leales de nuestro lado, será más sencillo seguir con lo acordado.
—¿Qué hay de Jasper Sitwell? —intervino Rumlow.
—Él ya ha recolectado su información para el equipo STRIKE —informó —. Rumlow, serás el líder del grupo. Alexandra, serás la adición, pero también trabajarás como agente independiente.
La mujer asintió de acuerdo. Aquella estrategia era lógica porque les daba flexibilidad en sus quehaceres como los nuevos agentes de SHIELD. No había manera de que ninguna sospecha recayera en ellos cuando eran recomendados por el mismísimo secretario del Consejo de Seguridad Mundial.
—Bien. ¿Cuándo empezaremos? —Preguntó Rumlow con sumo interés. El hombre llevaba esperando la oportunidad de volver a salir al campo y cumplir con lo que tanto deseaba y se había convertido en su ideal desde que se había unido a la clandestina organización.
—Dentro de tres días. Sitwell estará esperándolos a las ocho de la mañana en el Triskelion. Pueden retirarse.
Los dos agentes asintieron y salieron de la oficina. Ya en el pasillo, después de haber dejado la puerta del despacho del director cerrada, Alexandra relajó un poco los hombros, pero no del todo. Ya estaba acostumbrada siempre tener que estar alerta.
Volteó a ver a su compañero, antes de que los dos comenzaran a caminar.
—Parece ser que todo salió en orden allá en Europa —comentó el castaño oscuro.
—Así es —respondió la fémina —. Aunque el director dude de mi responsabilidad, habilidades y compromiso —enumeró al mismo tiempo que torcía los ojos con molestia —. Tal vez hasta mi lealtad entre en cuestionamiento.
—Nadie duda de ti —fue rápido en aclarar. Alexandra se detuvo y volteó a ver los ojos cafés de Rumlow, quien también había dejado de caminar —. El éxito de tus misiones habla mucho más de lo que podrán hacer las palabras. Tal vez tú no deberías dudar de la fe de tu padre.
—Esa no es la figura que él representa para mí cuando estoy en las instalaciones.
—Créeme, no hay nadie más en quien Alexander Pierce hubiera confiado para hacer lo que tú has hecho.
—Bueno... —alargó retomando su andar —, esta nueva fase será todo un éxito —concluyó cambiando de tema con efectiva rapidez.
Muchas veces le incomodaba la manera en que Rumlow parecía ver las cosas, halagándola en su trabajo porque tenía toda la confianza de que él había hecho un gran trabajo entrenándola, junto a una extraña admiración hacia Pierce. Casi podía hacerle creer que tal vez ellos en verdad compartían una amistad que iba un poco más allá de la cotidianidad que conocían en su trabajo, lo cual le parecía un tanto raro.
Sí, tal vez su mentor era alguien que le resultaba mucho más familiar que todos los demás, incluso que su propio padre, pero ella había siempre decidido mantener la distancia. No sabía cómo ser amistosa sin tener que pensar en qué decir más de cinco veces antes de abrir la boca. No era algo que a ella le llegara de manera natural. Aunque eso nunca pareció ser un gran obstáculo para que Brock la tratara con normalidad, y ella eso lo agradecía en su interior, a pesar de que no supiera expresarlo de ninguna manera.
—De eso no tengo dudas —concordó el hombre asintiendo —. No olvides preparar tu propuesta para vencer a Steve Rogers —le recordó a lo que ella asintió.
—Dejaré unas cosas en la oficina y después iré a reinstalarme en el apartamento. Nos vemos mañana temprano —se despidió.
Cuando entró al apartamento sintió frío.
No, no era esa clase de frío físico que provocaba querer envolverse en mantas y tomar un chocolate caliente mientras miraba alguna película en la televisión. Por supuesto que no. En realidad, era esa clase de frío que aparecía en su pecho y que se extendía por el resto de su cuerpo, en medio de rígidas oleadas de incomodidad y vacío.
Todo ello la cubrió en una conocida insatisfacción que pronto se convirtió en emergentes ganas de querer mandar todo al carajo en un abrir y cerrar de ojos.
Sus labios se curvaron antes de soltar una risa irónica ante la idea. No era como si tuviera la posibilidad de hacerlo y no entendía por qué de repente sentía la necesidad de pensarlo.
No podía decir que estaba satisfecha con su vida, para nada. Si ella hubiese tenido la oportunidad de elegir, estaba segura de que habría sido algo totalmente diferente. El problema residía en el hecho de que ni ella misma sabía lo que quería o deseaba en esos momentos, solo creía saberlo. Hasta que se encontraba sola por completo y se daba cuenta de que no tenía ni la más mínima idea de qué desear, a dónde mirar y si debía llorar o no.
Decidió que, en vez de seguirse hundiendo en el conocido abismo negro de su interior, prendió el televisor de la sala para poner las noticias, solo con la idea de llenar el silencio que rodeaba el lugar. Esa era su gran compañía y costumbre cuando llegaba de alguna misión que le resultaba particularmente difícil. Se sentía mejor con cualquier tipo de sonido acompañándola, que el silencio de su mente comenzando a raspar experiencias pasadas y elecciones que no debía.
Además, algo le decía en su interior que aquello comenzaría a suceder más seguido, que necesitaría mucha más bulla del exterior para mantener sus ideas a raya. Entre más avanzaba el proyecto, más territorio hostil tenía que comenzar a cubrir y ser agente doble era lo que debía hacer de ahora en adelante, nada más. Y en verdad quería concentrarse en solo esos detalles.
Si decía que no temía en navegar aguas más profundas de su ser, sería una total mentira. Por eso, deseaba centrarse en lo que ya conocía.
Después de haberse cambiado de ropa cotidiana por la de dormir, se dirigió a la cocina para poder beber un poco de leche. Abrió los gabinetes para sacar la taza, pero antes de dirigirse a la nevera, abrió otro gabinete y de ahí sacó una bolsa de masmelos.
—Pasan los años y ustedes no me pueden faltar —susurró para sí distraída, antes de echar unos cuantos dulces esponjosos en el recipiente.
Se sirvió también en la taza un poco de leche y la puso en el microondas, para derretir los malvaviscos como tanto le gustaba. En un principio se quedó observando su cena, hasta que una noticia en la televisión llamó su atención.
No había sido porque se escuchaba horrorosa ni nada por el estilo, pero sí se le hacía demasiado conocida, tanto, que sentía que alguien más estaba narrando lo que ella había hecho hacía unos días en Europa.
Caminó hacia la sala para observar la pantalla y sus ojos de inmediato reconocieron las imágenes que se estaban presentando.
—Una organización secreta que fue identificada como La Colmena, sufrió catastróficos daños de orígenes desconocidos, los cuales provocaron una terrible avalancha en las afueras de Sokovia —anunció el periodista —. Todavía no se sabe el número exacto de víctimas fatales de este desastre, sin embargo, hasta ahora no se ha encontrado ningún sobreviviente.
Confundida, la castaña rojiza frunció el ceño y se cruzó de brazos. El nombre de la entidad debía ser secreto. Nadie, ningún alma que no formara parte de los órganos adyacentes que eran beneficiarios de HYDRA podría saber aquello. Todas esas instituciones eran fantasmas para el mundo y así como era anunciado en la televisión, no habría ningún sobreviviente porque Alexandra Pierce se había encargado de ello.
Pero esa noticia ni siquiera debía existir.
Con la cabeza trabajándole a mil por hora, apagó el televisor de repente y se dirigió una vez más a la cocina. Apoyó sus manos sobre el mesón de cerámica y trató de organizar sus ideas, rememorando todo lo que había sucedido desde que se había reunido con su informante en ese restaurante bar. Cerró los ojos con fuerza, tratando de controlar su respiración enojada. A los pocos segundos volvió a abrir sus verdosos luceros.
La traición era dulce cuando se era dirigida a alguien más. Cuando se era traicionado, era demasiado amargo.
—Mierda —susurró. Agarró un cuchillo de la Tacoma con rapidez apenas sintió una presencia extra en el lugar.
Dio media vuelta y lanzó el objeto filoso en dirección a la persona que había ingresado y que se encontraba detrás de ella, escondida en las sombras.
El arma blanca golpeó algo metálico y cayó al suelo, pero eso no detuvo a la mujer. La agente no perdió el tiempo y se deslizó por encima de la barra americana para poder ir en busca de su pistola, pero fue detenida a medio camino con un golpe que la desestabilizó de la lisa superficie y la mandó al suelo. En vez de caer vencida, se las arregló para rodar hacia adelante, evitando un evidente golpe de espalda y se recuperó con rapidez.
Esperando algún otro movimiento por parte del intruso, se impresionó al ver que en vez de una mujer de conocidos rasgos emergiera de las sombras, en realidad lo había hecho el Soldado.
Había estado tan segura de que Emily Sinclair, la mujer que se había encargado de darle toda la información que ella había usado para enterrar La Colmena, iría en su búsqueda por haberla engañado. Después de todo, esa noticia no existiría si no fuera por la mujer castaña, dado que solo ellas dos sabían de lo que sucedería con la entidad.
Los ojos azules del hombre la observaron con fijeza desde su posición y Alexandra tuvo que disimular el fuerte corrientazo que recorrió su espina dorsal.
Nunca antes le había sucedido algo así.
Estaba en la 'comodidad de su casa', vestida nada más que con una pijama y descalza. Era una vulnerable circunstancia y no había esperado para nada que el famoso Soldado del Invierno le pagara una visita. Pero ella sabía de sobra que la situación no era para nada gratuita.
—¿Cuáles son sus órdenes, soldado? —preguntó con firmeza.
Aunque quizá ya lo debía haber esperado, se decepcionó y alertó en cuanto no recibió una respuesta clara, consolidando sus sospechas en tan solo unos pocos segundos. Aun así, ninguno de los dos parecía tener planeado moverse a no ser que el otro lo hiciera primero, pero la mujer no pensaba adelantarse a nada todavía.
Se sentía incapaz de despegar su mirada de los ojos del hombre, sintiéndose de alguna extraña manera, atrapada y descubierta ante los atentos y analizadores ojos ajenos. Observó con mayor sorpresa cómo esos mismos orbes glaciales parecieron recorrerla de cabeza a pies y viceversa, sin dejar ningún detalle al aire. Ella sabía a la perfección que nada se le escapaba al Soldado. De seguro él ya habría calculado cuáles serían sus siguientes movimientos antes de que la agente Pierce pudiera siquiera llegar a ejecutarlos.
Alexandra también le detalló. Eran pocas las veces que lograba verlo sin esas usuales gafas y máscara de protección. Casi se sorprendió al encontrar a un hombre tan normal como atractivo. Por alguna extraña razón había llegado a acostumbrarse a imaginar que gran parte de su cara estaría bañada en diferentes cicatrices, marcas de guerra y gajes de oficio al ser más un arma para HYDRA que humano. Pero no fue así.
Le agradaba la vista que tenía en frente suyo, aunque no lo admitiría nunca, ni siquiera mirándose al espejo y contándose sus verdades.
Una vez más, incomodada con el silencio ensordecedor que decoraba la escena, dio un paso hacia adelante, no obstante, antes de que cualquier palabra saliera de sus labios, el hombre se movió con extrema rapidez. El golpe metálico que iba en dirección a su cabeza fue esquivado por pocos centímetros y Alexandra tuvo que pensar con rapidez, sabiendo que estaba en clara desventaja. Enfrentarse al asesino más letal del mundo, considerado un mito, un fantasma, no había estado en sus planes esa noche.
Evitando diferentes agresiones y lanzando unos cuantos ataques que eran evitados o retenidos con facilidad, la mujer trató de escabullirse en dirección a su habitación, donde tenía sus armas, pero fue detenida. Con una inesperada llave, la castaña rojiza terminó aprisionada en el piso, una mano de vibranio cortándole la respiración desde el cuello.
—Tal vez un poco de chocolate calme las cosas —escupió con esfuerzo, sintiendo que sus fuerzas comenzaban a disminuir.
Con desespero trató de deshacerse del agarre, empero le fue imposible.
De un momento a otro, con el último resto de energía que le quedaba, trató de usar sus piernas para revertir la situación. No obstante, el Soldado alcanzó a leer sus intenciones antes de que pudiera ejecutarlas y con un limpio golpe en su cabeza, la noqueó.
El hombre observó con interés el cuerpo inconsciente que yacía en el suelo debajo de su propia anatomía. Un extraño escalofrío atravesó su espalda y cabeza, y los rasgos femeninos se volvieron tan familiares que algo pareció desmantelar memorias: unos brillantes ojos verdes observaban su brazo izquierdo.
Sin dudarlo, soltó el agarre que tenía en el cuello de la mujer como si la piel pudiera quemar el metal más resistente de la tierra, pero sobre todo, queriendo dejar de sentirse de esa manera. Aunque nada de eso evitó que una tierna e infantil voz hablara en su cabeza.
¡Qué genial lo que tienes en tu brazo! Yo creo que todo lo que brilla es hermoso, ¿no crees?
Editado.
a-andromeda
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