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02




Cinco años después.

                    Alexandra estaba sentada en el comedor terminando de cenar, cuando escuchó la puerta principal de la casa cerrarse con más fuerza de la necesaria. Gracias al susto, su tenedor cayó en el plato para rematar el silencio que rodeaba su hogar hasta ese momento. Se enderezó en su sitio y esperó a que la persona llegada se anunciara o presentara. No tuvo que esperar mayor tiempo cuando vio a su madre aparecer en su campo de visión.

La esposa de Alexander Pierce entró al comedor afanada, pero una vez que vio a su hija sola cenando, su semblante de pánico se calmó considerablemente. Sin embargo, todavía se podía distinguir la manera en que el cuerpo de la mujer mayor parecía querer dominar algunos temblores. Era como si tratara de contenerse de hacer algo o mostrar alguna otra emoción que terminara de preocupar a su hija.

Victoria trató de regalar una sonrisa tranquilizadora en dirección de la castaña rojiza, pero de inmediato supo que Alexandra ya sospechaba que algo le sucedía. Su hija siempre tuvo unos encantadores ojos verdes expresivos, los cuales eran tremendos a la hora de observar y analizar a una persona.

Sintió por un momento que el corazón se le hacía un puño al pensar que más pronto que tarde, aquella inocencia y pureza emocional le sería arrebatada. De igual manera y, sin realmente querer, le costaba no recordar a Amelia.

—¿Estás bien, mami? —preguntó Alexandra frunciendo un poco el ceño. No era como si hubiera podido evitar notar que su madre se había quedado quieta, observándola de una manera extraña.

La mujer suspiró y tomó asiento a un lado de su hija. Miró con detenimiento el rostro de la niña de trece años y su semblante se iluminó un poco. Ver que las mejillas sonrosadas habían vuelto a tomar lugar le calmaba, pues ese mismo día, Alexandra había tenido una recaída después del desayuno. Era bueno saber que cada vez se recuperaba más rápido.

Recaídas.

Un nombre para algo que no existía. O al menos eso era de lo que se había enterado esa tarde.

Hasta hacía unas horas, Victoria Pierce había preguntado, consultado y hablado con diferentes médicos sobre la desconocida y muy extraña condición de Alexandra, pero no había podido encontrar respuestas ni soluciones. Ahora que sabía toda la verdad, que su propio esposo se la había escupido a la cara sin pelos en la lengua, entendió que hasta ella misma había sabido lo que sucedía de alguna manera. No había sido de inmediato, lo comprendió con el tiempo, no obstante, fue demasiado cobarde como para hacer algo al respecto.

Se había dedicado y acostumbrado tantos años a voltear la cara para mirar a otro lado, que ahora tenía que pagar el precio de lo que había estado sucediendo por años.

Le dolía aceptar que en el fondo era algo parecido a lo que hizo con Amelia, cuando ésta todavía vivía. Pero ya no podía ni quería seguir pisando ese mismo camino, cometiendo los mismos errores una y otra vez, encerrada en un círculo vicioso, temerosa de las acciones e intenciones de Alexander. El miedo la había paralizado por mucho tiempo, así que ahora no permitiría que siguiera siendo de gran influencia en sus acciones, cuando ahora estaba en sus manos el poder de hacer algo.

Y qué mejor momento para salvar a Alexandra que ahora mismo, incluso cuando esa noche era la peor del año. Otro aniversario de muerte de Amelia Pierce.

Ya no podía ni quería seguir viviendo de esa manera. Necesitaba el divorcio y la total custodia de la castaña rojiza, pero nada era sencillo cuando se trataba de Alexander Pierce. El hombre tenía todas las de ganar. Su influencia, elocuencia e inteligencia eran claras, además de que su aparente personalidad recolectada le ayudaba en todas las ocasiones necesarias.

Victoria sabía de primera mano que ese hombre era capaz de manipular a cualquiera y como se le viniera en gana. Era capaz de usar sus habilidades para hacerle creer a los demás que en el momento de tomar decisiones, confiarían ciegamente en que eran autónomas, cuando en realidad eran los deseos de Alexander. Ella misma había estado al otro lado de la cuerda, siendo el títere, la esposa perfecta que era de esperarse.

—Estás volviendo a actuar extraño... —La voz de Alexandra la trajo de vuelta a la aún más cruda realidad.

—Hoy no es un gran día —fue lo único que contestó.

—Ya lo sé. Siempre te pones así en este mes.

Victoria suspiró y se quedó en silencio una vez más. Observó a su hija con detenimiento, viéndola terminar de cenar, notando lo seria y callada que era.

Usaba los cubiertos de la manera correcta, no tenía ni siquiera un cabello fuera de lugar y tampoco se encorvaba hacia la mesa. No decía malas palabras, ni siquiera para explorar la pronunciación de estas o para probar la reacción de sus superiores cuando se le escapara alguna. Por amor a Dios, ¡tenía trece años! Debería ser diferente, debería... aunque en realidad ella fue la que debió haber hecho algo antes.

Era duro ver un alma joven atrapada en esa clase de vida.

Ella quería salvarla, protegerla y llevarla lejos, donde Alexander no la encontraría, donde Victoria misma se encargaría y aseguraría de que Alexandra crecería como se suponía que debía ser. Esa era la esperanza de un mejor futuro para su única hija.

Ya estaba decidido todo. Ya sabía lo que haría a continuación.

—Necesito que alistemos maleta —anunció levantándose de su lugar.

Alexandra frunció el ceño confundida y miró a su madre.

—Nunca me habían pedido eso —recordó con suavidad —. ¿Saldremos de viaje?

—Ahora no es momento de hacer preguntas. Solo hazlo —ordenó y se retiró para comenzar a subir las escaleras.

Ascendió los primeros escalones, aparentando tranquilidad y paciencia, pero cuando ya sabía que su hija no lograría observarla, se afanó hasta llegar a la segunda planta. el golpe de sus tacones de seguro retumbó en el silencio de la residencia, empero poco le importó. Los nervios, mezclados con creciente adrenalina, se estaban comenzando a apoderar de su sistema.

Entró con rapidez a la habitación matrimonial y se dirigió directo hacia el armario. Sin detenerse a pensar en nada más, comenzó a sacar prendas de vestir que necesitaría. No tenía pensado irse tan cargada de cosas, solo necesitaba lo esencial por unas semanas, además de dinero en efectivo, todo el que pudiera encontrar. No quería arriesgarse a que Alexander diera con su paradero gracias a la extracción de dinero de las tarjetas.

Después fue a cambiarse la ropa que llevaba puesta por algo más deportivo, cómodo y neutro, de colores oscuros. Necesitaba llevar un perfil cotidiano, que no llamara la atención ni diera en bandeja de plata a la mujer de un miembro del Consejo, saliendo de la ciudad sin los protocolos debidos. La meta era irse de Washington DC y, si era posible, del país.

Sacó una maleta y comenzó a guardar sus pertenencias en el interior del objeto. En cuanto terminó, cerró la valija y se dirigió a la recámara de Alexandra, encontrándola se pie frente a su armario, pero sin haber sacado nada de este aún.

—¡¿Pero qué es lo que estás esperando?! —exclamó. Cierto desespero fue inevitable de ocultar en sus palabras.

El gritó asustó a la niña, quien se volteó a ver a su mamá. Victoria, sin perder otro segundo, posó la maleta sobre la cama de su hija y comenzó a guardar ropa en ella.

—¿No vamos a esperar a papá? —preguntó casi en un murmullo, viendo a su madre pasar repetidas veces por su lado, tomando las prendas de vestir y doblándolas a la carrera.

Su mamá nunca antes le había hablado de esa manera. Al menos no sin razón aparente.

Los movimientos rápidos de la mayor llegaron a un stop cuando escuchó la inocente pregunta de Alexandra. Su cuerpo se había quedado quieto, pero su mente no se había detenido ni por medio segundo. Inhaló con brusquedad, dándose cuenta de que no sería capaz de formular una respuesta que le resultara correcta para ser expresada ante la menor.

—Él no lo sabe.

—¿Qué? ¿Por qué? —cuestionó acercándose un poco a Victoria, su ceño fruncido en confusión —. Él siempre dice que no podemos ni debemos salir de viaje sin acompañamiento, por nuestra protección.

—Eso no es importante en estos momentos.

—Pero él está en el Consejo Mundial de Segu...

—Sé muy bien lo que Alexander hacer. Ahora no me cuestionas y hazme caso de una buena vez —le interrumpió con severidad.

Alexandra supo en ese momento que ya no debía abrir más la boca.

No necesitaba más indicios para saber que su madre se estaba portando de una manera casi histérica, sin embargo, las razones que pudiera haber llevado a la mujer a ese estado, resultaban desconocidas para ella. Quizás Victoria sabía de algo que Alexandra no. De todas maneras, la joven sabía que algo más allá de su entendimiento sucedía, pero ahora no creía poder encontrar las palabras exactas para poder hacer las preguntas correctas.

De haberlo logrado, tal vez su madre no las hubiera contestado de todos modos.



Aproximadamente una hora después, Victoria y Alexandra estaban en un taxi rumbo a la terminal de buses de Washington DC. La menor todavía no sabía bien qué era lo que sucedía, pero notaba con facilidad la manera en que la tensión abandonaba un poco el cuerpo de su madre, a pesar de que cada dos por tres, ella miraba por las ventanas o hacia atrás.

Entonces la niña sabía que su progenitora estaba menos incómoda, pero al mismo tiempo alerta.

Eran detalles sobre los cuales la habían instruido y educado desde temprana edad. El estar pendiente de los cambios mínimos en la actitud y semblante del otro, atenta a los lenguajes faciales y corporales y de ahí, sacar una hipótesis de la situación. Su papá se había tomado mucho tiempo para realizar tales ejercicios con ella. No sabía si los demás padre harían eso con sus hijos, pero sin importar qué, ese fue el tipo de tiempo de calidad que solía compartir con él.

No quería hacer eso con su propia madre, pero dado que ella no le compartía ninguno de sus planes, a Alexandra no le quedaba de otra más que comenzar a hacerse preguntas internas y repasar en su cabeza todos los escenarios posibles, previos a la llegada de Victoria a la casa. Era algo que Alxander le había enseñado también, con ayuda de los otros tutores que eran contratados para su educación. Exigían que aquello se convirtiera en una segunda naturaleza para ella, de manera que tenía que hacerlo constantemente.

Pero el hacerlo con su mamá, sentía que pasaba una fina línea invisible en su relación. No parecía ser justo en esos momentos. Los role estaban claros y formaban vínculo vertical, por lo que decidió no cuestionarla, no analizarla de tal forma y simplemente hacer caso.

—Creo... —comenzó Alexandra, evaluando las aguas y revisando su mochila —, que no traje mi medicina.

Pero la respuesta que recibió por parte de la mayor, fue inesperada.

—De todas maneras ya no necesitarás esa basura —declaró con seriedad.

En cuanto llegaron a su destino de esa noche, Victoria le pagó al taxista, para después agarrar la mano de su hija y salir del carro. Luego de recibir la maleta que contenía las pertenencias de las dos, comenzaron a caminar entre el gentío que se arremolinaba en la terminal. Era normal que hubiera mucha gente en esos espacios, pero aquello no le estaba ayudando con sus nervios ni ansias de querer salir de la ciudad.

En cuanto tuvieron los tiquetes pagados y en sus manos, las dos se dirigieron al lugar de espera, donde estaría parqueado al frente el bus que las llevaría a una nueva vida.

Alexandra, queriendo ignorar sus impulsos de sacar otra pregunta, que lo único que haría sería exaltar negativamente a su madre, optó por quedarse en completo silencio una vez más. Eran claras las ganas de huir en Victoria, incluso para ella, pero quería irse por el pobre pensamiento de que quizás la menopausia estaba haciendo de las suyas antes de tiempo.

Mientras esperaban el momento para poderse subir al transporte, la niña observó sus alrededores. Habían varias personas y también pudo distinguir algunas familias, pero hubo una en particular que llamó su atención: era un padre, esposa y un hijo. Los tres parecían estar esperando a alguien, puesto que no quitaban sus miradas de uno de los buses que acababa de llegar. De repente, la cara de aquella familia se iluminó y la madre empezó a llorar a la vez que los demás hacían señas y exagerados gestos con sus brazos. Alexandra observó la interacción con cuidado, hasta que se dio cuenta que un muchacho de unos veinte años, se dirigía hacia el trío.

Al ser espectadora de aquella imagen, su pecho no pudo evitar sentir algo extraño, mucho más cuando ese algo se intensificó al ver la manera en que todos se estrechaban entre sus brazos. Apartó la mirada de repente al comenzar a descifrar lo que sentía, algo muy cercano a lo que no se había detenido a pensar siquiera.

Sí, Alexandra Pierce lo tenía prácticamente todo, pero de todas formas, también sabía lo que le hacía falta. Y no tenía nada que ver con lo material.

Al volver a pasear su mirada por la terminal, se volvió a sentir incómoda.

Nunca antes había estado en un lugar así. Nunca había ido a la escuela, ya que ella solo recibía tutores y clases en casa. Cada año era una persona diferente, que le enseñaba cosas nuevas de acuerdo con sus avances académicos. Razonamiento lógico, idiomas, todas las ciencias e incluso algunas artes marciales. En realidad ella no tenía amigos de su edad, aunque eso hasta ahora no había sido un mayor problema, ya que había conseguido forjar una buena relación con las niñeras que se encargaron de ella en cada etapa de su corta vida.

—Vámonos.

La castaña rojiza se sobresaltó un poco al escuchar la firme voz de su madre, pero se alegraba de poder estar al lado de ella. No lo iba admitir en voz alta, pero en esos momentos se sentía algo asustada. Desde que habían llegado a la terminal, Alexandra se había comenzado a sentir extraña. Sabía de sobra que no tenía nada que ver con su condición de salud, porque ya reconocía los síntomas de antemano, sino que había algo más que le preocupaba de alguna manera.

Después de que la preadolescente asintiera con la cabeza, madre e hija, tomadas de la mano, comenzaron a hacer la fila para subir al bus.

Una pequeña alarma se encendió en la cabeza de Alexandra, quien comenzó a observar con mayor detenimiento su entorno. Se estaba sintiendo algo paranoica, quizás el resultado de haber estado al lado de Victoria la última hora y ser consciente de esa misma paranoia, pero aparte de eso, de alguna manera presentía que algo iba a pasar. Era inexplicable. Quizás el sentirse observada tenía que ver mucho con esas incómodas y desconocidas sensaciones.

Al sentir un jalón por parte de su madre en su mano, siguió el camino. Victoria tenía un agarre de metal sobre la mano de su hija para no perderla de vista por nada del mundo.

—¿Adónde vamos a ir exactamente? —preguntó después de unos segundos.

En el momento en el que se volteó a observar el rostro de su mamá, el tiempo pareció acelerarse.

Escuchó una especie de zumbido y un milisegundo después, la sonrisa forzada en los labios de su progenitora se desvaneció por completo, para ser reemplazada con una ahogada exclamación. El agarre que ejercía una gran presión en los dedos de Alexandra se intensificó un momento más, para después soltarse por completo a la vez que el cuerpo de Victoria Pierce cayó al suelo.

Con miedo, la castaña rojiza observó que había algo raro en la frente de su mamá, pero no supo qué hacer en esos momentos. Cayó de rodillas a un lado de la anatomía desplomada en el piso y después sus ojos miraron el caos que se levantó en la terminal de buses. Escuchó gritos, llantos y vio a todos alejarse de ella y su mamá, el rostro de horror perfectamente pintado en todas sus expresiones, pero ella solo se sentía confundida.

No fue hasta que bajó la mirada, cuando se dio cuenta que estaba arrodillada al lado de un charco de sangre. De pronto fue en ese mismo instante, o quizá un segundo después, cuando sus dedos temblorosos hicieron contacto con aquel liquido carmesí. Se negaba a creer en lo peor. Todavía guardaba una mínima esperanza de que su madre estuviera bien.

Así que, con esfuerzo y haciendo ojos ciegos a toda la sangre que la rodeaba, volteó el cuerpo de Victoria para que esta quedara mirando hacia ella. Pronto se arrepintió de haberlo hecho, cuando la imagen con la que se encontró congeló todo su ser.

Su mamá tenía todo un lado de la cabeza reventada, mientras que el otro solo tenía un único y hasta limpio agujero.

En cuanto sintió la pérdida, gritó con todas sus fuerzas, llorando. Se levantó tambaleante y trató de detener a alguien que le pudiera ayudar, pero todo el mundo huía de su presencia. Quizás ayudar a una niña empapada de sangre, que ni siquiera podía formular una frase o pregunta coherente, no eran los planes de ciudadanos aterrorizados.

Desesperada, volvió a ver el cuerpo fallecido de su madre y fue consciente por primera vez, que su rostro no estaba solo mojado de lágrimas, pues en el momento en que se relamió los labios, las arcadas se hicieron presentes. Aquel sabor metálico era distinguible por entre todas las cosas.

Comenzó a alejarse de la escena de espaldas hasta que decidió comenzar a correr, yendo al otro lado del gentío que estaba quedando despejado, pues no tenía razones para mezclarse entre desconocidos que se negaban a prestarle una mano. Además, el aire se sentía restringido y el cerebro parecía querer salírsele del cráneo. A pesar de no saber a dónde se dirigía, a dónde la llevaría aquel camino escogido, nada de eso impidió que ella se siguiera alejando en esa misma dirección.

Cuando las luces de la terminal quedaron atrás, junto con todo el caos y el cuerpo de su madre, fue cuando decidió detenerse. Las piernas le fallaron por completo y cayó sobre el asfalto, llorando y siendo presa del frío de la noche y las sucias calles.

Le era imposible registrar bien en su mente todo lo que acababa de sucederle. Tampoco quería hacerlo. Solo quería despertarse llorando o gritando, para que después alguien entrara a su habitación y le asegurara que ninguna de sus pesadillas era real. Se puso a cerrar y abrir los ojos desesperada, deseando encontrarse con un nuevo panorama, bajo la protección de esas paredes que la habían acompañado toda la vida, pero la imagen que le daba la bienvenida con cada forzado parpadeo, era el mismo cielo oscuro, sin estrellas, sin luz.

Era como si la misma oscuridad le señalara que la esperanza ya no existía.

Lo peor de todo, era que Alexandra en realidad no sabía lo que había sucedido ni por qué. Simplemente pasó.

Y ella no pudo hacer nada; nada en absoluto.






Editado.

a-andromeda

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