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                    La niña abrió los ojos con lentitud y se encontró con el techo de su habitación, el cual era decorado con estrellas, planetas y lunas de diferentes tamaños que brillaban de noche. Se pasó una pequeña mano sobre la frente, secándose con cierto desagrado el sudor de su piel, así que después de eso, decidió alejar las sábanas de su cuerpo. El calor que sentía en esos momentos le estaba empezando a desesperar.

Se movió a prender su lamparita que tenía sobre el nochero a un lado de su cama. Se imaginaba que su mamá había estado un rato con ella, pues esa tenía que ser la única razón por la que estaba a oscuras. Aunque en realidad no era como si lo pudiera recordar con exactitud. Cuando ella enfermaba de esa forma, rememorar cosas que pasaron recientemente, en medio de su malestar, no era algo que lograra hacer. Su mente iba y venía, daba saltos entre la consciencia e inconsciencia, confundiéndola, produciéndole dolorosos e interminables escalofríos.

En cuanto quedó sentada sobre su cama, el movimiento le provocó náuseas y se tuvo que afanar en llegar al baño de su cuarto. Al arrodillarse ante el inodoro, después de abrir la tapa, inclinó su cabeza hacia el mismo. Tuvo unas cuantas arcadas, su estómago encogiéndose furiosamente ante la incontrolable reacción, sin embargo, nada salió de su boca, solo la saliva que terminó por escupir.

Era de esperarse. Se había sentido tan mal después del desayuno, que no había sido capaz de almorzar, ni siquiera de ver u oler comida. Al parecer también había pasado toda la tarde en cama. Alexandra sabía que estaba enferma, aunque la razón era desconocida para ella, no podía ignorar su realidad; de hecho la aceptaba y lo hacía bien cuando podía.

El espíritu de cualquier niño era muchas veces difícil de aplacar y ese era justo su caso, al menos la mayoría de las veces. Era verdad que ansiaba poder salir a jugar o montar bicicleta con sus vecinitos, y aun así, aceptaba que no era algo que tenía permitido hacer. Además, confiaba ciegamente en que su papá lograría encontrar a algún médico o científico, el cual se terminaría convirtiendo en su gran héroe, cuando la razón a sus malestares fuera al fin solucionada. Después de todo, cosas buenas le sucedían a las buenas familias, ¿no es así?

Se levantó del suelo, vació el inodoro y fue a lavarse la boca y la cara, para después terminar observando su reflejo en el espejo. Era una chiquilla pálida y la luz blanca del baño no colaboraba mucho con su fantasmal tono de piel. Después, sus ojitos verdes fueron a parar en su enmarañado cabello castaño rojizo. Trató de desenredar las hebras con su cepillo azul preferido, pero los brazos se le cansaron con rapidez y desistió de la acción.

Salió del baño y de su recámara, dejando la lamparita del nochero encendida. Cuando estuvo en medio del pasillo de la segunda planta de su hogar, se dio cuenta que todo estaba apagado. Se removió un poco en su lugar, sopesando la opción de ir a la habitación de sus progenitores, aunque no estaba segura si se encontraban los dos dormidos o no. En realidad no le sorprendería si solo encontraba a su madre descansando, pues el trabajo de su papá era bastante exigente, con horarios diferentes y cuestionables.

Al final decidió dirigirse a las escaleras para bajarlas, queriendo buscar algo de comida. Ya tenía ocho años, por lo tanto ella declaraba en su interior que ya podía hacer cosas de niña grande, encima el malestar se disipaba poco a poco, a medida que pasaba el tiempo.

En cuanto llegó al primer piso de la gran casa, prendió la luz de la sala, pero terminó achicando los ojos y caminando con rapidez hacia la cocina. El bombillo había resultado siendo bastante potente para sus adormilados ojos verdes, por lo que dejó la luz de la cocina apagada. Fue directamente hacia la nevera, abrió la puerta y sacó la caja de leche para calmar la acidez de su estómago. Cuando dio media vuelta para poner la bebida en la isla de cerámica, se dio cuenta por primera vez que no estaba sola.

Al otro lado de dicha isla, se encontraba sentado sobre uno de los taburetes, un hombre. Iba vestido completamente de negro y tenía un brazo puesto sobre la lisa superficie. Había algo negro a un lado de su mano, algo que Alexandra no pudo identificar.

Ambos quedaron petrificados en sus lugares, mirándose sin saber qué hacer a continuación.

Ella ya había visto al desconocido en ocasiones pasadas hablando con su papá, cuando su curiosidad le ganaba. Quería saber qué tanto hacía su progenitor, entonces escuchaba a escondidas. Al final no encontraba nada interesante, más que charlas aburridas de adultos que su cabeza no lograba comprender aún. Siempre le insistían con que no podía acercarse al hombre de cabellos castaños oscuros y mirada ausente, que no podía mirarlo ni dirigirle la palabra, no obstante, ella sentía demasiado interés, a pesar de haber recibido diferentes regaños y gritos. Sabía que no le quedaba nada más que obedecer, en realidad no le gustaba que le gritaran.

De repente, la mirada de la niña se desvió del rostro del hombre y fue a parar por detrás del mismo. Sus ojos se iluminaron, como si acabara de encontrar algún tesoro. Sin tomarle importancia a nada más en el mundo, una tierna sonrisa se dibujó en sus labios y se dirigió a su nuevo destino. Agarró la bolsa que contenía malvaviscos de colores pasteles, e inmediatamente después encontró el recipiente que sabía que contenía su chocolate en polvo preferido.

Agarró dos tazas grandes de la alacena baja y se dispuso a preparar una de sus preferidas bebidas calientes.

En verdad esperaba no encontrar su cena en el microondas, ya que los alimentos que sus padres le hacían comer resultaban muchas veces insípidos y con demasiado color verde. Le gustaba el color de sus ojos, pero no le gustaba la comida verdosa. Alexandra en realidad prefería otros colores, el dulce y la sal, aunque no le daban muchas opciones.

Mientras la niña sacaba un plato lleno de comida de que no le agradaba para nada, el intruso se quedó quieto, observándola con cierta alarma pintando la expresión de sus ojos.

¿Quién era? ¿Quién era esa persona tan pequeña?

La contextura, el tamaño y el porte no parecían presentar una amenaza, pero sin poder evitarlo, por mera costumbre de supervivencia, su cuerpo estaba tenso como una roca. Llevaba varios minutos manteniendo la misma posición, incluso antes de que la chiquilla se diera cuenta de su presencia.

En cuanto cuando la niña pasó por un lado suyo, había tenido el impulso de levantarse de su sitio, sin embargo esas no habían sido sus órdenes. Debía quedarse quieto y esperar. Sí, esperar, pero también estar alerta ante cualquier peligro.

Observó con atención las acciones que ella realizaba y los objetos que tenía en brazos. Parecía algo sencillo y por un momento, juró que las lagunas de recuerdos en su cabeza se removieron en el momento en que, inconscientemente, encontró una familiaridad inesperada con lo que veía desarrollarse ante él.

Al momento de escuchar tres pitidos, su cuerpo reaccionó de manera automática y agarró con fuerza su pistola Intratec TEC-38. Ojos frenéticos y azules se movieron alrededor del espacio, en busca de la desconocida fuente del sonido hasta que la mirada se asentó en una caja metálica que iluminaba su interior. Frunció el ceño en confusión.

Volvieron a sonar tres pitidos y Alexandra aplaudió con ánimo, para luego abrir la puerta del microondas. Contenta, notó que los malvaviscos se habían derretido casi que por completo, justo como a ella le gustaban. Agarró con cuidado una taza, no queriendo quemarse ni mucho menos regar al suelo un poco de esa maravillosa bebida achocolatada. Dejó el primer tazón sobre la isla, enfrente de un taburete vacío, a un lado de la cena que sí terminó encontrando en el interior del microondas, cuando lo había abierto por primera vez. Por último, tomó la otra taza entre sus manos, se acercó al hombre y la dejó ante él.

—Es mi bebida favorita. ¡Quizá la tuya también! —exclamó a la vez que se sentó en su lugar, complacida con sus habilidades culinarias.

Sí, tal vez no debía estar hablando con ese hombre como lo tenía ordenado por parte de sus padres, pero ninguno de los dos estaba presente. Así que si ella no decía nada, nadie se enteraría. Por lo menos si el desconocido tampoco decía algo al respecto y ella esperaba justo eso, ya que sabía que se metería en grandes problemas.

Tenía muchas ganas de guardar su comida en la nevera, a pesar de que estaba consciente que al día siguiente su mamá la reprendería. Acercó el plato hacía sí a regañadientes, su cuerpo desinflándose en su sitio, pero no hizo ningún intento de comenzar a comer, solo se dedicó a observarlo con una mueca.

Dándose cuenta del gran silencio que rodeaba el ambiente, esperó con ansias alguna clase de respuesta verbal por parte del hombre que había quedado a su diagonal derecha. Pero no escuchó nada. Ya ni siquiera estaba segura de que estuviera respirando o no. Frunciendo el ceño, lo volteó a ver y se dio cuenta que él estaba observado con una expresión extrañada en su rostro, la taza que descansaba en frente suyo.

—¡¿No te gusta el chocolate con malvaviscos?! —preguntó, sintiéndose alarmada. Abrió los ojos e infló el pecho —. Eso no puede ser posible —concluyó pensativa y agachando la mirada —. Supongo que mejor debí haber preguntado antes qué querías...

Esperó otros segundos, pero tampoco recibió respuesta.

» ¿Te gustan las verduras? —curioseó esperanzada, volviendo a alzar la vista hacia el hombre. De pronto él sería su salvación por esa noche y ella no tendría que comer nada verde.

Pero al no volver a recibir contestación, terminó encogiéndose de hombros y deslizando el plato hacia su invitado, para así ella poder empezar a tomar de su chocolate. Después de todo, se suponía que a los adultos les gustaba ese tipo de alimentos, así que él no tendría que ser la excepción a esa regla que ella se acababa de inventar, todo con tal de librarse de lo que no quería comer.

Como cualquier niña de su edad, se entretuvo por un momento moviendo los pies, los cuales no alcanzaban a tocar el suelo al estar sentada en el taburete, tarareando una canción que le gustaba mucho de uno de los tantos programas que veía en televisión. Luego intentó hacerse un bigote con espuma para enseñárselo al hombre mudo, pero falló en su cometido ya que los malvaviscos estaban demasiado derretidos y lo único que hizo fue mancharse la cara más de lo esperado. Pasó su lengua por su labio superior y luego hizo lo mismo, usando la manga de su buso. Por último lo observó, su curiosidad a flor de piel.

Sabía de sobra que, si él no se tomaba el chocolate que había preparado con tanto esmero, ella lo haría. No todos los días compartía eso, aunque sí le dejaría todas las verduras.

De pronto algo destelló en la oscuridad y Alexandra bajó la mirada hacia el brazo que estaba encima de la cerámica. Abrió más los ojos, impresionada.

—¡Que genial lo que tienes en tu brazo! Yo creo que todo lo que brilla es hermoso, ¿no crees? —Sus anteriores intentos de no hacer conversación se fueron por la borda en ese momento —. ¿Lo puedo tocar? —preguntó con ilusión pintando sus palabras.

Para impresión de ambos el hombre acercó con cautela el brazo hacia la niña, con la mano extendida y la palma mirando hacia el techo. Solo se detuvo unos cuantos centímetros, antes de tocar el pequeño antebrazo derecho de Alexandra.

Ella suspiró deslumbrada, observando con suma atención el guante plateado que parecía revestir la mano del hombre. Sin dudar otro segundo, poso su pequeña mano sobre la de él.

El contacto frío la sobresaltó en un principio, empero no se alejó ni dejó de hacer contacto, de hecho, había quedado más fascinada que antes. Comenzó a mover los dedos para así acariciar la extremidad, dándose cuenta que aquello no parecía ser un simple guante.

—¿Qué es?

Sin embargo, antes de que pudiera recibir respuesta, la cual pudo haber sido la primera en toda la noche, se escucharon unos pasos seguidos de un grito.

Asustada, la niña miró hacia la fuente de la voz encontrándose con su padre. El rostro enrojecido del hombre denotaba furia plena mientras miraba la escena. Inevitablemente, Alexandra se encogió en su lugar y los ojos se le aguaron, pero antes de que ella se pudiera levantar e ir hacia su progenitor, fue empujada hacia otra dirección. Al no haber esperado el brusco impulso, se tambaleó y tumbó los platos que estaban sobre la isla, la porcelana y ella cayendo al suelo con un estruendo.

Ahora estaba llorando, confundida y adolorida, además de asustada, al ver el escandaloso líquido carmesí pintar las baldosas del piso. Se había cortado.

Comenzó a escuchar muchas voces de repente, muchos gritos y órdenes por doquier, pero Alexandra no se podía concentrar en nada. Al momento en que sintió que muchas sombras opacaban su vista de sus manos cortadas, alzó la cabeza con el rostro sonrojado y mojado de lágrimas que no dejaban de resbalar por sus mejillas, para darse cuenta que el hombre al que le había hecho chocolate caliente, estaba siendo escoltado por otros cuatro hombres fuera de la cocina. Se quedó quieta en su sitio, observando la escena que se desenvolvía ante ella, con susto marcado en su expresión y encorvada posición.

En cuanto el desconocido se volteó a verla una última vez antes de ser retirado por completo del lugar, Alexandra Pierce supo de inmediato que jamás olvidaría esos confundidos ojos azules observarla sin interrupción.

Cuando el lugar se hubo despejado, su padre caminó y se agachó ante ella para regañarla, justo como ella lo había esperado desde que supo que estaba haciendo algo que no debía. En verdad había esperado que no se enterara nadie de su pequeña rebeldía, pero quizás al final, ella no debió haber compartido su chocolate con malvaviscos esa noche.






Editado.

a-andromeda

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