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Capítulo 1: La jerarquía

Su propia madre lo había traicionado.

Aunque, a decir verdad, ni siquiera debió haberse sorprendido. No debió sentir esa indignación cuando ella le informó, con tanta tranquilidad como si sólo hablase del clima, que desde ese día dejaría de vivir allí para mudarse con su nuevo alfa. Un alfa que le asignaron sin siquiera consultar su maldita opinión.

¿Por qué no dejaba de impactarle? Toda su vida supo lo que pasaría en su decimoctavo cumpleaños.

Sin embargo, no creyó que fueran a echarlo tan pronto. Por alguna razón pensó que lo conservarían durante un tiempo más... y no que lo sacarían a patadas la misma semana que dejaba de ser un cachorro para convertirse en un adulto. Se sentía un idiota. ¿Cómo es que, a esas alturas, seguía esperando un destello de amabilidad en ese lugar al que nunca pudo llamar un hogar?

Desde el momento en que nació como un simple omega fue despojado de todo derecho dentro del clan al Ghul. Solamente serviría para fines de lucro que aumentaran la fortuna familiar. No era digno de ser el heredero o líder de nada, y todos lo sabían.

Fue justamente eso lo que lo privó del respeto que debió haber tenido por ser el nieto de Ra's al Ghul, el líder del clan. Antes de su nacimiento, todos tenían las expectativas altas y visualizaban a Damian como el hombre que los regiría con orgullo y honor, mas al saberse su casta no acabó siendo otra cosa que un terrible error en el noble linaje de sus antecesores, la mancha del árbol genealógico. Incluso su propio abuelo lo despreciaba, pues no lograba entender cómo, de su fuerte genética, había salido un niño omega, débil y patético.

Así eran las cosas. Sus genes recesivos lo convirtieron en un blanco de aversión y vergüenza para todos.

De haber sido un alfa, incluso un beta, su situación pudo ser diferente. Su futuro pudo ser mejor. Pudo haber vivido con todos los privilegios que gozaban los hijos de los líderes al Ghul y no con un destino condenado al servicio de una raza superior.

Desde pequeño deseaba poder arrancarse su jerarquía del cuerpo. Incluso si quedaba sin nada, era mejor que perder todo por ser un maldito omega.

Pero no había manera de cambiar lo que ya estaba a tan pocos minutos de suceder. No podía hacer nada en ese momento cuando nunca antes logró alterar su futuro, así que ahí estaba, tomando el último baño en el palacio en el que creció para “ponerse guapo” para el infeliz que lo posería de ahora en adelante como su alfa.

Alfa. No había palabra en el mundo que Damian detestara más. No existía otra cosa que le causara tanta repulsión como esa jerarquía dominante que tanto poder tenía sobre la suya, esos imbéciles que nacían con la vida resuelta y que eran todos iguales: oportunistas, soberbios e insoportablemente posesivos. Creían a los omegas de su propiedad. Los odiaba.

Y, al mismo tiempo, siempre deseó ser uno de ellos.

Desechó su pensamiento estúpido concentrándose en la vestimenta que descansaba sobre su cama. Un traje de tela blanca de seda —ni muy transparente ni muy opaca— que constaba de una sola pieza y adornos de hilo dorado. Los pantalones holgados terminaban en los tobillos y estaban ceñidos a la cintura en una especie de corsé con aberturas intencionales en el pecho para mostrar piel. También había un collar color oro que cubría todo desde su mandíbula hasta el final de su cuello, dando espacio a las clavículas de las que Damian tanto podía presumir.

Sí, era un hombre agraciado; uno de los pocos y contados beneficios de sus genes omega. Si no fuera porque el hecho de ser atractivo provocaba que los alfas lo vieran con perversa lujuria, como a un objeto, quizás podría agradarle su aspecto.

Pero más que vanidoso, era orgulloso, y la simple idea de llevar puesta esa cosa como símbolo de su propósito sexual para con alguien más le daba asco.

Lamentablemente para él, a nadie en el clan le importaba cómo se sintiera respecto a lo que hacían con su vida. Daba absolutamente igual que movieran sus hilos a su antojo, él no podía quejarse u oponerse. Mucho menos cuando estaba a punto de ser entregado a un hombre que pagaría mucho por él.

Entre maldiciones y refunfuños se vistió, luego dio una rápida mirada al dormitorio y las cosas que nunca más volvería a ver. ¿Es que ni siquiera podía hacer maletas? No, porque los omegas no eran dueños de nada, según las creencias de su clan.

Ah, el clan... Extrañaría tanto estar allí.

No porque fuese a extrañar a la gente de Nanda Parbat o porque le interesara vivir en un enorme palacio, sino porque sabía que lo que estaba por venir sería un maldito infierno.

—Es hora —le informó uno de los sirvientes de su abuelo educadamente, aunque no intentó ocultar su desprecio por el omega.

Damian chasqueó la lengua, molesto. Pasaría de vivir en un lugar donde era menospreciado por su raza a otro donde sería utilizado y humillado por la misma razón. Sería mil veces peor tener que ser el esclavo de alguien más que soportar unas cuantas malas miradas de su supuesta gente.

Bajó por las escaleras a la sala principal, sintiendo cada vez más la nostalgia de una caída que todavía no sucedía, pero era tan inminente que ya podía imaginar cómo sería la mierda de tener un esposo.

Miró a su madre por última vez, tratando de encontrar algo de tristeza en sus ojos. Algo, el más mínimo gesto que le demostrara que de alguna manera le dolía dejar ir a su hijo.

Pero no hubo nada. Sus ojos oscuros estaban vacíos, tan carentes de cualquier emoción. Y aunque ya se lo esperaba, Damian se decepcionó. Por un momento quiso creer que a ella le importaba, pero al final del día Talia sólo había tenido un hijo con el fin de criar al siguiente alfa que guiaría a su manada. Ella nunca quiso un hijo, sino un digno heredero, y un omega jamás podría serlo, así que no le servía y lo más fácil era desecharlo a cambio de un dinero que sí podía serle de utilidad.

—Adiós, madre.

Ocultando lo mal que se sintió al no recibir respuesta, avanzó con el mentón alzado en señal de indiferencia y egocentrismo. Mostrarse tan bien como no se sentía era la solución.

Cruzó los enormes jardines en los que ya nunca más podría salir a perderse por las noches y subió al auto, sentándose en la parte de atrás junto a los nefastos alfas que iban a custodiarlo durante todo el trayecto para asegurarse de que no intentara una tontería. Quizás lo escoltarían amablemente hasta la cama del otro puto alfa.

Al menos todavía faltaban un par de semanas para que llegara su siguiente celo, por lo que en ese momento no había ningún rastro de sus feromonas que pudiera... Un momento, el celo.

Pensar en la palabra lo tensó. No permanecería ni un mes tranquilo en aquella nueva casa, pues el celo llegaría pronto para nublar su razón y su autocontrol, como había sucedido un par de años atrás.

Recordaba su primer celo. Fue cuando tenía quince años, y tanto el calor en su cuerpo como la fuerte necesidad de algo fueron sensaciones que no le agradaron nada... Por suerte, de inmediato fue llenado con un buen suministro de inhibidores que esconderían su olor, ese que atraía a los alfas. Si bien así evitaría causar tentaciones innecesarias, los cosquilleos en el cuerpo y la necesidad de encerrarse eran sensaciones muy incómodas, y Damian se sentía tremendamente estúpido buscando formas de autosatisfacerse. Por eso exigió supresores de la mejor marca, para dejar ese horrible periodo a un lado.

Bajo el techo de los al Ghul siempre tuvo a su disposición aquellos fármacos; era obligación de su madre dárselos para evitar inconvenientes. Por supuesto que, en lugar al que se dirigía, ya no le darían nada. Evidentemente el alfa querría follarlo tan pronto como detectara su olor.

Damian no iba a permitir eso, pero tampoco podría evitar su celo. Después de todo, era vulnerable ante sus necesidades biológicas. Era quien saldría perjudicado si se acostaba con alguien. Era un omega.

Tendría que autocontrolarse, guardar fuerzas para poder sobrevivir a su primer celo después de mucho tiempo. Cuando el momento llegase, no dejaría que las hormonas ganaran y lo llevaran a cometer una estupidez. No cedería por ningún motivo.

No perdería jamás ante un maldito alfa.

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