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02

02: LA RESERVA

La Reserva de Greyback Mountain tenía dos perímetros de seguridad. El primero a unos tres kilómetros de las instalaciones militares, formado por diferentes puestos de vigilancia y bases portuarias; el segundo se trataba de un muro de metro y medio de ancho y ocho metros de alto. Lo suficiente para que ni un animano pudiera escalarlo. La única forma de traspasarlo era por las enormes compuertas metálicas situadas en varios puntos estratégicos alrededor de la Reserva o, como lo hacía yo, por el aire.

Las vistas desde allí eran impresionantes, dignas de cualquier documental o película fantástica. Sobrevolar las escarpadas montañas repletas de valles y colinas que casi parecían sacadas de un sueño, fue una experiencia sobrecogedora; aunque quizá también se debiera a lo acojonado que iba en mi asiento, mirando por la puerta abierta y agarrado con fuerza a la cinta de seguridad.

Había mentido al Capitán al decirle que me encantaba volar, porque lo odiaba. No eran las alturas lo que me perturbaba tanto, sino el hecho de estar flotando en el aire sin suelo firme a mis pies. Ni las maravillosas vistas consiguieron mitigar la ansiedad que me hacía apretar la cola alrededor de mi cintura, ni el nerviosismo que me producía un incontrolable tic en los bigotes, los cuales movía sin parar de un lado a otro.

Cuando empezamos a descender en un claro al lado de un enorme lago, marcado por una torre de repercusión que, sin duda, era de facturación beta, me sentí mucho mejor. No dudé en saltar sobre el mar de hierba arremolinada y salvaje sin si quiera esperar a que el helicóptero tomara tierra. El soldado de apoyo fue el que recogió la mochila por mí y la tiró desde los tres metros de altura que ahora nos separaban. Yo le tiré los cascos a cambio y, con una sonrisa, me despedí con la mano. Él, sin embargo, quiso mantener las formas y dedicarme un saludo militar de mano en la frente.

—Buena suerte, alférez —me gritó por encima del rugido de las aspas.

Perdí la sonrisa al momento y bajé la mano. Había que ser gilipollas... En una misión de infiltración y gritando aquello... Por suerte, esperaba que el ruido hubiera ocultado aquel grave error por parte del soldado y les miré ascender de nuevo entre el cielo gris y la fina lluvia.

Entonces, cuando se hizo de nuevo el silencio y el viento dejó de removerse a mi alrededor como un huracán, me apoyé mejor la mochila al hombro y apreté la correa con fuerza, descargando algo de la tensión que me atenazaba las entrañas. Que no hubiera querido mostrar mi preocupación delante de Eunwoo, no quería decir que no estuviera preocupado. Me enfrentaba en solitario a una misión en territorio hostil y enemigo, desarmado y sin posibilidad de recibir apoyo. No sabía lo que iba a encontrarme allí dentro y, aunque yo fuera «uno de ellos», eso no quería decir que me fueran a recibir con los brazos abiertos.

Tragué saliva y cogí una buena bocanada de aire antes de mirar el inmenso prado a mi alrededor, rodeado de escarpadas montañas y el lago. Desde allí dentro, casi parecía estúpido pensar en que se tratara de una cárcel. Porque, al fin y al cabo, aquello era lo que significaba la Reserva: un lugar apartado y vigilado para los animanos salvajes y descontrolados que no podían o no querían integrarse en la sociedad beta.

Como soldado entrenado en supervivencia, lo primero que hice fue sacar mi brújula del bolsillo de la cazadora impermeable y el mapa del interior de la mochila. Allí no había camino ni señalización alguna que seguir, pero si las coordenadas eran las correctas, solo debía seguir la dirección Sureste, encontrarme con un río y descender su cauce hasta encontrar El Pinar. Seguí el recorrido con el dedo, arrastrando las finas gotas de lluvia que habían caído sobre el mapa. Se trataba de unos veinte kilómetros a pie, quizá tres horas andando a buen ritmo o dos si lo hacía trotando.

Pero la pregunta era: ¿quería ir yo al Pinar? Era un núcleo de población importante, sin embargo, no estaba del todo seguro de cómo me recibirían allí o cómo me tratarían. Si intentaban apresarme, herirme o... incluso utilizarme para reproducirse; habría sido un error estúpido por mi parte ir directo a la trampa. Yo podía sobrevivir perfectamente en el bosque, buscar refugio, explorar sin ser visto y sin llamar la atención. Aquélla no...                                                              
—¡Hola! —oí de pronto.

Alcé la mirada del mapa al instante, sintiendo como el corazón se me detenía en el pecho.

Un hombre estaba fumando tranquilamente en pipa a apenas cinco metros de mí, cubierto de la lluvia bajo un rudimentario paraguas hecho con madera y algún tipo de tela. No le había oído acercarse, ni siquiera le había olido, y mis sentidos eran prácticamente infalibles. Sin embargo, la sorpresa de haber sido sorprendido de aquella manera fue sustituida rápidamente por lo desconcertante de la imagen que tenía ante mis ojos.

Aquel hombre parecía sacado de una serie de dibujos animados infantiles; su ropa, su pelo, su cuerpo rechoncho, la forma en la que fumaba su pipa y el estúpido paraguas que sostenía en su mano. Lo más increíble de todo era que, aquel hombre tan caricaturesco, era un tan temido y aterrador alfa.

El primero que había visto en mi vida.

¿Cómo lo reconocí? Porque, ellos, al contrario que nosotros los omegas, cruzaban más allá la línea entre lo humano y lo bestial. No se trataban solo de unos graciosos bigotes, unos cuernos o una cola peluda, sino de una extraña y perturbadora mezcla entre ambos mundos. Este alfa en cuestión parecía «una cabra montesa». Como un fauno; pero no de los sexys con el pecho al descubierto que tocaban la flauta de pan, sino de los que daban un poco de miedo. Tenía grandes cuernos de carnero brotando de su cabeza y una anormal cantidad de vello cubriendo todo su cuerpo. No tenía un morro ovino ni los ojos separados, pero sí una nariz chata y afilada que se unía con una línea oscura a sus labios finos y casi inexistentes. Entonces llegaba lo gracioso: su larga perilla decorada con abalorios que le llegaba hasta casi el final de su abultada barriga, sus gafas finas y redondas de Harry Potter y su ropa de corte medieval, con chaleco, camisa de lana gruesa y pantalones de cuero basto.

—Eres Jeonguk, ¿verdad? —me preguntó entonces, acercándose un par de pasos sobre la hierba mojada—. El chico nuevo.

Entreabrí los labios pero no conseguí decir nada al principio. Había barajado y descartado más de cien veces la posibilidad de salir corriendo, pero me había quedado porque aquel alfa parecía de todo menos amenazante y, lo más importante, era demasiado mayor y estaba en demasiada mala forma física como para poder perseguirme en caso de que necesitara escapar.

—JungKook —le corregí en voz tan baja que dudaba que hubiera podido oírme—. JungKook—repetí más alto, acentuando el final de mi nombre.

-Oh, perdona —se disculpó con una sonrisa de dientes algo torcidos bajo sus inexistentes labios—. Solo lo nombraron una vez y debí entenderlo mal. Aunque no me dijeron que eras tan grande, de eso me hubiera acordado —y sonrió más, como si tratara de romper el hielo con bromas tontas.

Forcé una sonrisa, tan solo con la comisuras de los labios, y, discretamente, dejé la brújula en el bolsillo de mi pantalón en el que también guardaba la navaja multiusos. No sabía lo que el alfa consideraría «tan grande», porque yo medía poco más de un metro setenta y estaba por debajo de la media de los hombres beta. El único que parecía «grande» allí, era él; que me sacaba diez centímetros de altura y, probablemente, sesenta kilos de peso.

—No lo sé —reconocí antes de soltar un leve jadeo de risa contenida y encogerme levemente de hombros—. Perdona, pero los betas no me han dicho que vendrían a recogerme. ¿Tú eres...?

—Oh, claro —el alfa negó con la cabeza, balanceando su perilla larga y algo canosa mientras cerraba los ojos como si estuviera pensando en lo tonto que había sido—. Perdona, qué maleducado he sido. Yo soy Capri —se presentó, llevándose la mano de la pipa hacia el pecho—. Soy el alcalde del Pinar, ¡el mejor pueblo de la Reserva!, como decimos por aquí —y se rio un poco de su propio comentario—. Me han dicho que te ibas a unir a nosotros y he venido a buscarte personalmente. Todavía hay un buen trecho de aquí a la villa y podrías perderte. Así que es mejor que nos pongamos en marcha. Ven, acompáñame, por favor, he dejado el carro al final del valle.
                      
El alfa se giró a un lado y señaló la pequeña garganta natural que había al final del claro. Con la lluvia no pude distinguir nada a lo lejos, solo la vaga forma del terreno, pero sí sabía que la dirección que me indicaba era la correcta: el sureste. En ese instante tuve que tomar una rápida decisión: aceptar o negarme. Por supuesto, no me fiaba de Capri, ni de su carácter afable, ni de su ridícula imagen, ni de su sonrisa de dientes torcidos. Por lo poco que sabía sobre aquel mundo, ser «el alcalde» podría significar en realidad ser el dueño de un harén de omegas a los que esclavizar. Por otro lado, Capri era la única conexión que tenía allí y, el suyo, era el único nombre que los militares me habían comunicado.

—No te pasará nada, JungKook —me dijo él entonces, perdiendo la sonrisa para poner una mueca preocupada—. Ahora estás con los tuyos, no tienes nada que temer. Nadie te hará daño aquí.

Eso no me tranquilizó en absoluto, pero sí me hizo reflexionar sobre la posibilidad de aprovecharme de ese carácter cándido que me mostraba e intentar sacar toda la información posible del alfa antes de huir en caso de que fuera necesario. Estaba muy confiado en salir victorioso de un enfrentamiento directo con él: Capri tenía unos cuernos muy intimidantes, pero yo era mucho más joven, mucho más atlético y mucho más entrenado en el combate directo.

—Claro, perdone, alcalde —respondí, dando un par de pasos en su dirección, pero sin quitarle la mirada de encima—. Todavía estoy algo aturdido por el cambio y el viaje.

—No te preocupes —murmuró en respuesta, fumando una calada de su pipa antes de girarse y acompañarme por el camino de hierba agreste—. No eres el primer animano que dejan aquí tirado, solo y asustado. Lo hacen constantemente, incluso con las crías... Son unos monstruos —terminó diciendo antes de escupir a un lado con desprecio.

Arqueé las cejas, pero no dije nada. Capri parecía profesarle el mismo afecto a los betas que los betas procesaban por los alfas.

—De todas formas, han elegido un día maravilloso para traerte, Hoseok. No por el tiempo, por supuesto, esta lluvia es horrible. Se te mete en el pelaje y te hiela la piel. Por cierto, ¿prefieres acompañarme bajo el paraguas y no mojarte tanto? —me preguntó, estilando levemente la mano hacia el metro y medio de distancia que nos separaba.

—Oh, no, no se preocupe. Tengo capucha —respondí, sonriente y lo suficiente tímido para mantener la fachada de omega nuevo e indefenso.

—¿De verdad? Si lo prefieres, puedes quedarte tú con el paraguas. A mí no me importa. ¿No? Espero que no estés siendo generoso conmigo porque me ves muy viejo y cascarrabias. Bien, de acuerdo —terminó cediendo tras una continuada sonrisa y negación de cabeza de mi parte—. Decía que es un día maravilloso porque justo ayer los alfas del bosque terminaron de construir las nuevas casas de los árboles —continuó, haciendo solo un breve parón para darle una calada a su pipa y soltar el humo gris hacia el cielo—. Verás, hace un mes sufrimos un incendio que se propagó por parte de la aldea, desde las cocinas hasta la parte alta, donde estaban las casetas de los arborícolas. Todos están bien y no hubo ningún herido —aclaró con un tono más rápido—, pero, por desgracia, afectó a la estructura de las casas; así que hemos tenido que construir nuevas. ¡Mucho mejores que las anteriores! Ya las verás.

—Sí, claro —respondí, aunque me costó sonar tan ilusionado como se suponía que debía estar por esa... gran noticia.

—Disculpa la pregunta, JungKook, pero ¿eres un roedor o un arborícola?

Miré sus ojos marrones y me quedé en blanco. Ya había comenzado ese momento en el que nuestros mundos colisionaban y yo no entendía nada de lo que decía.                          

—Nos dijeron que eras arborícola —continuó él, moviendo la mano en la que tenía la pipa, quizá con la esperanza de que, si me lo explicaba mejor, supiera responderle—, pero no veo que tengas cola, así que pensé que quizá esos estúpidos betas te habían confundido. Ven unos bigotes o unos cuernos y nos meten a todos en el mismo saco... —terminó por poner los ojos en blanco como si aquello le aborreciera.

—Ah, sí, sí tengo cola, pero está dentro de la cazadora —le expliqué, bajándome la cremallera para mostrarle mi cola peluda, anillada y enrollado varias veces a lo largo de mi cadera y abdomen.

Capri la miró un momento y arqueando las cejas soltando un leve «oh...». Las estrechas aletas de su nariz chata se dilataron un momento, como si estuviera respirando algo. Alzó la mirada a mis ojos y me dijo:

—Vaya, qué bien hueles. Menta y miel no es un aroma muy común.

—¿Menta y miel? —pregunté algo sorprendido—. No, es solo menta dulce.

—No —sonrió—. Créeme, los alfas tenemos muy buen olfato para estas cosas —y se llevó un dedo de uña negra a la nariz para darse un par de toques en ella—. Estamos muy preparados para oler a nuestros omegas y, por supuesto, percibir sus feromonas. Yo ya no, claro, porque soy un viejo cascarrabias que lleva felizmente emparejado desde hace más de treinta años. Pero un alfa joven podría haberte olido al instante, te lo aseguro —y terminó por guiñarme un ojo, como si esa idea debiera gustarme o atraerme de alguna forma.

—Ah, que... bien. ¿Y a cuánta distancia crees que podrían percibirme si, digamos, el viento está en contra?

Capri se rio, como si mi pregunta fuera alguna clase de broma, pero resultaba un tema muy preocupante para mí. El alcalde había podido olerme a metro y medio de distancia cuando solo me había bajado un par de segundos la cremallera. Según él, eso se debía a que «estaba viejo y felizmente emparejado». Entonces, ¿a cuánta distancia podría olerme un alfa joven y soltero? ¿Veinte metros, treinta, quizá? Yo no podía manipular la cantidad de aroma o feromonas que segregaba mi cuerpo, ya que era algo totalmente involuntario. Lo único que podía hacer era tomarme uno de los supresores del celo que había traído conmigo «por si acaso», pero el efecto solo duraba un par de días y sería peligroso consumirlos una y otra vez.

—Por cierto, ¿por qué la llevas dentro de la cazadora? —me preguntó Capri, distrayéndome de mis propios pensamientos—. ¿Es para que no... se te moje?

—Sí —respondí al momento—. Exacto.

—Sí, por supuesto. Los arborícolas y sus colas... Los rumiantes no tenemos tanto cuidado —dijo, señalándose los grandes cuernos de su cabeza de pelaje pardo y canoso—. Nuestros cuernos no se apelmazan con la lluvia, ni se encrespan, ni necesitan que los peinemos y acicalemos todo el rato.

Sonreí tanto como pude, que no fue mucho, antes de murmurar:

—Qué suerte.

—En efecto, como rumiante, me considero un afortunado —afirmó de nuevo con una suave sonrisa en sus labios inexistentes—. En El Pinar tenemos una gran población de omegas roedores y también bastantes arborícolas. Me paso el día viéndoles cuidando de sus colas y pienso: yo no sería capaz de dedicarle tanto esfuerzo a algo.

Como me miró de nuevo con cierta complicidad y había terminado la frase con un evidente tono burlón, no me quedó otra que reírme.

—Sí, dan mucho trabajo, pero no soporto tener la cola sucia. Me pone de los nervios.

Y eso era cierto. La balda del baño solo para mis champús y peines especiales lo certificaba, así como la cara de enfado de Eunwoo cuando dejaba pelos en el lavabo o el suelo.                
—Ah, pero merece la pena —dijo él tras una calada de su pipa—. A todos los alfas les vuelven locos.

De nuevo, no pude decir nada más que un bajo «emh...» antes de que el alcalde me señalara un punto hacia delante con la boquilla de su pipa. En la distancia, ya no muy lejos de nosotros, había empezado a percibirse una figura más oscura en contraste con el grisáceo de la lluvia. Al principio me puse un poco tenso, apretando la cola contra mi abdomen, pero solo fue un par de segundos hasta que oí un rebuzno de caballos y comprendí que esa forma alargada y alta, no era más que un viejo carro de madera.

—Hice espacio de sobra por si traías muchas cosas —me explicó mientras nos acercábamos—, algunos de los animanos que envían aquí, se traen consigo todo lo que pueden. Maletas de ropa, extraños accesorios e incluso esos cachivaches electrónicos de los betas. Como si aquí los fueran a necesitar —resopló—. Me alegro que tú no hayas sido uno de esos. ¿Te dijeron los humanos que fueras ligero o fue decisión tuya?

—Fue decisión mía —respondí—, de todas formas, no tenía mucho que llevarme de casa.

—Bueno, esta es tu casa ahora, y aquí tenemos todo lo que necesitas —me aseguró, deteniéndose al lado del carro con techumbre cubierta, de la misma tela impermeable que su paraguas, el cual tiró sin demasiado cuidado a la parte trasera—. A veces los chicos del exterior creen que van a echar de menos esas cosas betas, pero, créeme, en unas pocas semanas ni te acordarás de la caja mágica de imágenes, esos trastos sonoros y esos carros de metal que apestan —entonces se detuvo para, con un gemido, ascender a la parte delantera del vehículo tirado por caballos. Tomó las riendas y esperó a que yo hiciera lo mismo, momento en el que continuó—: Aquí no hay caminos de gravilla negra, ni horribles casas de cristal y hierro, ni comida química. En la Reserva el aire es puro, el agua clara y los bosques vírgenes. Construimos nuestras propias casas, confeccionamos nuestra propia ropa, cultivamos nuestra propia comida y lo hacemos todo sin tener que maltratar la naturaleza, que nos ha dado tanto a cambio.

—Suena maravilloso —murmuré con la cabeza levemente ladeada hacia él.

Me había tenido que sentar a su lado, pero eso no significaba que no estuviera preparado para saltar del carro y salir corriendo a las mínima señal de peligro. Aunque, para ser sincero, Capri trasmitía una actitud muy calmada y dicharachera mientras daba leves tirones a las riendas.

—Lo es. La Reserva es todo por lo que hemos luchado durante tanto tiempo —me dijo con la pipa colgando de los labios—. Aquí no hay fronteras, no hay muros, ni betas. Somos libres para hacer lo que queramos y como nosotros queramos. Estoy orgulloso de decir que todos mis aldeanos han nacido y crecido aquí y no han tenido que sufrir los horrores del exterior. —Dio un último arreón a las riendas para que los caballos superaran el final del ascenso y, al alcanzar la cima de la colina, se quitó la pipa de los labios y señaló las hermosísimas vistas montañosas que se alargaban hasta el horizonte—. Bienvenido a Mil Lagos, JungKook.

Eché un vistazo a donde señalaba, entreabriendo la boca con verdadero estupor. Visto desde allí, en tierra firme y sin tener que preocuparme de viajar en una lata voladora a cientos de metros de altura; las vistas me dejaron sin aliento. Tratar de describirlo sería difícil, pero hubo un momento en el que incluso me sentí como si estuviera en mitad de una película del Señor de los Anillos, con paisajes que parecían mezclar lo hermoso con los místico. Incluso la lluvia grisácea y las espesas nubes que cubrían el cielo y besaban las montañas le daban un toque.

—¿Mil Lagos? —fue mi pregunta, sin embargo, cuando volví a mirar al alcalde—. Creía que se llamaba Greyback Mountain.

—Oh, no, ese es el nombre beta —negó, casi con una mueca de desagrado—. Esta es la cocomarca de Mil Lagos, entre la comarca del Mar Bravo y la comarca de Bosque Verde.                                   
Ahora sí que me sentía como en una película del Señor de los Anillos.

—¿Y qué diferencia hay entre ellas? —quise saber—. ¿Es solo un sistema de división geográfica o tiene algún tinte político? ¿Tú eres como el rey de Mil Lagos?

Por un momento temí que mis preguntas resultaran agresivas o sospechosas, pero Capri soltó tal carcajada que, juraría, se oyó un eco entre las montañas que nos rodeaban.

—No... no soy el rey de nada —respondió, todavía con una sonrisa en los labios y la mirada al frente mientras recorríamos la cima de la colina junto con un constante traqueteo de ruedas de madera—. Soy el alcalde de la comarca, que es algo así como el... encargado de que todo esté correcto.

—El alfa líder.

—No, ¿qué tontería es esa? ¿Así me llaman los betas?

—No, solo estaba tratando de entenderlo —respondí, siguiendo con aquel carácter inocente e inofensivo que, al parecer, funcionaba bastante bien con Capri—. Perdona si te he ofendido.

—Oh, no, no te preocupes —se apresuró a decir, elevando una de sus manos alrededor de las riendas—. Lo entiendo. Puedes hacer todas las preguntas que desees, por supuesto. Verás... —reflexionó, tomándose un momento para redirigir el carromato cuando alcanzamos una parte de la colina menos escarpada, allí donde la pendiente se deslizaba con suavidad hasta el río que corría por el cauce del valle—. Los alcaldes de las comarcas somos como una especie de grandes padres, padres que se preocupan de que todos sus hijos estén alimentados y seguros. Nos encargamos de resolver pequeñas disputas, nos aseguramos de reservar una parte de la cosecha para el invierno, tomamos algunas decisiones sobre en qué invertir el tiempo y esfuerzo de nuestros aldeanos...

Fui asintiendo varias veces a medida que me explicaba aquello, hasta que se quedó en silencio y lo resumí con un sencillo:

—Son los administradores de la región.

—¡Exacto! —lo celebró él, señalándome un momento con la boquilla de su pipa—. Administradores, no líderes ni reyes. En nuestro mundo no existen esas cosas.

—Pero alguien tiene que mandar sobre los demás para poder mantener la paz, ¿no?

Capri tuvo que reflexionar de nuevo, fumando una calada que echó hacia el lado contrario de donde yo me sentaba.

—Los aldeanos nos respetan y valoran nuestras decisiones, pero no creo que les «obliguemos» a obedecer. Todo animano es libre de hacer lo que le plazca, siempre y cuando no afecte al trabajo de los demás.

Arqueé las cejas y solté un murmullo de interés, porque no era el sistema social que esperaba encontrarme en la Reserva. Sonaba más a un idílico comunismo que al feroz y cruel caos del que los betas hablaban siempre; aunque, por supuesto, Capri podría estar mintiéndome.

—¿Y los demás alfas también están de acuerdo con eso? Es decir... siempre había escuchado que son un poco territoriales y violentos.

Ahí fue cuando el alcalde resopló, puso los ojos en blanco y ladeó la cabeza de enormes cuernos de cabra montesa, los que casi rozaban la tela que nos cubría de la lluvia.

—Olvídate de todo lo que te hayan dicho de nosotros ahí fuera, JungKook —me aconsejó con un tono mucho más serio del que había usado hasta el momento—. Los betas creen que los alfas somos criaturas salvajes, violentas y peligrosas, ¡pero no es verdad! —terminó exclamando—. Lo que ocurre es que necesitamos a nuestros omegas, sin ellos, nuestra función carece de sentido, y es entonces cuando nos sentimos angustiados, irascibles y perdidos. Pero aquí las cosas son como deben ser y ningún alfa es violento.

Se quedó con la cabeza alta y la mirada al frente, perdida en el borde pedregoso del pequeño río que atravesábamos, el cual recorría lo profundo de valles y colinas como si de una vena de agua clara se tratara.

—Bueno, eso no es cierto —añadió entonces tras un par de segundos en silencio, solo interrumpido por el traqueteo de la carreta y el gorgoteo del agua—. Sí que, a veces, los alfas se ponen violentos, pero solo entre ellos. Las feromonas, la juventud y la intensa competitividad les pasa factura. Hay muchos de nosotros y muy pocos de vosotros, y todos queremos un compañero omega y un montón de crías. No puedes culparles de luchar con uñas y dientes por ello.

—Claro que no... Entonces, ¿los alfas y los omegas viven todos juntos en El Pinar?

—Oh, no, no. Solo los omegas viven en El Pinar, los alfas viven en pequeñas comunidades repartidas por toda la comarca. Ellos se encargan de los cultivos, la caza, la recolección, la confección de ropa, la tala de madera... prácticamente todo lo que necesite mano de obra.

—¿Y los omegas qué hacen?

Capri me miró por el borde de sus gafas redondas y una leve sonrisa se extendió por sus finísimos labios.

—Lo que quieran: jugar, tomar el sol, bañarse en el río, comer y... bueno, visitar a los alfas. Ya sabes... —y me guiñó el ojo.

No, no lo sabía y, creía, no estaba seguro de querer saberlo. Una parte importante de pasar desapercibido, es integrarse con el grupo, adoptar sus costumbres y así no destacar demasiado mientras rebuscas y espías. Lo malo era que yo no necesitaba ni quería tener que mantener relaciones sexuales con nadie, y menos con un alfa.

—Te refieres a copular con ellos —aclaré.

Capri asintió con un gesto solemne.

—No siempre, pero sí, hablo de copular.

—Lo siento, Capri, creo que no te he entendido bien —murmuré, ya sin sonreír—. ¿«Visitar a los alfas» es algo obligatorio para un omega de la Reserva, o...?

—¡Oh, no! —me detuvo incluso antes de que pudiera terminar—. ¡Por supuesto que no! De verdad, JungKook, me estás empezando a dar miedo. ¿Qué clase de barbaridades te crees que hacemos aquí?

—Lo siento, es que me dio la impresión de que te referías a eso.

—No, JungKook —insistió con el ceño fruncido mientras daba un golpe a las riendas, quizá para liberar algo de su frustración o enfado por haberme oído decir aquello—. Como te he dicho, aquí no se obliga a nadie a hacer nada que no quiera. ¿De acuerdo?

—Sí, perdona —volví a disculparme, sintiendo como mi cola dejaba de apretarme la cintura y se relajaba—. Es que no he visto a un alfa en toda mi vida, y no estoy seguro de cómo se supone que debemos interactuar, o si estoy preparado para mantener relaciones sexuales con uno.

El alcalde asintió lentamente a todo lo que decía, fumando una última calada de su pipa antes de golpearla contra el lado del carro, sacando todo el tabaco de su interior.

—Si yo soy el primer alfa que ves, no me extraña que dudes de querer copular con uno —me dijo, para mi sorpresa, con una broma que sí me resultó graciosa—. Pero, créeme, los chicos solteros son mucho más jóvenes, atléticos y guapos que yo. Hay alfas de todos los tipos, tan variados como los omegas. Estoy seguro de que alguno de ellos conseguirá llamar tu atención. De no ser así, no te preocupes, puedes decidir quedarte en El Pinar o incluso mudarte a otra comarca para buscar más alfas.

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