Salí a la pista de hielo. Partía del primer lugar después de mi gran actuación en el programa corto, pero mi compatriota, Medvédeva, me pisaba los talones. El programa largo decidiría cuál de las dos ganaba la medalla de oro y yo no había ido allí para perder, tenía que concentrarme al máximo, todas las figuras y los saltos tenía que realizarlos a la perfección.

El público aplaudía con fuerza, era una de las mejores y tenían ganas de verme patinar. Comencé a hacerlo en cuanto oí la entrada. Según iba avanzando mi programa, mi sonrisa crecía, me estaba saliendo todo perfecto y ya casi había acabado. Cuando la música estaba en el tramo final, adopté la figura de salida, que hice a la perfección. Levanté un puño triunfal en cuanto acabé y salí de la pista haciendo reverencias y dando gracias al público por estar allí.

Una vez fuera, me senté en el sillón que me mandaron, esperando por los resultados. Era la última y tenía que sacar una buena puntuación para superar a Medvédeva. Movía las piernas nerviosa y, cuando salieron los resultados, me levanté de un salto gritando. ¡El oro al fin era mío! ¡Me había costado!