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La última puesta de Sol

- Tu abuela nació al mes siguiente.

Ramón aplaudió. No pudo evitarlo, ni él ni sus padres, que se habían quedado a escuchar la historia.

- Pero la felicidad duró poco. Muy poco, por desgracia.

Le resbaló una lágrima por la mejilla.

- No, abuelo, no llores. - dijo la madre de Ramón.
- La estoy viendo en aquel ataúd, Sofía, es ella.
- No, abuelo, yo soy Rosa. - dijo la madre intentando situar al anciano.
- Aún puedo escuchar en mi oído las palabras del policía: "Su mujer ha fallecido a las seis de esta tarde. Por favor, venga a recoger su cuerpo cuanto antes.". Es curioso como no puedo recordar lo que he tomado de desayuno esta mañana, pero recuerdo aquella llamada telefónica, y el hueco que dejó en mí. Aquel deseo de morir, aquel deseo de haber sido yo el que estuviera metido en una bolsa sobre el asfalto, esperando a ser llevado a la morgue.

***

Cristina se había puesto de parto. Había pasado los nueve meses de embarazo sin ninguna complicación. Ella estaba segura de que era un milagro divino, una compensación por todo su sufrimiento y por el de Xabier.

Xabier había ido a buscar a Miguel porque Xurxo no estaba aquel día porque había ido a Portugal a ver una exposición, y Miguel era el único con coche disponible para llevarlos al hospital. Yo por mi parte estaba con Iago, inscribiéndolo en la universidad de Vigo. Miguel no sabía muy bien como actuar ante esas situaciones, así que había pedido a Lola que viniera, pero ella, casualidades de la vida, ya estaba con otra amiga suya, también de parto. Y entonces María se ofreció a acompañarlos.

Y así empezó un viaje de ida que solo sería de regreso para uno. Una condena a muerte.

Había estado lloviendo y la carretera estaba mojada. Los gritos de Cristina eran como latigazos para Miguel, que pisaba el acelerador para llegar cuanto antes al destino. Y llegaron al destino al que todos llegamos, pero no al que tenían en mente en aquel momento.

En la curva no le dió tiempo a frenar, y el coche derrapó, cayó de lado y despegó del suelo, acabando entre los árboles al borde de la carrera.

Varias semanas después del accidente, cuando Xabi se recuperó lo suficiente como para poder hablar sobre el tema me juró que lo que lo había despertado sobre el asfalto fue el sonido de tres pájaros piando en pleno vuelo. Aquel día en el bar nadie se rió, que hubiera sido lo que probablemente hubieran hecho si no supieran de su desgracia.

Fuera lo que fuera lo que le devolvió el conocimiento, le dió fuerzas para arrastrarse hasta el cadáver de Cristina. No pudo hacer nada por ella, el golpe la había matado. Y entonces Xabi comprendió que el embarazo de Cristina no había sido una bendición, sino el castigo final por haber nacido. Una castigo del todo injusto.

Y lloró. Y sintió como el alma se le quebraba. Y deseó haber muerto para no sentir aquel ahogo que sentía en aquel momento, cuando las lágrimas parecían atascarse de tantas que querían caer a la vez, y sus propios gritos que él no podía oír le arrancaban el aire de sus pulmones.

Vió a Miguel, muerto sobre el volante del coche. Un hilillo de sangre corría sobre su frente.

Y mientras abrazaba a la que había sido su esposa, notó que alguien lo observaba. Se giró, y vio a María, que todavía respiraba. Se obligó a posar con todo el cuidado del mundo a la mujer de su vida, aunque separarse de ella le costó un mundo.

Arrastró su pierna rota hasta María y se tiró junto a ella. Una pieza del coche le estaba atravesando en vientre. Su sangre caliente caía sobre la carretera, pero ella miraba a los ojos a mi hermano. Alzó la mano para acariciarle la cara, pero le fallaron sus fuerzas.

- Lo siento. - dijo la voz rota de mi hermano en alto - ¡Lo siento, lo siento, lo siento!

Ella negó sonriendo con la cabeza.

- Dile a Anxo que cuide de Sofía. Dile que lo amo.

Mi hermano leyó con esfuerzo cada palabra de sus labios. Las grabó a fuego en su mente antes de dejar partir a María.

Y entonces lo apartaron de ella unos testigos del accidente, que intentaron reanimarla, pero ella ya había dejado este mundo.

Y Xabi se quedó en el suelo, con la ropa llena de sangre, sintiendo que él también había dejado este mundo en el accidente.

***

- ¡NO!

Tiré la mesa de un golpe. Di puñetazos a las paredes hasta que me sangraron los puños. Lloré hasta que amaneció.

Prudencio me preparó el desayuno, pero ni lo probé. Enterré la cabeza entre mis brazos y lloré. Él me frotó la espalda.

- Lo siento, Anxo. Ni te imaginas cuánto.

Intenté hablar, pero solo me salió un sonido ininteligible y ahogado por las lágrimas.

En el cementerio todos mis hermanos, amigos y conocidos me dieron sus condolencias. Todos salvo Xabier, que no había intentado comunicarse con nadie desde el accidente y miraba el nicho de Cristina como si una parte de él se hubiera quedado allí dentro, como si se hubiera quedado vacío para siempre.

Lo miré fijamente y él me correspondió, pero apartó los ojos enseguida. Unas lágrimas aterrizaron sobre sus zapatos, para luego mezclarse con la lluvia suave que empezó a caer.

Estaba solo, se había alejado para que lo dejasen tranquilo. Logré escaparme de la multitud para ir junto a él. Y lo abracé. No nos dijimos nada, solo nos quedamos así, abrazados, compartiendo nuestro dolor.

Me dirigí a mi casa, pero al abrir la puerta y no escuchar a María saludarme alegremente y venir a darme un beso me desplomé. No iba a poder soportarlo, no iba a poder.

Abrí el cajón de la cocina y agarré el cuchillo más grande y afilado que vi. Ya había apoyado su punta en mi antebrazo cuando la pequeña Sofía empezó a llorar.

Aquello me detuvo en mi propósito. Fui hasta su cuna. Ella dejó de llorar en cuanto me vió y al mirar en sus ojos sentí que María seguía viva. María vivía en Sofía. Y no la iba a dejar sola en este mundo. Claro que no, yo era mejor que eso. La cogí en mis brazos y la abracé hasta que noté como entraba en mí un poco de paz. Pero me dí cuenta de una cosa. Mi hermano no tenía una Sofía que le diera motivos para vivir.

La dejé en la cuna y corrí fuera de casa.

- ¡Xabier! ¡Xabier! - gritaba.

Y llegué al acantilado. Tarde, el saltó.

- ¡NO!

Llegué a tiempo de agarrarlo por la muñeca.

- ¡No, Xabi! ¡No te pienso dejar hacerlo! ¡Ya ha muerto gente suficiente!

Él dirigía su mirada hacia las olas que estallaban contra las rocas bajo sus pies.

- ¡Xabi! ¡Necesito que me des tu otro brazo! ¡Nos tirarás a los dos!

La tierra bajo mis pies empezó a ceder.

- ¡Xabi!

Entonces me miró, con aquellos ojos azules brillantes, y me dió la otra mano. Con mucho esfuerzo lo logré subir. Había elegido vivir.

Lo abracé en el suelo.

- ¡Maldito! ¡Menudo susto me has dado! ¡Como te odio, cabrón! - dije agradeciendo que se hubiera dejado salvar.

Lo miré a los ojos.

- Gracias.

***

Al día siguiente me abrió la puerta malhumorado, pero al ver a la hija de Miguel entre mis brazos pareció recordar lo ocurrido y volvió a ablandarse.

Me dejó pasar y me senté en una silla.

- *Necesita alguien que la cuide. Miguel ya no podrá, ya lo sabes.*
- *No.*

Pero Xabi más que nunca necesitaba una responsabilidad que lo obligase a recomponerse, volver a trabajar y recuperar la confianza.

- *Te necesita.* - le dije.

Le estaba confiando la hija de mi mejor amigo difunto, que había fallecido intentando ayudar a su esposa, no iba a aceptar un no por respuesta.

Lo había hablado con Lola y con Diego, y estaban de acuerdo. La niña lo necesitaba, pero Xabi también la necesitaba a ella. Para obligarse a levantarse por las mañanas, para obligarse a alimentarse y para obligarse a pensar en el futuro.

- *Cógela.*

Al principio se negó, pero la acabó cogiendo. Y casi esbozó media sonrisa, casi, cuando la niña sonrió y le enseñó sus preciosos ojos azules.

- *Está bien.* - dijo.

Aquella niña era vida.

***

En unas semanas, Tania logró que Xabier empezara a esforzarse por superar el pasado y hablase sobre el accidente. En unos meses logró que soltase aquellas sonrisas amargas y melancólicas. Y en unos años, lo volvimos a escuchar reír.

Todo el mundo en el pueblo conocía a la simpática Tania, que corría por el pueblo con su prima Sofía en busca de aventuras y tesoros por descubrir.

Por la noche, la niña de pelo rizo regresaba a su casa, donde le esperaba Toto, su perro. Sí, al final le dejé tener un perro. Un pequeño caniche castaño. Lo inimaginable.

Cenábamos juntos y ella me preguntaba por mi día. Yo le contaba que había estado diseñando una nueva casa que...

- ¡No, Papá! ¡Cuéntame la historia de cómo el tío Xurxo quemó la cocina!

Aquella historia era de sus favoritas. La niña reía sin parar. Era muy risueña y muy alegre. Parecía estar siempre en las nubes.

Su amiga de pelo rubio y ondulado al volver a casa le enseñaba a su padre a leerle cuentos. Ella le entregaba el libro que le apeteciese escuchar ese día, y Xabi, haciendo un esfuerzo increíble, leía las palabras en voz alta. Al principio con mucho esfuerzo y con muchísimos errores, pero la niña logró que mi hermano volviera a hablar.

Cuando el pelo le volaba al viento era como ver de nuevo a Miguel, y cuando a Sofía le brillaban sus ojos castaños con el sol era como si María me enviase su calor.

Xabier juraba que los pájaros le seguían hablando de vez en cuando. Que era Cristina que volvía a hablar con él. Y él iba a su acantilado, ya no solo a lamentarse, sino en compañía de Tania y se sentaban juntos a escuchar las aves marinas al atardecer.

Y al final, lo que cuenta no es cuantas puestas de sol puedes ver, sino con quién las ves.

***

Nadie pudo despertar al anciano Anxo a la mañana siguiente, ni Sofía ni nadie. Él ya había visto muchas puestas de sol, ahora le tocaba la suya.

Una puesta de sol que lo reuniría con todos aquellos que él quiso alguna vez y que hoy ya no estaban, que su Dios había guardado con gusto en su palacio sobre los cielos y que lo esperaban con ganas de escuchar sus historias en el mundo de abajo.

María, Miguel, Prudencio, Xurxo, Xabier, Brais, Anaïs, Cristina, Constante, Uxía, Lola, Madre, Dolors, etc. Todos lo esperaban con los brazos abiertos.

Él, en su último pensamiento hacia su nieto había escrito una nota:

[Tranquilo, Ramón. Algún día terminaré de contarte mi historia y podrás conocer a sus protagonistas. Mientras tanto, vive tu vida y créate una historia que contar a tus nietos. Conoce mil lugares lejanos y vuelve con aventuras. Prueba lo prohibido pero con control. No permitas que nadie viva por tí una vida que te pertenece. Y no dejes de ver las puestas de Sol, no contándolas, sino disfrutando de la compañía.]

FIN

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