Capítulo 7: La paliza
Estaba muy enfadado. Mi padre no había esperado ni un día para anunciarnos que se volvería a ir. A Argentina. Ni todos los loros del mundo lograrían que lo perdonase. Aquello ya era casi una falta de respeto hacia nuestro amor por él. Mi padre estaría sediento de aventuras, pero nosotros necesitábamos un cabeza de familia, alguien que impusiera la disciplina y nos protegiera de los abusos de nuestra abuela, que nos molía a golpes cada vez que nos daba una orden. Ahora yo ya sabía que quería ser de mayor, un buen padre, porque trabajara en lo que trabajara, en aquel momento me prometí a mí mismo que nunca abandonaría mi familia tanto tiempo.
Prudencio era un buen hermano mayor, cuidaba de todos nosotros, pero no era lo mismo. Además, él con sus recién cumplidos 16 no estaba preparado para cargar con todos. Pero a Padre aquello no le había importado ni cuando él era menor. Padre era un irresponsable.
Le dí comida a Atlas. Viéndolo comer pensé que algún día aprendería a volar y se iría, como mi padre, estaba seguro de eso.
***
María, Miguel y yo nos volvimos inseparables. Todos los días del verano fuimos a la playa, y con el tiempo, María perdió la poca vergüenza que le pudiera quedar.
A veces venían mis hermanos con unos pocos amigos de confianza.
Teníamos un pacto, no diríamos a nadie más que amigos muy cercanos dónde estaba la playa, ya que era pequeña y no queríamos que se llenara de gente. Además, aquel era un lugar especial, nuestro lugar especial.
—Mirad que collares he hecho —dijo María dándonos uno a cada uno.
—Esto son cosas de niñas —dijo Miguel tirando el collar a la arena, seguido por el mío.
—Pero son bonitos.
—Son un par de conchas rotas.
—Le quitáis la gracia a todo... Pues a Iago le gustan —dijo señalando a mi hermano.
—Porque es un niño pequeño.
—Lo que pasa es que tiene buen gusto.
Miguel y yo pusimos los ojos en blanco.
—Venga, ya es tarde. A casa.
***
Al llegar a casa, Padre me envió a casa del señor Ruíz, con la misma cesta con la que había llevado los cigarrillos al padre de María. El contenido era el mismo que el de aquella vez.
—Lo haría yo si pudiera, pero tengo cosas que hacer. Esta vez te dará el dinero en el momento. Quiero que vuelvas corriendo a casa, esto es importante. No la fastidies.
Efectivamente, el dinero me lo dio al momento.
—¿Pero no es usted policía? —pregunté yo.
El hombre soltó el humo de su cigarro en mi cara, y asintiendo, cerró la puerta.
Con el dinero en las manos, me fui corriendo a casa. Por desgracia, no iba a poder cumplir con el encargo de mi padre. Un chico mayor me puso la zancadilla y cuando caí al suelo me quitó el dinero. Me quedé llorando en la acera, en el suelo, por el dinero, por la vergüenza de que me hubieran robado y de volver sin nada.
Estuve allí un buen rato. Nadie pasó por el camino, bueno, eso hasta que mi hermano Prudencio vino a buscarme.
—Padre estaba preocupado y... ¿Quién te ha hecho eso? —preguntó enfadado al ver mis rodillas sangrantes por el golpe.
No pude responder, me daba vergüenza.
—E-era mayor... Me tiró...
—¿Cómo era? ¡Contesta rápido!
—Tenía el pelo oscuro y era bastante alto. No me pude fijar más.
Prudencio me ayudó a levantarme, pero en cuanto estuve de pie se fue corriendo, pero antes me ordenó volver a casa.
***
Eran las once y mi hermano aún no había vuelto. Mi padre me había vendado las rodillas con unas telas. No me echó la bronca, pero dijo que no me volvería a mandar a hacer sus trapicheos. Se culpó de todo a él mismo y no dejó que yo asumiera ni una parte de la culpa. Mi padre siempre estaba ausente, pero era muy bueno conmigo, quizás demasiado. Si fuera desagradable, sería más fácil odiarlo por estar siempre ausente, pero era demasiado bueno para eso. Lo idolatraba demasiado.
Mi hermano abrió la puerta de golpe. Le sangraba la nariz y tenía un ojo hinchado, pero tenía el dinero en la mano. Pese a todo sonreía.
—L-lo tengo, Padre.
Se tiró agotado sobre una silla.
—¿¡Dónde estabas!? ¿¡Qué te ha pasado!?
—Conocía al que le había robado, trabaja en la fábrica. No es al primer niño al que se lo veo hacer. Fui a recuperar lo que es nuestro.
—Estás hecho un asco...
Mi padre cogió un trapo y lo humedeció para limpiarle la sangre.
—¡Au!
—Creo que te ha roto la nariz.
—Bueno, yo le rompí los huevos. —Se rio.
—¿Te parece gracioso? —lo regañó mi padre—. No quiero que os metáis en peleas.
—Padre, pero era nuestro. Lo necesitamos.
—Imagínate que te da un mal golpe y te quedas tetraplejico, ¿no crees que la salud es más importante que el dinero?
—Sabía lo que hacía.
—Tú no sabes nunca lo que haces.
Aquella frase hizo que la cara sonriente y victoriosa de mi hermano cambiase por un semblante duro y amenazador.
—¡¿«Qué no sé lo que hago»?! ¡¿«Qué no sé lo que hago»?! ¡Cómo te atreves! ¡Para no saber lo que hago bien que he cuidado de todos en tu ausencia! ¡Y mejor que tú! ¡Yo traigo dinero a casa y comida! ¡Tú no has hecho nada por cuidarnos estos últimos años!
Mi padre sabía que mi hermano tenía razón así que, para nuestro asombro no le levantó la voz.
—Y si te parece mal que recupere lo que le han robado a mi hermano, es porque no tienes valor. ¡Cobarde! ¡Gallina! ¡Todo en esta casa lo tengo que hacer yo! ¡Incluso defender nuestro honor! —Escupió las palabras—. Madre se avergonzaría de tí.
Entonces mi padre le dio un bofetón que lo tiró de la silla. Mi padre podía soportar muchas cosas, pero Prudencio le acababa de encontrar las cosquillas.
Mi hermano escupió sangre al suelo, al lado de los pies de Padre. Aquello ya era pasarse. Padre era una autoridad, y Prudencio había desafiando su paciencia.
Padre saltó sobre él y lo arrastró tirándole del pelo por la cocina hasta llevarlo a su habitación, dónde le pegó tan fuerte que Iago, Constante y yo nos tapamos los oídos para no escuchar sus gritos. Estuvimos unos minutos sin saber que hacer, inmóviles, en silencio. Xurxo no aguantó más y fue a defender a su hermano.
—¡Padre! ¡Padre! ¡Ya basta! ¡Lo vas a matar! —dijo agarrándole el brazo.
Xurxo se agachó en el suelo al lado de su hermano y Padre se marchó fuera de la casa llevándose consigo el dinero que Prudencio acababa de recuperar.
Prudencio apartó a Xurxo de un manotazo y salió a la puerta.
—¡Vuelve aquí, cabrón! ¡Aún no has acabado conmigo! ¡Mírame, tú sí que eres un buen padre! ¡Eso, vete a gastártelo todo en bebida! ¡Mejor en eso que en mantener a tus hijos con vida una semana más! ¡¿No?! ¡Hijo de puta!
Xurxo y Brais lo obligaron a entrar en casa. Lo sentaron en la silla de nuevo. Tenía toda la cara morada por los golpes y se le había abierto una herida en la mandíbula. Tenía el mentón terriblemente hinchado.
—¿Vosotros qué miráis? ¡Id a la cama! —nos ordenó a los tres pequeños.
Pero yo me quedé mirando por la cerradura de la puerta.
Cuando se quitó la camisa, pude ver la marca exacta zapatos de padre. Tenía la zona del hígado negra. Se levantó la pierna del pantalón, dejando ver las marcas de las patadas que había recibido en la espinilla.
No quise mirar más y me fui a la cama. Cuando acabaron de arreglarlo todo lo que pudieron lo llevaron entre los tres hasta la cama. Y ahí estaba mi hermano, a mi lado en la cama.
Nunca habíamos visto a Padre así. Nunca había sentido tanto miedo por él. Aquel no era mi «Papá». Me acerqué a Prudencio y lo abracé por la espalda, a lo que él respondió con un alarido de dolor.
—Perdón. ¿Te molesta?
—No —dijo con la voz de aquel que está al borde de las lágrimas—. Gracias.
Era la primera vez que lo abrazaba. Por una vez en la vida no era yo el que necesitaba que lo cuidasen y mimasen.
A mi hermano aquello, a parte de lo superficial, tuvo que haberle dolido en el alma. Él había sido su mano derecha todo este tiempo y siempre lo había obedecido. Era su hijo más fiel, y así se lo había pagado mi padre.
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