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Capítulo 5: La playa

Con Padre en casa todo parecía más fácil, y con los nuevos empleos de Prudencio y Xurxo, empezamos a comer mejor. Pero pronto nos dimos cuenta de que, tras la muerte de mi abuelo, la comida y el dinero volverían a faltar como antaño.

—Hijos, ya estáis acostumbrados a estar sin mí. Me preguntaba qué os parecería que embarcara en un pesquero que está aquí en Vigo. Me han ofrecido un empleo, bien pagado. Podremos permitirnos carne una vez a la semana y quizás comprar una cama nueva. Serían solo cuatro meses, pero si les parece que hago bien el trabajo, me han dicho que podría embarcar más veces y más tiempo pero por más dinero. Esta vez es de verdad, no me voy a ninguna guerra. En fin, ¿qué opináis?

Brais comenzó a escribir rápidamente lo que Padre acababa de decir en un papel para mostrárselo a Xabier. Mientras tanto, las quejas comenzaron:

—¡La última vez que nos dejaste solos Xabi se quedó sordo! —gritó Xurxo señalando a Prudencio, culpandolo de aquel accidente.

—¡Cuatro meses es mucho tiempo, Padre! ¡¿Después de todo lo que hemos esperado para tenerte en casa?! —se quejó Constante.

—¡Iago apenas te conoce! —le espeté yo.

Cuando Brais hubo terminado de transcribir sus palabras, Xabier negó con la cabeza.

—¡Basta! Pensad que lo hago por vosotros. ¿¡Creéis que después de todo lo que he sufrido quiero irme otra vez!? ¡Pues os equivocáis! ¡Perdí muchos amigos en la guerra, para mí fue tan duro como para vosotros irme!

Padre nos calló. Al fin y al cabo, él haría lo que creyera conveniente para nosotros.

—Sabéis que la abuela os puede ayudar con lo que necesitéis, igual que Consuelo. Todo el mundo os quiere bien, en caso de necesidad os echarán una mano.

Yo empecé a llorar.

—Papá...

Era la primera vez que me atrevía a llamarlo así. Pensé que se enfadaría, pues siempre lo habíamos llamado Padre, como fórmula de respeto, pero sin embargo, él me acercó a si y me abrazó con mucha ternura.

—Todo irá bien, ya lo veréis.

***

Padre se marchó dos días más tarde después de aquella conversación. Y con su ida, nuestra abuela se vino a vivir a nuestra casa.

La abuela era una persona muy cascarrabias y mandona. En cuanto llegó a casa organizó todo a su gusto.

—¡Panda de inútiles! Moved vuestros vagos culos e id a trabajar. ¡Esto es lo que pasa cuando en la casa no hay ninguna mujer! ¡Está asquerosa! ¡Barred ahora mismo! ¿¡Y qué es esto!? ¡Huele fatal!

En cuanto podíamos, huíamos de casa. Mi mejor baza era Miguel, pues mi abuela tenía la estúpida esperanza de que algún día el maestro contrajera matrimonio y tuviera una hija y que, gracias a mí, mi hermano algún día tuviera alguna posibilidad con ella, por lo tanto, casi me obligaba a salir a jugar con él.

—Oye, tu abuela está un poco mal de la cabeza, ¿verdad?

—No lo sabes tú bien, Miguel.

Miguel llevaba el balón bajo el brazo aquel día, pero no lo llegamos a utilizar.

—¿Aquella es María? —pregunté.

—Sí —dijo Miguel sonriente, corriendo hacia ella para ir a saludarla—. ¡María!

Yo no había visto a María desde el día que mi hermano se había quedado sordo. Bueno, aquello no era del todo cierto. La había visto, pero en cuanto intentaba acercarme a ella, esta salía corriendo. Y aquella vez no fue diferente, pues en cuanto vio que Miguel iba acompañado intentó escapar.

Yo la empezé a perseguir, aquella vez no iba a permitir que se fuera. María no podía correr con aquellos incómodos zapatos, y enseguida la alcancé y la agarré por el brazo

—¡Sueltame Anxo! ¡Mi padre no me deja hablar contigo! —me chilló.

Entonces entendí porqué me evitaba.

—¡Me haces daño!

Solté su blanco brazo.

—María, Anxo no es malo —dijo Miguel sin entender que pasaba.

—Ya lo sé, Miguel. No puedo estar con vosotros, me tengo que ir. Mi padre no me deja...

—María, ven con nosotros. Íbamos a la playa.

María dejó de intentar marcharse.

—Mi padre nunca me deja bajar a la playa...

Miguel y yo nos miramos sorprendidos.

—Ni siquiera sé nadar —dijo tímidamente.

—¡Pues eso no puede ser! —dijo Miguel sonriendo—. Vamos ahora mismo.

María dudó, pero finalmente sonrió encantada y accedió a venir con nosotros.

***

—¿María, quieres espabilar? A este paso no llegamos...

—Me duelen los pies... Pensaba que íbamos a la de allí al lado.

—¿Para que tu padre te echara la bronca? ¡No somos estúpidos! Vamos a nuestra playa —le dije yo.

—¿«Vuestra»?

—Solo la conocemos mis hermanos y yo y algunos amigos.

—Ah...

Pero María iba a la misma velocidad.

—Para. Quítate esos horribles zapatos ahora mismo.

—Pero mi padre...

—«Pero mi padre...» —repetí imitándola, burlándome de ella.

—Vale...

Total, ya iba a llevar una buena al llegar a casa. Se los quitó y los lanzó a unas zarzas.

—Bueno, yo no te dije que hicieras eso... —dije temiendo la reacción de su padre.

—Lo hecho está hecho —dijo satisfecha.

Sin aquellos zapatos llegamos enseguida. La playa estaba muy escondida. Para acceder a ella tenías que bajar por un estrecho camino rodeado de vegetación. Pero aquella playa era estupenda: olas moderadas, animales marinos a tutiplén, arena suave y fría... La había descubierto mi padre cuando iba en un barco pequeño con su padre, es decir, mi abuelo.

María sonrió con fuerza. El mar se reflejaba en sus ojos. Cuando puso por primera vez en su vida el pie en la arena se rio. Luego, puso el otro, con timidez, como si caminara sobre un hielo a punto de desquebrajarse.

Miró al frente, y entonces... Echó a correr.

—¡Bien!

Se tiró a la arena y se embadurnó con ella.

—Como se está poniendo el vestido... —dijo Miguel.

Entonces empezamos a desvestirnos.

—Eh, ¿qué hacéis? —nos preguntó.

—¿Tú que crees? No vamos a nadar con ropa —le dije.

María se sonrojó.

—Pero yo estoy aquí...

—Pues quítate la ropa, o la mancharás toda. Aunque a estas alturas... —le contesté.

Yo no veía ningún problema. En la playa del pueblo tanto los niños como niñas nadaban en su mayoría desnudos.

—Pero... ¡Pues no miréis!

Nosotros nos giramos y cada uno fue a lo suyo.

—¿Ya está? 

—Sí.

Se había metido en el agua todo lo que podía haciendo pie. Miguel y yo no teníamos ningún pudor, así que corrimos hacia el agua sin remilgos.

Empezamos una guerra de salpicaduras.

—¡Toma!

—¡Tonto!

—¡Eh!

Nos pusimos al sol para secarnos en las rocas. María en seguida se había olvidado de que ella era una señorita.

En cuanto estuvimos secos, nos vestimos. Cuando ya estábamos vestidos, mi hermano Xabier llegó a la playa con un amigo suyo y con Brais. Nosotros le saludamos, pero él nos miró como si fuéramos un milagro. Brais habló por él.

—¿¡Sabe el padre de María que está aquí!?

Negué con la cabeza.

—Por favor, no se lo digáis —pidió ella.

—Yo no diré nada, pero ándate con cuidado.

María asintió.

Cuando regresamos al pueblo, mis hermanos mayores salían de la fábrica acompañados por un montón de chicas de su edad. De los trabajadores, la gran mayoría estaba formada por mujeres. Las chicas reían todos los chistes de mis hermanos y los cogían del brazo.

—¿Qué les pasa? —preguntó Miguel.

—¿Por qué les siguen? —pregunté también sin quitarles la vista de encima.

—Bueno, tus hermanos son guapos, sobre todo Prudencio —respondió María.

—¿Mis hermanos? ¿«Guapos»? Por favor, Xurxo parece sacado del culo de un mono, y Prudencio no es tan gracioso.

—Pero es guapo —dijo sonriendo ante mi reacción—. Se complementan, uno es el gracioso, y el otro es el guapo.

Miguel y yo pusimos cara de asco.

—Te equivocas, María —dije yo.

—No te preocupes, tú también eres guapo, también vendrán las chicas a tí. Bueno, los dos —dijo tras mirar de nuevo a Miguel.

—¡Yo no quiero chicas! Sois tontas. Y muy pesadas —dije yo.

—Eso pensaba mi hermana Lola de los chicos y ahora quiere uno —dijo sonriendo con malicia.

—Yo no cambiaré de opinión.

—Lo harás, Anxo, lo harás.

Y tras eso me cogió la cara y me dio un beso en la mejilla, repitiendo el mismo acto luego con Miguel.

—¡Adiós! —se despidió dulcemente.

Miguel y yo nos miramos.

—¿Qué ha sido eso? —dijimos a la vez.

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