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Capítulo 33: Naranjas

(Aviso: Los  siguientes capítulos serán modificados próximamente. Por ello, recomiendo esperar a que desaparezca este mensaje antes de proseguir con la lectura. Gracias por la paciencia.)

—Despierta.

—¿Um?

Xurxo dejó de zarandearme los hombros cuando abrí los ojos. Me había quedado dormido sentado en el suelo bajo la mesa del teléfono. Todavía lo tenía pegado a la oreja. Había estado hablando con mis hermanos, pero en algún momento me debí quedar dormido.

—Si tenías sueño podrías haber ido a la cama. No hacía falta que esperases a que volviera.

—No, estoy bien. Cenemos —dije frotándome los ojos.

Para comunicarme con María y Miguel lo tendría más difícil, ya que en el piso en el que convivían con otros dos estudiantes no había teléfono, así que tendría que escribirles cartas a la dirección que me habían indicado.

Nos sentamos a la mesa los dos hermanos y las tres mujeres.

—Vaya, despertó el principito —dijo Carmen—. Debes tener el culo frío después de tanto tiempo en el suelo.

—Es que mi hermano Xabier se enrolla mucho al teléfono. —Rio Xurxo, haciéndome sonreír—. Es mejor sentarse en el suelo.

Carmen no pareció entender porqué mi hermano se reía, pero al final se acabó dando cuenta.

—Ah, Xabier es el sordo, ¿no? Ahora lo pillo. —Me miró—. El señor de la casa es muy animado, ¿verdad? Es como un crío —dijo irónica.

Terminé la sopa y Dolors me miró inquisitiva:

—¿Qué tal estaba?

—Muy buena.

—Me alegro de que te guste. Por fin alguien que come de todo y sin rechistar —arrastró las palabras mirando a Xurxo.

—Dolors, cocinas muy bien, pero pudiendo hacer carne estofada no sé porqué comemos sopa —se quejó Xurxo riendo.

—No va a ser todos los días carne... —respondió ella.

Las mujeres recogieron los platos y cada uno fue a su habitación.

Atlas había encontrado entretenimiento rasgando unos papeles que había dejado sobre la mesilla.

—Malo.

—Malo —repitió el loro.

Me reí. Le acaricié el cuello y empezó a repetir:

—Sí, justo ahí...

Maldito loro. Eso era lo que decía María...

—Eh, eso no lo digas.

—El gallo hace kikirikiii —gritó el animal.

—Shhh, los vas a despertar.

—Atlas —dijo su nombre.

—Venga, se acabó, es tarde.

Lo encerré en la jaula y apagué la luz.

Antes del amanecer ya estaba cantando. Yo me había acostumbrado a su sonido, pero parecía que a Carmen no le hacía ninguna gracia.

—¡O lo haces callar o lo mato! —me despertó a gritos.

—Atlas, calla... —dije sin mucho ánimo.

—Ni puta gracia, bicho —contestó el loro.

Carmen gritó escandalizada por el vocabulario del loro.

—No, eso sí que no. Lo que nos faltaba en esta casa, un loro malhablado.

—Esa frase se la enseñó Xurxo con quince años, yo no tengo la culpa.

—Sí que es tu responsabilidad. Edúcalo.

Cerró de un portazo la puerta de mi habitación.

—Atlas... Cierra el pico.

***

Mis clases no empezaban hasta la semana siguiente, así que desayuné tranquilamente.

Mi hermano y las demás no se habían levantado, así que estaba solo en el comedor. Tuve que cubrir con una manta a Atlas para que se tranquilizase. Estaba casi seguro que estaba nervioso por el cambio de hogar y de clima.

Anaïs bajó las escaleras.

—¿Ya estás desayunando?

—Carmen no me dejaba en paz.

—Tu loro tampoco a nosotras.

Ella fue a la cocina y volvió con una naranja.

—¿¡Hay naranjas!?

—Sí, claro.

Me levanté y fui a por una que me supo a gloria.

—Hacía muchísimo que no comía una.

—¿De verdad?

—En mi casa solía comer manzanas y peras, que era lo que teníamos en el patio. Mi vecina tenía un naranjo, pero casi todas se estropeaban y acababan como comida para los cerdos, y las pocas que se salvaban eran demasiado amargas. Mi amigo Miguel también tenía un naranjo en el jardín, pero aquel era bueno, nada que ver con el de mi vecina, y la gente se las robaba.

—Hablas muy bien castellano. Mejor incluso que tú hermano. Casi sin acento —dijo ella.

—Eso es porque Miguel no sabe gallego y su padre, que es profesor, le tiene un asco tremendo, aparte de que son de Castilla. En su casa me llamo «Ángel», así que imagínate. Y como María vive en su casa también pues no me queda otra que hablar en castellano, pese a que en mi casa nadie lo haga.

—¿Quién es María? —preguntó curiosa.

—Es una... —No supe qué decir— chica...

—¿Tu amiga?

—No exactamente.

—¿Tu novia?

—Tampoco exactamente.

Anaïs rio.

—Entonces es un dolor de cabeza.

Reí también.

—Sí, algo así.

Terminé la naranja y me dispuse a recoger mi plato, aunque ella lo hizo por mí.

Anaïs era un año o dos mayor que yo. Llevaba su pelo castaño recogido y era rubia por las puntas. Tenía la cara redonda y los ojos de color avellana. Estaba delgada, pero no tanto como para resultar desagradable a la vista. Se parecía mucho a su madre, solo que en ella se notaba mucho más el duro paso de los años y estaba algo más rellenita.

Una vez mi hermano se hubo ido a trabajar, me senté en su sofá, aunque descubrí que no me gustaba su tacto. Carmen me obligó a salir de allí para poder barrer.

—¿Vas a estar toda la mañana haciendo el vago? ¡Sé un hombre y ve a hacer algo!

No le hice caso y me fui a la habitación, a hacer de nuevo el vago. Me aburría y no sabía qué hacer.

Aquí lo hacían todo las mujeres y no tenía a nadie con quién entretenerme. Hacía calor y pensé en ir a la playa, así que cogí mi bañador y salí por la puerta, pero al llegar a la verja de la calle me detuve y di la vuelta. No sabría moverme por aquella ciudad.

—¿Ibas a alguna parte? —preguntó Dolors poniéndose un sombrero.

—No, yo...

—Podrías venir a la compra con nosotras si no tienes nadie mejor que hacer. Siempre está bien tener a alguien que cargue con las cosas más pesadas.

Al final accedí a ir con ella y con Anaïs.

Anaïs llevaba una cesta de mimbre y un mandilón blanco sobre el vestido.

—Saca ese trapo ahora mismo, me da vergüenza que te vean así —dijo su madre.

Me sentí tentado de decir que se podría decir lo mismo de su sombrero pero me contuve.

Caminamos al sol por las calles de la ciudad hasta que llegamos a la parada del tranvía.

—¿Vamos en tranvía? —pregunté.

—Sí. ¿Por qué no? —contestó la mujer.

Disfruté tanto como aquel momento en el que había visto la nieve por primera vez.

—Pareces un niño —dijo Dolors sonriente.

Una niña se rio cuando vio que al llegar a una curva me agarraba al asiento.

Bajamos y nos dirigimos hacia la Boquería.

—¡Ahh! —grité apartándome a un lado cuando un perro negro me empezó a ladrar.

El perro prosiguió su camino sin hacerme más caso.

—Ya me puedes soltar, la fiera se ha ido —dijo Dolors, a la que le estaba constriñendo el brazo.

—¿Le tienes miedo a los perros? —se rio Anaïs.

—No.

—Sí, seguro que no. —Dolors se frotó las marcas de mi mano en su brazo.

—Bueno, un poco. ¡Pero es que siempre me ladran! ¡Me tienen manía!

—No sé cómo puedes tener un loro y que te den miedo los perros.

Nos adentramos en el mercado y compramos verduras, leche, carne y muchas naranjas para mí. Me tocó a mí cargar con toda la mercancía, salvo con las naranjas, que las llevaba Anaïs en su cesta.

—Gracias —dijo el carnicero al finalizar la venta.

Dolors se puso tensa, muy tensa. Parecía incluso asustada. Anaïs, al ver el comportamiento de su madre, miró donde ella y entonces adoptó la misma actitud.

- Vamos, apresuraos. - ordenó.

Anaïs y yo la seguimos deprisa pero sin correr para no llamar la atención. Empezaron a rodearnos unos policías.

- Anaïs, coge de la mano a Anxo y no te separes de él. - dijo la madre.

Anaïs se apretó a mí y apoyó su cabeza en mi hombro.

Yo tenía la respiración acelerada, tanto por la carrera como por la ansiedad de no saber que ocurría.

- ¡Jorge! - gritó Dolors - ¡Jorge, estamos aquí, date prisa!

Sabía que se refería a mi hermano, pero yo no lo veía por ninguna parte.
Entonces los policías se fueron y dejaron de cercarnos.

Salimos del mercado a toda prisa y fuimos a un callejón alejado.

Anaïs se abrazó a su madre y comenzó a llorar. Dolors miraba hacia el cielo, como agradeciéndole a Dios algo.

- ¿Por qué nos seguían? - pregunté.
- Te lo explico en casa.

***

Mi hermano entró por la puerta corriendo y abrazó a las dos mujeres.

- ¿Estáis bien? ¿Estáis bien? He venido lo más rápido que he podido.
- Sí, lo estamos. - dijo Dolors, todavía algo nerviosa.

Nos sentamos en el comedor. Yo quería una explicación. Una vez mi hermano hubo escuchado la historia dijo:

- A partir de ahora será mejor que no vayáis a la compra. Iremos Carmen, Anxo o yo, pero no vosotras. Sería correr un riesgo innecesario.
- Estoy de acuerdo. - dijo Dolors.
- ¿Alguien me puede explicar qué ocurre? - pregunté.

Mi hermano y las Bellpuig se miraron entre ellos, como decidiendo si era digno de su confianza.

- Hace tres años, siete policías entraron en mi casa y se llevaron a mi marido por "exaltamiento de comunismo" y "provocar desorden público". No he vuelto a saber de él. - empezó Dolors.

Lágrimas corrieron por sus mejillas. Se las limpió e intentó acabar la historia.

- Tres de ellos se fueron con mi marido. Pero los cuatro restantes se quedaron allí, en nuestra casa. Uno me agarró los brazos por detrás de la espalda cuando menos me lo esperaba y me puso un cuchillo en la garganta. - se le rompió la voz, tuvo que parar.
- Uno de los hombres, el más gordo, tiró los platos que había sobre la mesa. Distraída por el ruido, el más alto tuvo la oportunidad perfecta de agarrarme por los brazos y ponerme sobre la mesa. - dijo Anaïs dejando correr las lágrimas de sus ojos por sus mejillas - Aún recuerdo su peso sobre mi cuerpo, su olor, y el olor de los otros tres. Recuerdo los gritos de mi madre, y recuerdo los míos propios. Y recuerdo el dolor, la humillación, la infinita agonía... Yo... Yo lo recuerdo...

Definitivamente se rompieron madre e hija. Aquellas mujeres que tan alegres parecían hace unas horas ahora lloraban desconsoladamente la una contra la otra.

- Las encontré en la calle un año después de aquello. Los policías hicieron que su hogar ardiera hasta los cimientos. - dijo Xurxo - Las traje aquí conmigo y las he protegido desde entonces. A veces vuelven a aparecer los policías e intentan atraparlas de nuevo para Dios sabe qué, pero hasta el momento hemos tenido suerte. Un día me enfrenté a ellos cuando las atraparon por primera vez. Las dejaron ir, pero solo porque conocían mi fama. No creo que ese truco vuelva a funcionar.

Carmen acarició el brazo de Dolors y la espalda de Anaïs.

- Deberíais ir a descansar. - dijo Carmen.

Las acompañó escaleras arriba.

- Vaya...
- Sí... - pero ahora Xurxo parecía distraído.

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