Capítulo 32: Cambio de planes
Todavía era temprano cuando me desperté, pero no pude volver a dormir. Atlas se despertó cuando encendí la luz de mi mesilla.
—Perdona, amigo.
El loro bajó al colchón y empezó a jugar con mis dedos.
—Hoy se va Prudencio.
El loro no hizo caso al sonido de mis palabras.
—Yo no pinto nada en Barcelona. Es demasiado... ¿Grande? Sí, grande. Y solo conoceré a Xurxo. Allí tendría que rehacer de nuevo mi vida y... No sé si quiero eso. Pero es hora de cambiar.
Me levanté de la cama y me vestí. Luego me peiné y desayuné para aprovechar el tiempo que me quedaba antes de ir a despedirme de mi hermano al puerto de Vigo. Decidí dar un paseo por la playa.
Todavía recordaba el día que había aparecido un marinero muerto en la orilla. Una pesadilla donde mi hermano era el que llegaba a la costa era lo que me había despertado. No podría soportar verlo con los ojos devorados por los peces y la piel rota por los golpes contra las rocas, simplemente no podría.
—¿Tampoco podías dormir?
Me giré.
—Cristina, vuelve a casa, es pronto.
—Tu hermano ronca. —Rio.
Esperé a que llegara a mi altura para seguir caminando. Hacía bastante brisa y ella no había traído chaqueta, así que le cedí la mía.
—Gracias.
Empezaba a oler a pan, lo que indicaba que los panaderos habían encendido ya los hornos. Aquel olor se mezclaba con el del mar, haciendo una combinación extraña.
—¿Crees que debería irme a Barcelona, con Xurxo?
—Creo que deberías hacer lo que tú quisieras, y no lo que los otros creamos conveniente.
—Pero crees que debería irme.
—Sí, lo creo.
Suspiré.
—No puedes pasarte esperando toda la vida por María, ni puedes quedarte en el pueblo para siempre.
—Prudencio, Brais, Xabier y Iago siguen aquí.
—Se acabarán yendo. Créeme, los pueblos desaparecerán en pro de las ciudades. La gente se irá, en busca de trabajo y una vida mejor. —Dudó un momento—. Se suponía que no debería decirte esto... Pero bueno, lo haré de todas formas. Uxía me ha dicho que cuando regrese Prudencio le gustaría ir a la Coruña. Ya lo tiene pensado.
Estaba sorprendido.
—No creo que les guste a los niños.
—Se acostumbrarán, Anxo. Todo cambia y nada permanece.
Una gaviota pasó volando tan cerca de nuestras cabezas que casi podría haberme despeinado.
—Xabi me ha pedido que me case con él.
Menudo día más movidito.
—¡Eso es fantástico!
La abracé y le día un beso en la mejilla.
—No lo es, Anxo...
Entonces le resbaló una lágrima por la cara.
—No llores, Cristina. ¿Qué ocurre?
La abracé.
—No estés nerviosa, mi hermano te tratará como una reina.
—No es eso.
Se estaba empezando a desmoronar. Se sentó en la arena fría y se llevó las manos a la cara. Me senté junto a ella y le acaricié la espalda cariñosamente.
—Es por algo que él no sabe...
Si hasta entonces había mantenido las lágrimas a raya, en aquel momento perdió totalmente el control.
—¿Puedo saberlo? —pregunté, sin saber muy bien que hacer.
Ella dijo entre hipo:
—Estuve embarazada. ¡Y lo perdí, Anxo! ¡Lo perdí! Él no lo supo ni nadie más. Había pasado tan poco tiempo...
Apreté su cabeza contra mi cuerpo.
—Dios mío... —susurré, horrorizado por lo que había sufrido en secreto.
Le besé la frente.
—Si él se entera... Si no puedo tener nunca un hijo para él... —Estaba rota.
—No digas eso. Supongo que le pasará a mucha gente eso. Y era el primer embarazo, Cristina.
—¡Ya lo sé, pero tengo miedo!
—Pues no deberías. Seguro que tendrás muchos niños, te lo digo yo.
—No puedes estar seguro.
—Lo estoy.
Era la hora, teníamos que irnos. Le limpié las lágrimas de los ojos con las yemas de mis dedos y la ayudé a levantarse.
—Prométeme que no se lo dirás.
—Te lo prometo.
***
Mi hermano Xurxo montó en su coche, listo para regresar a casa tras haberse despedido de todos.
—¿Estás seguro, Anxo?
No, no lo estaba. No estaba seguro de que estuviera haciendo lo correcto. Prudencio antes de embarcar en aquel enorme trasatlántico me había recomendado que aceptase la oferta de Xurxo y me fuera con él, pero yo no le hice caso. No podía irme, mi hogar estaba allí. Estudiaría ingeniería naval en Vigo.
—Sí, lo estoy —dije.
Xurxo me miró por última vez y sus ojos parecían suplicarme que lo acompañara. Hubiera sido divertido estar allí delante para ver cómo el estilista le pedía que se casara con su hija, pero a mí me gustaba Galicia.
Al final cerró la puerta del coche y se fue. Me quedé absorto mirando hacia el horizonte siguiendo el camino que había recorrido el vehículo. María agarró mi brazo.
—Deberías haber ido.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—A veces lo que uno debe hacer no sé corresponde con lo que le pide el alma.
Ella apoyó su cabeza sobre mi hombro. Había tomado la decisión correcta, porque de no haber estado allí, no podría haberle salvado la vida tan solo unas pocas semanas más tarde.
***
El calor del verano se hizo agobiante. Aquel estaba siendo el más caluroso de mi vida. Me despertaba en medio de la noche empapado de sudor y durante el día no aguantaba más de unas horas al sol.
Habíamos ido los tres amigos a la playa, para aprovechar los pocos días de verano que quedaban. Yo iba hablando con Miguel, mientras que María iba un paso por delante doblando la toalla.
—Tal vez debería probar a peinarme de otra manera, este pelo me hace cabezón —se quejó Miguel.
No sé porque molestarse por un poco de pelo mal colocado cuando estás lleno de espantosas cicatrices. Si te olvidabas de ellas, Miguel era mono, pero... El problema era que había que olvidarse de ellas.
—Bah, está bien así.
—¿Tú crees? Pero...
Escuché el ruido del coche de los Massó. María no lo vio venir.
Y en aquel instante el mundo se detuvo para mí. Solo pude hacer una cosa. Una cosa que podría habernos matado a los dos. Pero tenía que hacerlo.
Salté y empujé a María tan fuerte que llegó sana y salva al otro lado de la calle. Pero yo... yo no puedo decir lo mismo.
***
Desperté en un hospital, agradeciendo estar vivo. Me dolía la cabeza y el abdomen. Poco a poco abrí los ojos. Xabier empezó a sacudir a Brais y a preguntarle entre lágrimas si podía oír.
—¿Puedes oír? —me preguntó Brais.
—Sí. —Reí.
Xabi respiró aliviado.
María saltó sobre mí y me abrazó, haciendo que soltara un gemido.
—Dios mío, Dios mío. ¡Te creía muerto otra vez! ¡Gracias! ¡Gracias, Anxo! ¡Pero no lo vuelvas a hacer, ¿vale?! ¡No me des estos sustos! —Sonreía a la vez que lloraba.
Sentí que me mareaba y tuve que agarrarme a los barrotes de la camilla. Aquellos mareos y dolores de cabeza me acompañaron el resto de mi vida, la única secuela de aquel accidente.
Cecilia me acarició el pelo.
—Qué valiente.
Yo no había sido valiente. No creía que lo hubiera sido. Solo era que no podría soportar ver a María sangrando sobre el suelo y ya ni hablar de verla morir.
***
María y Miguel se fueron a mediados de septiembre. Yo también me fui, pero no a Vigo, si no a Barcelona. Había cambiado de opinión. Me mareaba demasiado como para subir a un barco, y desde luego no iba a estudiar nada relacionado con ellos si no iba a poder montar jamás. Sería algo así como hacer violines siendo sordo.
Así que allí estaba yo, montado en el coche de mi hermano camino a Barcelona, para estudiar arquitectura.
—Ya verás, aunque estos años «la economía no ha ido muy bien» —lo dijo con algo de miedo—, estos coches se venden solos entre las clases pudientes. Son gente insufrible, pero también asquerosamente rica
Xurxo no había parado de exaltar la belleza de sus coches en lo que llevábamos de trayecto. Podría parecer que lo hacía por mero entusiasmo o tal vez por pavonearse, pero yo sabía que lo hacía porque estaba nervioso, porque necesitaba pensar en otra cosa que no fuera en que Pruden todavía no había regresado.
—Oh, y no has visto los edificios de Barcelona. Te encantarán siendo un futuro arquitecto. Y también...
—Xurxo —lo interrumpí—. Déjalo, por favor.
Entonces se calló.
—Prudencio volverá, lo sé.
Xurxo sonrió amargamente.
—Ya —contestó.
Entramos en Burgos.
—Oye... Siento lo de los barcos.
—No pasa nada. Así es la vida.
—¿No te molesta?
—Sí, pero no cambiaría por nada lo que hice.
—María es una chica con suerte.
Empezaba a anochecer.
—¿Te importa que paremos por alguna parte? No me gusta conducir de noche.
—Eres un conductor estupendo, ¿cómo es que no puedes conducir en la oscuridad?
—Puedo, pero no me gusta. —Sonrió ante el cumplido.
—Sí, no me importa.
—Entonces pararé en el primer hostal que vea.
Me apoyé contra el cristal y cerré los ojos.
Mi hermano me despertó media hora más tarde zarandeándome.
—¿Allí te vale? —Señaló un cartel.
—Sí, ahí mismo.
Mi hermano aparcó en el descampado que había enfrente. Al bajar del coche noté la grava bajo mis pies y el frío nocturno. Xurxo cogió una maleta del maletero donde llevábamos los pijamas y fuimos al interior.
En la recepción no había nadie, así que llamamos con la campanilla que había sobre la mesa. Tardó mucho en llegar, pero por fin nos atendió una mujer que estaba tan gorda que hacía rechinar el parqué bajo sus pies.
—Buenas noches —dijo secamente.
—Buenas noches, bella dama —la vaciló mi hermano, haciendo que se me pusieran los pelos de punta—. Una habitación para los dos hombres más guapos que hayan pasado por aquí en... —Se fijó en las esquinas llenas de polvo—. Bueno creo que somos los primeros en pasar en mucho tiempo.
La mujer lo miró seriamente y sentí miedo. Parecía que le podría arrancar de cuajo la cabeza a Xurxo, lo que le hubiera estado bien. Pero en cambio, la mujer soltó una risa rápida y le dijo:
—No te vayas de listo conmigo, muchacho, que soy la que prepara el desayuno. —Tendió la llave en el aire—. La tres. Toda vuestra.
—Muy amable, señorita.
La señora se fue riendo por donde había venido.
Le dí un codazo.
—¡Eh!
—Xurxo, casi me muero.
—Tranquilo, hombre. ¿A que ha sido divertido?
—Para mí no. —Me reí—. No has cambiado en absoluto.
—Tú tampoco. Tan inocentón como siempre... —Me palmeó la espalda.
Subimos las escaleras y llegamos a la habitación. No era gran cosa, pero las camas parecían cómodas. Cuando me acosté, apagué la luz.
—Me alegra que vengas conmigo, Anxo. Sé que no soy ni de lejos tu hermano favorito, pero te demostraré que también puedo ser agradable.
Encendí de nuevo la luz y me giré para mirarlo.
—Me caes bien, Xurxo. No sé porqué dices eso.
—No soy Prudencio, no soy tan responsable y buen hermano. Tampoco soy cariñoso como Xabier ni simpático como Brais. Ni siquiera cuento con la belleza de Iago. Yo soy el gracioso y borde, siempre lo he sido.
—«Graciosillo», que es diferente —lo corregí riendo—. Pero también tienes tus cosas buenas. Nos regalaste un caballo.
—Que luego vendí a escondidas...
—Me regalaste un traje.
—Un detallito insignificante.
—Y... No se me ocurre más. —Me reí—. Pero eres un buen hermano. Por algún motivo que no llego a entender, pero lo eres.
—Me alegra saberlo. Ya puedes apagar la luz.
Iba a apagarla, pero me detuve.
—¿Y yo qué soy?
—¿Eh?
—Pruden el responsable, tú el gracioso, Brais el simpático... ¿Yo?
—El pesado que no me deja dormir. Apaga la luz.
Obedecí.
Entonces escuché a mi espalda:
—Tú eres el bueno, al que es imposible odiar porque siempre busca lo mejor para todos.
Cerré los ojos.
***
Por la mañana no me atreví a morder las tostadas del desayuno. La mujer de la recepción había dejado la amenaza demasiado clara. A mí hermano no parecía importarle, porque comía como un loco.
La mujer se acercó y le sirvió más leche colocándole sus enormes tetas delante de la cara.
—¿Qué tal, hermoso? ¿Habéis dormido bien?
—Perfectamente. He soñado toda la noche contigo, preciosa.
—Ay, pero qué lisonjero es este hombre —dijo dándole un golpe en la espalda que casi hizo que le saliera la tostada disparada de la boca.
La mujer se apartó para atender al otro único cliente. Mi hermano seguía tosiendo.
—Uf, eso no me lo esperaba. Casi muero atragantado.
Me reí.
***
Y allí, tras muchos kilómetros, se alzaba Barcelona. La ciudad más grande que hubiera visto en toda mi vida.
—¿Increíble, eh? —dijo mi hermano.
—Mucho.
Su casa estaba en un barrio muy rico. Tenía un jardín muy colorido en el frente y era de un tono rojizo. De cada ventana colgaba una maceta con flores y la puerta era gris oscura y dorada en los detalles. Pero el exterior no era nada comparado con el interior. Todo estaba muy bien decorado y me sorprendió ver fotos nuestras enmarcadas y colgadas en la pared.
—¿Qué te parece?
—No tengo palabras. —Y era verdad lo que decía.
—Por fuera es un poco fea, por lo menos a mí no me gusta, pero por dentro la he dejado bastante decente.
Dejó las maletas en el suelo y dos mujeres vinieron a encargarse de ellas.
—Mira, allí tienes el teléfono. El comedor, el despacho, el salón... La tele puedes usarla cuando quieras, aunque últimamente no ponen gran cosa. La cocina... —Me fue señalado y enseñando las partes de la casa. —Las habitaciones están arriba, desde luego no iban a estar junto a la cocina. —Aunque era exactamente como estaban en casa.
Subimos las escaleras.
—Esta es la habitación del servicio, la de Carmen, Anaïs y Dolors. Si te es difícil aprenderte sus nombres puedes decirlos en castellano, pero ya que ellas se esfuerzan en decir los nuestros creo que lo mínimo que podemos hacer es intentar pronunciarlos.
Asentí.
—Esta es la mía —dijo dando un golpe en la puerta—. Y aquella es la tuya. Mañana ordenaré que te traigan un escritorio, no te preocupes. Puedes ponerlo todo a tu gusto.
—Gracias.
—Eso sí, prohibido entrar en la cocina si no quieres que Dolors te corte los dedos. Da mucho miedo cuando se enfada. Y como le mezcles las verduras... —susurró entre risas.
—Entendido.
—Bueno, creo que eso es todo. Cualquier cosa me lo dices, y si vas a salir informa antes primero, y si crees que te vas a perder pide a alguien que te acompañe. En esta ciudad hay mucho amigo de lo ajeno...
—Vale.
—Bien, pues yo tengo que ir un momento al trabajo. Volveré para la cena.
Ya había salido de mi habitación cuando volvió a entrar para anunciar que la cena era a las nueve. Cuando se fue, me senté sobre la cama y acaricié la colcha. Nada que ver ese lujo con lo que teníamos en casa.
Pensé en lo lejos que estaba y en lo mucho que echaba de menos las risas de mi hermano Iago al volver de clase, la amabilidad de Cristina y la compañía silenciosa de Xabier. Sentía que una lágrima me iba a caer por los ojos, pero me contuve al ver que una chica con un delantal rosa me observaba desde la puerta.
—Perdona... No sabía qué hacer con... —Elevó la jaula.
—Atlas, se llama Atlas —dije sonriente.
—Eso. ¿Dónde lo pongo?
—No te preocupes, déjalo ahí, ya le buscaré un buen lugar.
—Está bien.
Ya se iba a ir pero la detuve.
—¿Dolors?
—No, Anaïs. Dolors es mi madre. —Sonrió.
—Gracias, Anáis —pronuncié erróneamente.
—De nada.
Saqué a Atlas de su jaula y me lo puse al hombro.
Bajé las escaleras y me situé frente al teléfono. Nunca había marcado un número, así que empecé a presionar los números sin obtener resultados.
—¿Necesitas ayuda? —Era Anaïs de nuevo, pero ahora iba cargada con toallas limpias.
—No. Bueno, sí. ¿Qué tengo que hacer para marcar un número?
—Ah, es muy fácil. Espera.
Dejó las toallas sobre la mesa y se puso frente al teléfono.
—¿A dónde quieres llamar?
—A casa de mi hermano Brais.
—¿El número?
—Pues no lo sé. Creo que tiene dos cuatros y un seis.
Anaïs suspiró y volvió con una libreta donde estaban apuntados todos los números de Xurxo.
—¿Brais, no?
—Exacto.
Empezó a leer los nombres y encontró «Brais». Me enseñó a marcar con la rosca y me puse el teléfono en la oreja.
—¿Hola?
—Hola. —Era la voz de Cecilia.
—¡Hola! Soy Anxo.
Al ver que ya estaba hablando, Anaïs volvió a su trabajo.
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