Capítulo 3: Miguel
Con el tiempo, la ausencia de Padre dejó de ser el eje central de nuestras vidas para ser tan solo una parte de ellas. Casi habían pasado dos años desde su marcha, dos largos años.
—¡Buenos días niños! —el conserje llamó nuestra atención—. El profesor Quintairos no trabajará más aquí debido a que es demasiado «rojo». —En aquel momento yo solo era un niño e, inocente de mí, creí que había tomado algo que le había sentado mal y que había hecho que cambiara el tono de su piel—. Pero ahora tendréis un profesor mucho más preparado para la enseñanza. Os presento al señor Fernández.
El señor Fernández echó una mirada terrible al conserje. En cuanto habló, supimos que algo no encajaba. El profesor hablaba castellano.
Pese aquella mirada furtiva, pronto empezó a sonreír. No parecía un mal hombre. Venía acompañado de un niño muy rubio.
—Miguel, siéntate allí —dijo señalando el pupitre que estaba al lado del mío.
El niño avanzó en silencio hasta su sitio. En cuanto se sentó le pregunté de dónde venían.
—¡En castellano! ¡Pregúntaselo en castellano! Ni una palabra de gallego en mi clase.
Le repetí la pregunta a Miguel en castellano, a lo que los demás respondieron riendo, ya que debía ser la primera vez que me escuchaban hablar en español. El profesor golpeó la mesa con la regla y los hizo callar. Empezó a dar la lección, aunque yo todavía seguía intentando conocer a mi nuevo compañero.
—De Castilla.
Asentí. Parecía tímido.
Al salir de la clase lo seguí.
—¿Te apetece venir a jugar al fútbol por la tarde? Quizás venga Benito y mi hermano Constante.
—V-vale.
El profesor llegó a la altura en la que estábamos.
—Miguel, sé amable con este niño. ¿Te apetece venir a casa a jugar?
Yo asentí. No parecían mala gente, a pesar de su repulsión por el gallego.
Miguel era nuevo, así que necesitaría amigos, sobre todo siendo el hijo del profesor.
De camino a su casa el profesor me preguntó:
—¿Sabe tu padre que estás aquí?
—No sé ni dónde está él —respondí, en castellano, por supuesto.
—Claro, la guerra...
—No, mi padre está en el Gran Sol.
El profesor me miró extrañado, pero lo dejó pasar.
—¿Y tu madre?
—Murió.
—Vaya, Lucía corrió la misma suerte.
Miguel me miró como se mira a aquel que sabe lo que has sufrido. Eso pareció ablandar un poco su capa de timidez y desconfianza.
Aquel hombre cojeaba una barbaridad, aunque por el resto parecía fuerte e intimidante. Quizás por eso se hubiera librado de la guerra. Entrar en la casa de Miguel fue casi como entrar en el cielo. Tan solo la casa de María era más grande. Olía a carne asada y mis tripas rugieron.
—¿Tienes hambre?
—Sí.
Parecía que me iba a preguntar algo más, pero antes se detuvo para preguntarme mi nombre.
—Disculpa, ¿Podrías repetirme tu nombre? Tengo la cabeza muy espesa ahora mismo.
—Anxo.
—«Ángel», que nombre más bonito.
Iba a protestar, pero Miguel me lo impidió. En aquel momento no lo sabía, pero me acababa de salvar de una buena.
—Ángel, ¿Quieres quedarte a comer? —me ofreció.
—Yo aceptaría, pero mis hermanos me esperan. Solo puedo quedarme un rato antes de volver a casa.
—¡Que vengan también! —dijo contento—. Cuántos más mejor, ¿verdad, Miguel?
Miguel sonrió tímidamente.
—Ve a buscarlos —me ordenó.
Volví con toda la tropa. El señor Fernández se quedó sin palabras.
—No pensé que fuerais tantos...
—Si molestamos nos iremos, no tenemos ningún problema —dijo Prudencio.
—No, en absoluto, pasad todos —dijo volviendo a sonreír.
A la mesa nos sentamos los siete hermanos, Miguel, su padre y la sirvienta.
—Qué bueno es tener compañía —dijo el maestro—. Sobre todo cuando eres nuevo en el pueblo. Gracias por ser tan amable con mi hijo, Ángel.
Verdaderamente, yo no había hecho nada por él. En realidad, habían sido ellos los que nos habían dado de comer. Mis hermanos al escuchar que me llamaba Ángel no pudieron evitar reír. Estábamos comiendo como cerdos, comparados con aquellos dos, que comían con los más finos modales.
—Y vosotros, ¿Cómo os llamáis? —preguntó de nuevo.
—Yo soy Prudencio, este es Jorge, Javier, Blas, Constante y mi hermano Santiago. Y a Ángel ya lo conocéis —dijo traduciendo los nombres, consciente de que aquel hombre era un poco maniático.
—Qué nombres tan...
—¡Eh! —protestó Xurxo—. Jorge será tu madre, yo soy «Xurxo».
El profesor lo miró con odio.
—En mi casa, nadie habla así, jovencito. —Por primera vez, sentí miedo de aquel hombre que hasta entonces había sido tan amigable.
—Yo hablo como me da la gana —dijo hablando en gallego, se levantó y se fue.
—Lo siento, mi hermano... —corrió a disculparse Prudencio.
—No tiene importancia. Es culpa del ambiente del pueblo y de la educación de los republicanos.
Nadie se atrevió a discutir con él.
Tras la comida, mi hermano Constante, Miguel y yo bajamos a jugar con su balón, que a diferencia del nuestro estaba nuevo y limpio.
Constante silbó al ver aquella belleza de balón.
—Vaya... ¿Y nos dejas jugar con el?
—¡Claro! ¿Para qué está si no? —dijo Miguel.
Aquel niño ya empezaba a coger confianza.
—Pero está tan limpio —le dije yo, admirando la pelota.
—Solo es un balón —dijo Miguel dándole una patada—. Ahora tengo amigos con quiénes jugar con él. Prefiero gastarlo así que dejarlo metido en la caja.
Aquel día lo pasamos maravillosamente. Pronto se unieron más niños. Incluso mis hermanos Xabier y Brais aparecieron por allí.
Entonces vi a María. Siempre había deseado que aquella niña fuera simpática conmigo y fuera mi amiga, pues parecía la clase de persona que uno quiere como amigo. Todas las niñas se peleaban por su compañía, pues era la más lista, la más simpática y, por qué no decirlo, también la más rica. María iba acompañada de otras dos niñas con sus vestidos de niñas buenas.
—¿Quieres jugar? —le grité desde lo lejos.
Pronto se empezaron a reír de mí.
—¡Anxo! ¡Es una niña! ¡No les gusta el fútbol! —se burló mi hermano Xabier—. ¿Eres tonto o qué?
Él no fue el único, pues los otros niños que estaban allí también se empezaron a reír de mi superidea.
—Pensé que siendo más sería más divertido... —dije intentando disculpar mi estupidez.
Las amigas de María se fueron riendo por su camino, pero ella se acercó.
—¿Entonces puedo jugar?
Todos la miraron sorprendidos.
—¿Y tu vestido? —preguntó Mario, uno de los mayores.
—¡Eres una niña! —gritó Sebastián, uno de los pequeños.
María restó importancia a esos comentarios.
—No pasa nada.
Nadie tuvo tiempo para protestar, porque ella corrió detrás del balón y lo lanzó a la portería que habíamos hecho con dos chaquetas.
No teníamos palabras. Era la primera vez que veíamos una niña jugar con un balón. Entonces el juego se volvió a poner en marcha, y nadie parecía recordar que jugábamos con alguien del otro sexo.
María era muy rápida, incluso con vestido, pero tenía muy poca fuerza. Tras acabar el partido, ella tenía la ropa hecha un asco.
—Tu padre te va a matar —le dije.
—Uf... Anxo, ¿me acompañarías a casa? Es que me da miedo ir sola porque sé que mi padre se enfadará.
Por mi mente se pasó la idea de negarme, con mucha fuerza, pero no pude decir que no a aquellos ojitos.
—Vale.
—¡Bien! —dijo dando un pequeño brinco que le movió las trenzas.
Empezaba a oscurecer y ella vivía lejos.
—Me da pena que luego tengas que volver tú solo por este camino —dijo ella.
—A mi me daría más miedo enfrentarme a tu padre.
María se rio.
—Anxo, ha sido divertido. Ojalá juguemos más veces.
Asentí.
—Bueno, ya hemos llegado. Gracias.
Abrió la puerta, y su padre miró con espanto su vestido, pero no dijo nada conmigo delante. Me cerró la puerta en las narices. Desde fuera de la casa escuché el bofetón que le dio.
***
Al día siguiente fui a clase con Miguel, y al siguiente, y al siguiente, y así sucesivamente. Él siempre venía a buscarme y siempre íbamos por la tarde a jugar. Pronto se convirtió en mi mejor amigo.
María apareció con la marca de la mano de su padre en la cara al día siguiente del partido. Nadie se atrevió a volverle a preguntar si quería jugar.
Prudencio me llamó desde la puerta de casa y fui corriendo hacia allá. Fuera esperaba María.
—¿Me acompañas a por moras?
Otra vez, no pude negarme.
***
—¿De verdad tanto trabajo por unos frutos tan pequeños? —Ya habíamos buscado por un gran trozo de monte sin encontrar más que una o dos zarzas pequeñas.
—Mi madre quiere hacer pastel con ellas, pero Lola no está para ayudarme a recogerlas.
Encontramos otra planta y empecé a buscar las moras.
—A mí no me gustan.
—¿Las has probado?
Asentí.
—Xurxo me obligó.
—Prueba otra.
Nada, seguían sin gustarme.
—Qué rarito eres, Anxo.
Se le enganchó una trenza en el árbol.
—¡No! Vaya... —se lamentó al verla deshecha—. ¿Sabes? —dijo enseñándomela.
—No.
—Venga, es como trenzar las cuerdas del puerto.
Hice lo que pude, pero era muy mal peluquero.
—¿Qué tal estoy? —preguntó.
—Muy guapa —dije yo, deseando acabar con todo eso.
—¿De verdad lo crees? —dijo sonriendo.
—Sí. —Me reí al ver lo tonta que se volvía al escuchar eso.
—A lo mejor a tí te quedan bien —dijo ella riendo.
—¡No, no, no!
No preguntéis como, pero acabé sentado en una roca con ella haciéndome trenzas con mis rizos castaños.
—Tienes el pelo muy corto... Te combinan con las pecas. —Se rio.
—Ja, ja, ja.
Un gritó interrumpió nuestros juegos.
—Nenaza —Era mi hermano Xurxo, que nos acababa de encontrar—. Corre, ven a casa. —Parecía alterado.
Me sacudí el pelo y fui corriendo a casa, dejando sola a María.
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