Capítulo 27: Resurrección
Abrí los ojos poco a poco. Estaba vivo. Respiraba de nuevo. Seguía débil, pero vivo. Aparté la tela que cubría mi cabeza.
—¿Pru-prudencio? —susurré al cuerpo que estaba llorando en la silla enfrente a mi cama.
Prudencio se movió asustado.
—¡¿Has hablado?!
—Sí...
—¡Oh, Dios mío! ¡Gracias! ¡Gracias, señor! —Se lanzó sobre mí para abrazarme—. ¡Venid! ¡Venid! ¡Está vivo! —gritó saliendo por la habitación.
Al otro lado escuché:
—¡Imposible! —gritó Cristina.
—¡Pruden, déjalo, es de mal gusto! —protestó Brais.
—¡No, os lo juro, lo he visto! —gritó Pruden.
—¡Está muerto! —La voz de Brais.
El primero en entrar fue Pruden, que estaba tirando del brazo de Brais.
—Hola —dije.
—¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! —gritó asustado—. ¡Estás muerto! ¡Es decir, tú estabas...!
Xabier entró y se tiró sobre mí como había hecho Prudencio.
—Estabas muerto... No te latía el corazón... —susurró Cristina alucinando.
—¡Corre —ordenó Prudencio a Iago—, ve a avisar a los demás de que está vivo!
—Vais a ahorraros el ataúd —bromeé.
—Cabrón —me dijo Pruden mientras me revolvía el pelo.
***
María todavía lloraba cuando llegó a mí. Ella me pegó.
—¡Menudo susto, Maceira! ¡Te creíamos muerto!
Miguel estaba más tranquilo, pero todavía asustado.
Había estado muerto casi una hora. Aquello tenía que ser un milagro. El médico entró corriendo.
—Nunca había visto nada igual... —Estaba atónito.
—Ya ve —le dijo Miguel.
Tras comprobar mi respiración y mi pulso se convenció de que estaba vivo.
—Increíble...
Me volví a quedar dormido.
***
Desperté al día siguiente. Escuché la voz de María.
—Prometedme que no le diréis lo que dije cuando estaba... Cuando creí que estaba muerto —se corrigió.
—Prometido. —Era la voz de Miguel.
—No te preocupes, no le diremos nada. —Ahora era la voz de Cristina.
Entró en la habitación. Me tomaron la temperatura: treinta y nueve grados.
—Anxo, ¿qué tal te encuentras? —preguntó María.
—Bien...
—Bien no estás, pero te veo mejor —dijo Cristina—. María y yo vamos a por algo de comida que no vayas a vomitar, volvemos ahora.
Me dejaron a solas con Miguel.
—¿Qué es ese olor? —pregunté.
—Alcohol. Intentábamos bajarte la fiebre, y parece que ha funcionado. —Sonrió.
Miguel se sentó en el colchón.
—Siento lo del viaje —dije.
—¿De verdad te preocupa eso ahora? ¡Te creímos muerto, Anxo! —Se rio—. Ya iremos.
—Bien, parece que mi excusa ha colado —bromeé.
—Ya vale... —Se rio.
La cara de Miguel cambió por un momento. Se puso muy serio y su rostro se ensombreció.
—¿Qué... —dudó—. ¿Qué sentiste? Me refiero... Ya sabes... Al morir...
—Me sentí cansado... Como si se hubiera agotado mi tiempo. Tenía una sensación de pesar en el pecho y en la cabeza, pero a la vez... Sentía que algo de mí seguía aquí, dormido. No sé explicarme, lo siento.
—Yo tampoco puedo explicar lo que sentí cuando me estaba muriendo bajo aquel árbol. Era tan... Irreal... Como si el tiempo se hubiera detenido pero a la vez todo estuviera cambiando.
—Sí, algo así sentí.
Nos miramos a los ojos. Poca gente prueba la muerte para volver a la tierra y contarlo.
—¿Lloraste cuando me morí? —Reí, intentando quitar seriedad y tristeza al momento.
—Mucho, pero no se lo digas a nadie. —Rio también.
Giré la cabeza hacia la ventana.
—¿Y María? —pregunté.
No obtuve respuesta, solo me agarró la mano y la apretó con fuerza.
—Me alegra que estés vivo. Mucho. Creo que escuchar que estabas vivo ha sido la mejor noticia que me han dado en la vida.
Sonreí. Empecé a toser. Tardó un rato en pasárseme, pero había bastado para asustar a mi amigo.
—Estoy bien —lo tranquilicé.
***
Me desperté con las sacudidas de mi hermano Prudencio.
—Eh, campeón, despierta.
Estaban él, Uxía, María y Consuelo.
—Tenemos que llevarte hasta la bañera.
—No quiero.
—Hueles a muerto y... Vale, no quería decir eso. —Pensó que quizás me enfadaría oír esa palabra—. Hueles a alcohol, a vomito y a sudor. Además te bajará la fiebre.
Miré a la gente que allí estaba.
—Son mujeres. —Mi voz seguía siendo un hilo.
—¿Qué? —No me había escuchado.
Se acercó a mis labios.
—Son mujeres. —Marqué las palabras tanto como pude.
—¿Qué dice? —preguntó Consuelo.
—Que sois mujeres. —Se rio.
—Qué fino se nos ha vuelto desde que no está muerto. Niño, yo te tengo cambiado pañales —respondió ella.
Vale, quizás no me importaba tanto que me llevarán desnudo Uxía y Consuelo, ¿pero María, de verdad?
Agarré el cuello de la camiseta de mi hermano y lo acerqué a mí.
—¿No hay nadie más?
—Brais y Cecilia están con su bebé, Iago cuidando los míos, Xabi y Cristina están descansando de ser tus enfermeras y Miguel está con su padre en Pontevedra. No, no hay nadie más disponible. —Deseaba terminar de una vez con todo esto.
—¿De verdad hacen falta cuatro personas?
—Si no queremos hacerte daño, mejor.
Al final no tuve otra que aguantarme. Seguía demasiado débil para caminar, y aunque estuviera mejor, seguía teniendo el esguince. Cuando me destaparon cerré los ojos, humillado porque María me viera desnudo y enfermo. Ella me llevaba del brazo izquierdo, Prudencio del derecho y Consuelo y Uxía por las piernas.
—Ugh, ¿esto es el baño? —preguntó María.
—Esto no es tu palacio, muñeca —le contestó Pruden.
Me sentaron en la bañera. El agua estaba caliente. Mi hermano empezó a rascarme la espalda con la esponja. Al oler el jabón que habían traído, fue cuando fui realmente consciente de la peste que desprendía. Mi hermano tenía razón, olía a muerto.
Cuando acabó me envolvió en una toalla, y con otra me secó el pelo.
—Listo.
Esta vez que me cargaron por lo menos tenía una toalla, pero fue también bastante humillante.
—Miradme, enfermo, débil y apestoso. —Sentí pena de mí mismo.
—Bueno, apestoso ya no. —Rio Prudencio.
—¿Quieres vestirte? —preguntó Consuelo.
—Sí. Ya me siento mejor.
Me puso ropa sobre la cama.
—¿Dejáis que lo intente yo? —les pedí un poco de intimidad.
Asintieron y se fueron.
Me dolían los brazos. No sabía que clase de gripe era esa o que diablos había cogido, pero me había chupado toda la energía.
Me arrastré por la cama hasta la ropa. Logré ponerme los calzoncillos y el pantalón, más o menos, pero no era capaz de ponerme la camisa.
—¿Pruden, puedes buscarme en el armario una camiseta?
—Prudencio y Uxía se han ido. Uxía pequeña se ha caído y se ha hecho una herida. —Era la voz de María—. Si me dejas pasar, te puedo ayudar yo.
Total ahora ya me daba igual.
—Vale...
Entró y abrió el armario.
—Ahí solo hay ropa de Xabi —dije.
—Ah, claro, lo siento.
Fue a mi habitación y volvió con una camiseta.
—No era capaz de abrochar los botones... —expliqué avergonzado.
—No pasa nada.
Al ver a María tener que ayudarme por no ser capaz ni de abotonar una camisa empecé a llorar.
—No llores, por favor.
María me agarró la cabeza con suavidad y me apartó las lágrimas con los pulgares.
—No quería que me vieras así...
—Anxo, te he visto muerto. Créeme, prefiero verte mil veces así que pálido y frío dentro de un ataúd.
Volví a empezar a tiritar.
María se sentó en la cama a mi lado y me abrazó. Apoyó su cabeza sobre mi hombro.
—¿Me dejas peinarte? —me preguntó.
—Si te hace ilusión...
Ella sonrió y corrió a buscar un peine. Aquello me recordó a aquel día de pequeños en el que ella me hizo trencitas en medio del monte mientras buscábamos moras.
Cuando volvió, yo ya daba cabezazos del sueño.
—No, no te duermas. Ya has dormido mucho —me regañó.
Se puso enfrente de mí empezó a peinarme.
—Tienes un pelo rebelde —Rio.
Luego pasó a los lados, y después por la nuca. Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos.
—¿Qué?
—Nada.
Volvió a pasarme el peine por la nuca y yo volví a echar la cabeza atrás.
—¿Te gusta? —Rio.
—Sí —dije algo avergonzado.
—Qué raro eres.
Volvió a hacerlo.
—Es divertido. Es como cuando le acariciábamos el cuello a León.
Sonreí.
—Me encanta cuando me comparas con un perro.
—Buen chico —se burló.
Volví a cabecear.
—No —me lo prohibió.
—Estoy cansado.
—Te fastidias.
Cuando acabó de peinarme me dijo:
—Qué guapo te he dejado. Una obra maestra. Claro que el producto también era bueno...
Me tumbé de nuevo. Necesitaba dormir...
—Que no, pesado. Te he dicho que no puedes dormir.
—Estoy enfermo...
—Me da igual. —Se le ocurrió una idea y sonrió maliciosamente—. Si no te duermes, te rasco la nuca todo lo que quieras.
Me hizo gracia su oferta.
—No es que tenga una obsesión con la nuca, es solo que me da gustito.
—A ver, ¿pues dónde más te da «gustito»?
—No sé. —Me reí.
—¿En la nariz?
—No, para nada.
—Um... El cuello sí. Me acuerdo del día que viniste a mi casa y te lo lamí. Te gustó. —Otra vez sonrió maliciosamente.
—Sí. —Tuve que admitirlo—. Pero a tí te gustó más.
—¡De eso nada! —Se puso a la defensiva.
—Es cierto. Puedes admitirlo que no pasa nada. —Me reí ante su indignación.
—No, tienes que admitirlo tú.
—No, tú... —La tos me interrumpió.
No podía parar de toser. Estaba hablando demasiado.
Cuando paré, ella se subió sobre mí.
—¡¿Qué haces?!
—Demostrarte que tengo razón.
Y me lamió el cuello. Apreté los hombros. Dios, que bien estaba aquello. Cuando acabó el lametón, empezó a besarme por la zona.
Y me quedé dormido.
***
—Ey, despierta.
No había pasado ni un minuto cuando me despertó.
—¿Recuerdas? No te puedes dormir.
—María...
Su cuerpo sobre el mío me empezaba a pesar.
Ella se apartó, dejándome respirar.
—Reconócelo, gano yo.
—Como quieras.
Fue a la cocina y volvió con un vaso de agua.
—Entonces tenemos la nuca y el cuello. ¿Me vas a decir qué más te gusta o lo tendré que averiguar yo?
—Si lo digo lo usarás en mi contra.
—Sí. —Sonrió.
Me lo pensé, pero al final se lo dije.
—Sonará raro, pero me gusta que me toquen las mejillas.
—¿De verdad?
—Sí.
Ella me pasó sus dedos por las mejillas. Sentí como me ponía colorado. Entonces bajó sus dedos a mis labios.
—También te gusta, ¿verdad?
Los tenía resecos, pero sí, me gustaba.
—Eso ya es más normal, Maceira.
La puerta se abrió y entró Cristina.
—¿Qué tal estás?
—Bien.
—Me alegro. María, ya te puedes ir a casa, seguro que te están esperando.
María me acarició la mejilla sonriendo y se fue. Era mala...
Cristina me puso la mano en la frente.
—Estás ardiendo...
—No, tranquila, no es de la fiebre.
Cristina sonrió.
—Eres muy mono cuando sonríes. —Se fijó en que no estaba desnudo—. Y cuando estás vestido.
Sonreí.
—¿Y tú aquí? —Me fijé en que aquello podía sonar un poco borde—. Es decir, en tu lugar pasaría de mí y me iría con Xabi a alguna parte a pasarlo bien.
—Estoy bien aquí. Además, Xabi se ha ido al banco a pedir un crédito.
—¿Para qué? —pregunté extrañado.
—Dice que quiere abrir una librería, o por lo menos eso es lo que me ha escrito.
Sonreí. Menuda ocurrencia la de mi hermano.
—Cuando esté mejor te ayudaré con el lenguaje de signos —le prometí.
—Gracias.
***
Una semana más tarde ya estaba completamente recuperado, incluso del esguince. Volvía a tener color en la piel y recuperé el apetito. Regresé a clase y a trabajar. Menos mal que le caía bien a mi jefe, porque yo ya me daba por despedido.
—Ángel, me alegra verte de nuevo —me saludó el padre de Miguel.
—Quería disculparme por no haber podido ir a...
—Lo aplazamos hasta que te recuperases. Tranquilo, no importa. A Miguel le hacía tanta ilusión que fueras que tuve que prometerle que no iríamos sin tí.
—Gracias —le dije tímidamente—. ¿Están en casa?
—Sí, están arriba. Pero María no sé encuentra muy bien.
Desde la última vez que había estado «indispuesta» había pasado un mes, así que tenía que volver a ser lo mismo. Ni se me pasó por la cabeza atreverme a llamar a su puerta, pues la última vez casi me mata. Se ponía demasiado desagradable esos días. Y sí, sé que suena cruel después de que ella me estuviera cuidando cuando estuve enfermo, pero no quería saber nada de esos temas de mujeres.
Miguel tenía la puerta abierta de su habitación.
—Hola, ¿qué...?
Miguel cerró de golpe el libro que estaba leyendo y se giró para verme.
—¡Dios, qué susto! ¡¿Puedes llamar, sabes?!
Me reí.
—No me digas que estás otra vez con los libros de Lola...
—No me juzgues, es lo que hay por casa. No hay nada mejor y los dibujos... Bueno, tampoco están tan mal.
—Patético.
—Claro, tú en tu casa lo tienes muy fácil. Puedes mirar a través de la cerradura, pero en la mía hay pestillo en el cuarto de baño. ¿De dónde quieres que saque información?
—Sí, información sobre todo...
—Me interesa mucho em... —Abrió el libro por donde le cuadró—. La candi - di... No sé ni cómo se lee esto. —Abrió otra página—. El parto en mujeres mayores. Dios, es nauseabundo.
—Lo hojeabas tú, no yo.
—Pero yo miraba la anatomía.
—Mira, mejor lo dejamos. —Me reí—. No sé cómo te puede poner eso...
Miguel guardó el libro bajo la cama.
—Bueno, ¿qué tal estás?
—Bien, bien. Ya...
Brais entró corriendo en la habitación.
—Anxo, tienes que venir ahora mismo. Tenemos un problema.
Miguel y yo lo seguimos corriendo escaleras abajo.
—¿Qué ocurre? —pregunté asustado.
—Le habíamos dicho a Xurxo por teléfono que habías muerto y se nos olvidó decirle que habías revivido, así que lleva una semana llorando tu muerte y ahora que lo hemos vuelto a llamar no nos cree. —Se rio.
—Madre mía...
Y nos empezamos a reír.
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