Capítulo 24: Cristina
—Fue una suerte que el perro no le tocara la carótida.
El médico parecía entretenido con su caso.
—Es increíble que tuviera tanta suerte. Créanme, de un mordisco así pocos se salvan. Y como le perforó la tráquea pudo seguir respirando sin ahogarse. Un caso fabuloso, irreal.
Su alegría era casi insultante. No parecía que a Miguel le hiciera tanta gracia. Hacía muy poco que había despertado, y no podía hablar. Le habían tenido que transfundir mucha sangre para mantenerlo con vida. Aquellos mordiscos le dejarían cicatrices para toda la vida.
El doctor se despidió, y se fue.
—Miguel, ¿qué pasó? —le pregunté.
—No puede hablar —me recordó su padre.
—Créame, soy experto en entender gestos. —Gracias a Xabi podía decirlo.
Me volví a dirigir a mi amigo.
—¿Cuántos perros eran?
Enseñó cuatro dedos.
Miguel hacía mucho ruido al respirar, se notaba que le costaba. Estaba cansado. Decidí no forzarlo más.
—Yo me tengo que ir ya, pero vendré luego, ¿vale?
Asintió.
No supe muy bien que decir, si desearle que se mejorara o decirle que estaba muy contento de que hubiera sobrevivido al ataque. Él sabía lo que estaba pensando, así que me sonrió, indicándome que estaba bien así y que sabía lo que sentía.
Salí de la casa, pero antes de continuar, María me detuvo.
—Espera, quiero hablar contigo.
—No te preocupes, entiendo que tú me besaste solo por la emoción del momento. No pasa nada, ya sé que seguimos solo siendo amigos.
—No fue solo la emoción del momento... Y no creo que tú y yo seamos amigos.
—¿Ah, no?
—No sé qué somos, pero tampoco tenemos que ponerle nombre. Eso sí, no se lo digas a nadie. —Se sonrojó.
—María, ¿p-puedo...? Ya sabes...
Ella se aseguró de que no había nadie mirando y entonces se me adelantó.
Cada vez que me besaba sentía un calor que empezaba en el pecho y luego se extendía por el resto del cuerpo. Algo emocionante que hacía que me sintiera completo por unos instantes.
—Bueno, yo vuelvo adentro, con Miguel.
Asentí, todavía emocionado por lo que acababa de pasar.
Aquel día fui dando brincos a casa.
***
Un mes más tarde, Miguel ya estaba prácticamente recuperado. Pero algo había cambiado en él, no sabía el qué, pero lo notaba diferente. Supongo que no te enfrentas dos veces a la muerte sin notar ninguna consecuencia.
Estábamos sentados en la playa. Todavía hacía frío para bañarse y llovía a menudo, pero era un lugar bonito para pensar.
—Lola me ha dicho lo que estábais haciendo María y tú mientras me moría.
—Yo...
—Tranquilo, no estoy enfadado. —Rio—. Bueno, sí, un poco. Se supone que ese tipo de cosas se cuentan entre amigos.
¿Que me llevé un calentón tremendo en vano? Pues menuda aventura...
—De verdad, dos semanas tirado en la cama y no se te ocurrió contarme eso en tus visitas, cabrón.
—¿Pero qué te contó Lola? —Reí.
—Que os acostasteis, ¿qué va a ser?
—Ya me parecía a mí... Exageró un pelín bastante.
—¿No hicisteis nada? —Parecía decepcionado.
—No. Bueno, casi. Vale, no, nada.
Miguel se rio.
—¿Quieres que me acueste con tu hermana? —pregunté al ver su cara de decepción.
—Bueno, a veces yo también quiero...
—¡Miguel!
—¡Con María no, guarro! Yo no hago esas cosas con amigas, por Dios. —Me miró como si yo fuera el cerdo—. Pero con Lola...
—Me das miedo... —Me reí.
Miguel era un salido, pero me alegraba verlo cargado de energías.
—No me digas que no te parece... Ya sabes.
—¿Atractiva?
—Bueno, yo pensaba en palabras más sucias, pero sí.
—Miguel, me das asco. —Me reí.
Miguel llevaba una bufanda azul que usaba para ocultar la venda que todavía llevaba sobre la herida.
Cuando recuperó la voz después del ataque nos explicó que le habían atacado un beagle, un galgo y otros dos perros que debían ser mestizos. Miguel había intentado defenderse con una rama caída que había cogido, pero se dio cuenta de que no llegaría muy lejos si se enfrentaba a aquellos cuatro, así que emprendió la carrera. El beagle y el galgo lo habían perseguido, como los otros, pero no le habían mordido. Uno de los otros dos era un perro muy grande, negro, con una mandíbula fuerte que le permitía tener una mordida de la cual Miguel no hubiera podido librarse si el otro perro no se le hubiera cruzado delante. Le dolió tanto que se le cayó la rama de las manos. El perro negro solo le soltó la pierna cuando el otro le saltó al cuello. El otro era uno de color castaño, aún más grande que el negro, pero parecía más débil. Entonces, Miguel cayó al suelo, y se intentó proteger la cabeza, así que el perro marrón le mordió de nuevo, esta vez en el brazo. Tuvo la suerte de que las fieras se empezaron a pelear por su derecho a matarlo, así que tuvo una oportunidad y la aprovechó. Se arrastró hasta el hueco donde lo habíamos encontrado, fuera del alcance de los animales.. Y entonces, se desmayó.
—Tengo que irme ya a casa. Mi padre se ha vuelto muy exigente —dijo Miguel.
—¿Te acompaño?
—No hace falta.
Yo me hubiera sentido más a gusto acompañándolo, asegurándome de que llegara a casa a salvo, pero sabía que él odiaba que lo trataran como un crío.
Increíblemente, Miguel seguía sin tener miedo a los perros aún después de haber vivido lo que vivió, algo que no cabía en mi cabeza. Yo siempre había huido de ellos desde aquella vez en la que León me había saltado encima. Sentía pavor por ellos.
***
Sin Miguel, no tenía sentido seguir dando vueltas por la calle. Aquel día, el dueño del almacén no había podido abrir porque se había puesto enfermo de un pulmón. Moriría a los pocos días, pero yo de aquella no lo sabía y menosprecié su estado. Solo podía pensar en que, básicamente, estaba de vacaciones.
Yo me había ofrecido a encargarme del lugar, pues al fin y al cabo, solo había que cargar los camiones y carros de los compradores con aquellos enormes sacos de pienso y no tenía mucha ciencia, pero él no se fiaba de mí ni del resto de sus tres empleados. Dos de ellos eran bastante más mayores que yo, pero luego había un chico que era un año mayor que yo. Me caía bien, pero me recordaba demasiado a Constante su aspecto, y no soportaba recordar a mi hermano todos los días.
Así que decidí pasarme por la plaza, ya que se acercaba la hora en la que Xabier solía recoger su puesto y volver a casa, por lo que tendría compañía.
Al llegar allí, me encontré con el paisaje con el que tantas veces me había encontrado. Un grupo de niñatas rodeaban a mi hermano, que estaba sentado en una banqueta, mofándose de él. Estúpidas quinceañeras sin nada mejor que hacer.
Una, la mayor, se sentó sobre sus piernas y cogió la cabeza de mi hermano con sus manos, obligándole a mirarla a la cara. Ella empezó a mover sus caderas, haciendo que las otras rieran. Las mujeres que allí había las miraban escandalizadas, preguntándose como unas jovencitas tan simpáticas podían humillar así a mi hermano que, aunque avergonzado, no podía decirles nada sin arriesgarse a pronunciar mal ni apartarlas sin que lo acusaran de ser un bruto, lo que hacía que sus risas aumentaran, mientras que los hombres reían encantados y le gritaban a mi hermano que disfrutase.
Mi hermano se puso colorado, tanto por la vergüenza como por su enfado y frustración. Me recordaba tanto a mí con María...
Yo conocía a aquella chica. Se llamaba Cristina y tenía un año menos que él. Ella había sido la que había comenzado con todo aquello. Al principio, solo le gritaba algún que otro insulto, a lo que él respondía con una mirada de incomprensión. Luego ella pasó a juegos más crueles, como acercase por detrás y tirar por el taburete donde estaba sentado, haciéndole caer para atrás. Poco a poco su nivel fue aumentando, lo que provocó que Xabi y Brais discutieran cuando el segundo se enteró de cómo Cristina lo sometía a sus bromas. Brais lo acusaba de cobarde y le decía que no podía permitir que lo tratara así una chica. Xabi se defendía diciendo que él no era nadie, solo un sordo, y que tampoco podía hacer nada por remediarlo, que él no era Brais y que no tenía suerte en la vida. «La suerte tienes que salir a buscarla a base de puñetazos» le había contestado Brais. Pero Xabi no se veía capaz de pegar a una chica.
La chica le empezó a susurrar lo que parecían ser insultos. Mi hermano no hacía nada. Estaba allí, aguantando, como cualquier otro día. Pero yo no podía soportar verlo así.
—¡Fuera! ¡Alejaos de él!
Ellas se separaron entre risas.
Mi cabreo en aquel momento era mayúsculo, y sentí la necesidad de hacer que mi hermano se comportase como un hombre.
Lo levanté de golpe y le pegué un puñetazo en la mandíbula, mandando a la mierda todas las promesas que le había hecho a Prudencio de «no más peleas en la familia».
—¡Nenaza! ¿¡Tú eres un hombre o qué!? —Él parecía sorprendido de verme—. ¡No dejes que te traten así!
Le estaba gritando, y sabía que él no me escuchaba, pero necesitaba desahogarme.
—¡Joder, Xabi! ¡Soy tu hermano menor! ¡Deberías darme una torta! ¡Defiéndete! ¡Defiende tu honor!
Me separé, enfadado. Él no se movió. Cogí su brazo y me golpeé con él.
—¡Así! ¡Dame como le diste a Xurxo! ¡Sácame dos dientes! ¡Vamos! —No funcionaba—. ¡Vamoooooos! —le grité más fuerte.
Él no reaccionó. Entonces le dije en lenguaje de signos:
—*Si dejas que tu hermano menor te pegue, es que no mereces tu apellido*.
Xabier entonces me dio en la nariz.
Yo sonreí. Por fin había logrado que sacara su carácter. Él no se disculpó, y aunque lo intentase, yo no se lo hubiera permitido. Y sonriendo me fui por la puerta.
***
Me senté fuera a esperar a que terminase su trabajo, y de paso frenar la sangre que caía de mi nariz. Entonces vi como Cristina salía por la puerta a toda prisa y detrás, mi hermano, que ni se fijó en mí. Yo los seguí de lejos, temiendo que mi hermano decidiera vengarse.
La chica aceleró el paso, pero mi hermano no la perdía de vista. La perseguía en silencio. Pero al llegar a una calle más escondida, ella debió sentir demasiado miedo para continuar, así que le gritó.
—¡Deja de seguirme! ¡Deja de seguirme o gritaré tan alto que pronto llegarán los guardias!
Mi hermano, burlón, se señaló las orejas y sonrió. La chica lo miró asustada. Seguro que en aquellos momentos deseó haberlo tratado mejor. Poco a poco Xabi avanzó hasta ella y agarró su brazo con fuerza. Cristina estaba bloqueada por el miedo.
Yo sentí miedo de lo que podría hacer mi hermano. Es decir... ¿Él no sería capaz de...? ¿No? Iba a salir de mi escondite para frenarlo, pero entonces él la besó con fuerza. Un beso muy intenso, lleno de sentimiento. La chica le pegó una bofetada. Mi hermano sonrió. Ella iba a golpearlo otra vez, pero algo cambió en su expresión. Y entonces lo besó.
Yo no entendía nada.
Él la empujó contra la pared de una casa. La presionó contra su cuerpo y acarició sus curvas mientras la besaba. Ella respiraba con fuerza. Empezó a acariciar su espalda sobre su abrigo, pero entonces pareció recordar quién era porque lo empujó hacia atrás.
—¡Sigue soñando, sordo!
Y siguió caminando toda chula.
—Cristina —dijo mi hermano sin ningún error, como si hubiera dicho aquel nombre miles de veces.
Ella frenó en seco. Poco a poco giró la cabeza, pero no movió su cuerpo.
—Me gustas. —Otra vez perfectamente.
Ella sonrió, pero no era una sonrisa de felicidad, sino una agridulce.
—¿Después de todo lo que te he hecho? Qué ironía.
Ahora recuerdo aquel momento, y pienso que hubiera sido una excelente telenovela.
Mi hermano se acercó, y esta vez, con suavidad, coló su mano entre los dedos de la chica y acercó su cabeza a la suya, haciendo que ella notase su respiración. Entonces levantó la cabeza y la miró a los ojos.
Ella le dio un beso tímido, nada que ver con el que habían compartido hacía unos momentos.
—No está tan mal. —Se dijo a sí misma.
Entonces arrastró a mi hermano hasta la puerta más cercana, que era la de su casa y lo empujó al interior.
Yo, me disculpé a mi mismo diciéndome que era por su seguridad, pero la verdad es que solo quería cotillear y algo de marcha. Había una pequeña ventana que daba al cuarto en la parte alta de la habitación. Me subí sobre un montón de troncos que había allí amontonados y miré al interior con curiosidad.
Mi hermano la estaba desnudando. Estaban tan entretenidos que ninguno de los dos se dio cuenta de mi presencia.
Ella estaba tumbada en la cama, con las piernas abiertas. Aquella fue la primera vez que ví a una mujer totalmente desnuda. Mi hermano estaba de rodillas enfrente de ella, ya con los pantalones bajados. Tiró por ella con fuerza para acercarla a su cuerpo, haciendo que riera. Mi hermano se puso sobre ella y empezó a acariciar su piel. Parecía que la chica tenía cosquillas, porque se movía espasmódicamente.
Cuando él llegó a su pecho, ella lo apartó bruscamente y mi hermano le dejó espacio. Parecía que ella volvía a dudar sobre lo que estaba haciendo, pero volvió a agarrarlo y acercarlo.
Mi hermano entró en la chica, y ella echó el cuello hacia atrás. Escuchaba los gemidos de ella desde fuera. Xabi embestía con fuerza, sudoroso. Me sorprendió el sonido que hacía. Era... Extraño.
Ella llegó al clímax, y con ella él. Xabi se apartó agotado, hiperventilando, igual que ella. Sonreía.
—¡Eh, tú!
Los gritos de aquel hombre me devolvieron a la realidad.
—¿¡Qué haces ahí!? ¡Vas a descolocar todos los troncos y su dueño te gritará!
Yo no sabía donde meterme, así que salté y huí.
—¡Eh! —seguía gritando el hombre en la distancia.
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