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Capítulo 22: Rata

—¿Está Miguel? —pregunté.

—No, no lo he visto en todo el día.

María estaba apoyada en el marco de la puerta.

—¿Y eso? —Señaló al gran agujero de mi camisa.

—¿Eh? Ah, nada, se me rompió, pero ya hace bastante.

—Pues compra otra —dijo como si fuera lo más natural del mundo.

Al ver mi cara de «¿me tomas el pelo?» debió recordar que en mi casa no andábamos sobrados de dinero, al contrario que ella, que en cuanto se le rompía una falda o lo que fuera, el padre de Miguel le compraba otra. Volvía a vivir como una reina, igual que cuando era pequeña. No había aprendido nada de la época en la que había vivido en la misma miseria en la que yo llevaba metido dieciséis años.

—Ah, perdón, no me acordaba —dijo ella medio riendo, intentando disimular—. Venga, te la arreglo yo.

—No tengo tiempo, necesito que Miguel me explique latín y luego tengo que ir a echarle una mano a Prudencio, que con el niño, ahora tiene mucho más trabajo.

—¡Te lo explico yo, no te preocupes!

Yo odiaba cuando María hablaba del latín. Mientras que a mí se me daba de pena, ella parecía haber nacido hablándolo, y además, le encantaba presumir de ello. En general, ella era mejor en todo que yo, y se enorgullecía de ello. Por eso, prefería la ayuda de Miguel.

—No hace falta, él...

María no me dio tiempo a acabar la frase y me obligó a entrar en su casa.

Me llevó hasta su habitación. Por increíble que pareciera tras tantos años viniendo a la casa de Miguel, nunca había visto aquella habitación. Había dos camas, una de Lola, y la otra junto a la ventana la suya. Luego había un armario, un espejo, una silla pintada de blanco y una estantería, repleta de libros, igual que la de Miguel.

María debió notarlo, porque al llegar al umbral de la puerta frené de golpe.

—No tengas miedo, Lola no está, y ojos que no ven, corazón que no siente. Ya sabes, si se entera de que te he dejado entrar aquí... Me manda con Mamá —bromeó.

Yo jamás podría bromear con la muerte de un familiar, no entendía como ella sí podía. Supuse que era reír por no llorar.

Me obligó a sentarme en la silla y me puso un libro de latín en las manos.

—Ahora dame ese trapo que llevas por camisa, que intentaré arreglarla.

No sé por qué, pero sentí vergüenza al quitármela.

María no reaccionó de ninguna manera especial, solo la cogió y abrió el armario para sacar una caja con utensilios de costura.

Tenía el espejo de frente, pero aquel que allí veía no era reconocible para mí. Demasiado flaco y descuidado. Yo no podía ser aquel, daba vergüenza. Y luego miré hacia María. No, nada que ver. Mi amiga era un constante recordatorio de que yo era alguien inferior, al igual que Miguel. Ella era hermosa. Hacía mucho que María había dejado de ser aquella niña simpática que llevaba dos trenzas colgando y se había convertido en una mujer de buenas caderas, vistoso pecho y tez brillante. Yo nunca sería alguien para ella, tan bonita con sus rizos cayendo sobre sus hombros y sus labios rojos. Yo era basura a su lado.

Casi siempre estaba deseoso de besarla de nuevo y quizás, si ella me lo permitiera, hacer el amor. Pero en aquel momento, solo deseaba que ella encontrase a algún chico guapo y limpio que la hiciese feliz, alguien que no se pareciera en nada a mí.

—Si quieres estudiar, vas a tener que abrir el libro —dijo riendo, sacándome de mi aturdimiento.

—Sí, cierto...

Cuando acabó de arreglarme la camisa nos sentamos en su cama y estuvo casi media hora intentando explicarme que el caso acusativo no era lo mismo que el dativo.

Por fin logró que yo entendiera lo mínimo y sonrió satisfecha.

—Eres un buen alumno, Maceira —dijo imitando la voz de nuestro maestro.

Sonreí, y tuve que reconocerme a mi mismo que María, pese a su egolatría, era una buena profesora.

—Oye, ¿Miguel no debería haber vuelto? —pregunté.

—También lo podemos pasar bien sin él. —Sonrió maliciosamente.

—N-no, yo no decía eso. Me preocupaba porque... —empecé a tartamudear.

Ella me tumbó sobre su cama y se tiró sobre mí, sujetando mis brazos con fuerza para que no intentase soltarme, aunque si lo hubiera querido, podría habérmela sacudido de encima con facilidad ya que yo era más fuerte.

—María... —protesté.

—Sí, ya sé, te prometo que no te molestaré más. 

—Siempre dices lo mismo. —Hice fuerza para liberarme, pero ella se resistió.

—Solo quiero marcar mi territorio —bromeó.

Entonces me lamió el cuello y luego me soltó. Se levantó y se colocó el pelo. Yo me reí de mí mismo. Era ridículo que una chica me dominase así.

—Esta vez no te saldrás con la tuya —le dije.

—¿Ah, no? Llevas dos años arrastrándote por mí. Soy tu reina. 

—Eso ya lo veremos.

Ella se giró, como si solo estuviera diciendo tonterías. Pero yo estaba hablando en serio. Ella había logrado que me olvidase totalmente de lo que pensaba hacía unos momentos.

La agarré por detrás, sujetando fuerte su cadera, pegándome mucho a ella, hasta que pude sentir su culo contra mí.

—¡Eh!

Ella no se lo esperaba. Entonces le lamí el cuello por la zona donde se había apartado el pelo.

—¡Para, Anxo! —dijo entre risas—. ¡Me hace cosquillas!

—¿Te molesta? —dije riendo—. Ahora sabes lo que se siente.

—No me molesta, ¡pero para! —No podía parar de reír.

Noté que se me aceleraba el pulso y que las manos y la frente me empezaron a sudar.

—Venga, suéltame ya... No vas a lograr nada.

Sus palabras eran un reto. La obligué a caer sobre la cama, como ella había hecho conmigo. Con mi cuerpo sobre el suyo, noté que empezaba a perder el control. Que estaba excitado ya no podía negarlo.

—¡Venga, déjalo ya! —Seguía sin decirlo en serio, yo lo sabía.

Con la palma de mi mano acaricié su pierna, y poco a poco, a la vez que la subía, le levanté la falda hasta que casi pude ver sus bragas.

Ella empezó a temblar y contrajo sus hombros.

—Vale, lo has conseguido. Ahora sal —me dijo, todavía con risa residual.

Me hubiera gustado seguir, pero aunque me costó un mundo, me bajé. Todavía tenía la respiración acelerada.

Ella se incorporó y me acarició el pelo.

—Me parece, que otra vez, gano yo. Tú estás mucho más excitado.

Yo iba a replicar, pero todavía me faltaba el aire.

—Pero casi lo consigues, no ha estado mal...

Yo intenté hablar, pero en vez de eso gemí, haciendo que ella se riera y yo me muriera de vergüenza. Estaba paralizado.

—¿Sabes? Eres un descarado. Casi tanto como yo. No me esperaba lo de la falda.

Yo tuve que sonreír.

—Y creo que...

La puerta se abrió de golpe, asustándonos. María se colocó la falda lo más rápido que pudo y yo busqué mi camisa aunque sin éxito.

—¿Interrumpo algo? —preguntó irónicamente Lola, que parecía totalmente asqueada.

María se levantó y me tiró mi camisa.

—No, nada. —Intentó disimular.

Yo me intenté vestir a toda prisa, pero parecía que los botones no estaban de mi parte.

—Fuera —me ordenó con fuerza.

Yo obedecí asustado, y salí por la puerta, que se cerró de golpe.

Escuché un bofetón, seguido de gritos.

—¡Eres una guarra! ¡Una vergüenza para nuestra familia! ¿¡Te crees que no sé a lo que juegas con ese... Ese... —Buscó una palabra— con esa rata!? ¡Me das asco, María, asco!

Aquello me dolió, en el alma. Me resbalé por la pared hasta caer al suelo, donde me senté, sin poder separarme de la puerta.

—¡Tú no lo entiendes! ¡Solo somos amigos! —dijo ella llorando.

—¿¡Amigos!? ¿¡Amigos!? ¡Ese chico quería montarte María! ¡No estaba de broma! ¡¿Pero tú no lo ves?! ¡Es un animal!

Me dolía el pecho, sentía que iba a estallar.

—¡No es cierto!

—¡Sí que lo es María, sí que lo es! Lo que pasa es que eres tonta, y te niegas a verlo. Es un perro de la calle que usas para divertirte. ¡Le estás haciendo daño! ¡Estás jugando con sus sentimientos! ¡Está enamorado de tí!

—¡Lo sé! ¿¡Vale!? ¡Lo sé! ¡Déjame en paz! ¡Es mi vida!

—¡No! ¡Es la suya! ¡Eres cruel! ¡Le estás dando falsas esperanzas haciéndole creer que alguien de su clase tiene alguna posibilidad con alguien como tú!

Tuve miedo de que Lola tuviera razón.

—¡Él sabe que nunca habrá nada más que esto entre nosotros!

—¡Pues parece que no lo tiene muy claro!

La primera lágrima resbaló por mi mejilla. Me sentía humillado. Bajé corriendo las escaleras, no quería oír más.

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