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Capítulo 11: Riña de hermanos

Me desperté asustado y avergonzado. Sentía un calor en las piernas que nunca antes había sentido. Bueno, en las piernas exactamente no... Pero... Lo sentía tan grande...

Prudencio seguía dormido a mi lado. Yo estaba inmóvil, sin saber muy bien que hacer.

Él se despertó y se frotó los ojos intentando aclarar la vista, pero antes de que él dijera nada yo hablé:

—No se lo digas a nadie, por favor.

Mi hermano asintió en silencio y nunca dijo ni una palabra de aquello. Lo bueno de Prudencio era que se podía confiar en él. Nunca revelaba un secreto, y más si era de uno de sus hermanos.

***

Ya era invierno y llegaron las vacaciones de Navidad. Traer leña a casa por estas fechas solía ser el trabajo de Constante, pero como él ya no estaba, ahora ese trabajo me tocaba a mí. Por suerte para mí, Xabier quiso acompañarme. Así tendría que cargar mucho menos y podríamos llevar más cantidad.

El leñador vivía en el monte, por lo que tuvimos que subir bastante.

—El dinero —le dijo a mi hermano.

Yo en aquel momento estaba distraído.

—¡¿No me has oído?!

Mi hermano seguía cargando a la espalda, sin hacerle caso.

—¿¡Pero qué te has creído, mocoso!?

El leñador empujó a mi hermano al suelo.

—¿Me vas a pagar ahora? ¡Mira que hoy no estoy de buen humor y no tengo paciencia!

Con el estruendo de la leña al caer al suelo vi lo que estaba pasando y corrí hacia los dos.

—¡Basta, el dinero lo tengo yo, no mí hermano! ¡Él está sordo! —dije dándole el dinero.

—La gente como él no debería ni nacer... —dijo quitándomelo de las manos.

Aquello no lo podía permitir, se acababa de pasar, le iba a ... No me dio tiempo, mi hermano ya se había levantado y le había golpeado en la nariz. El leñador cogió uno de los leños y amenazó con lanzárselo. Salimos corriendo de allí.

¿Cómo podía haber llegado aquello tan lejos? Me toqué los bolsillos.

—Mierda... Le dí el dinero...

***

—¿¡Qué!? —mi hermano Prudencio estaba visiblemente enfadado—. Xurxo, Brais, conmigo. Vosotros tres quedaos aquí —dijo mirandonos a Xabier, a Iago y a mí.

Brais se lo explicó en lengua de signos, de la que había empezado a tomar clases junto con Xabier hacía dos meses. Así era más rápido para los dos.

Xabier negó con la cabeza y se llevó la mano al pecho, indicando que se iba con ellos.

—No, ya la has cagado bastante.

Salieron los tres mayores de la casa, pero Xabier tiró del brazo de Brais y dijo algo.

—Xabi dice que lo tratamos como un niño pequeño, que él tiene mi edad y que no es justo que lo tratemos así.

Prudencio se giró.

—Dile que lo sabemos, pero que se quede a cuidar de los otros.

—Dice que Anxo ya no es un niño.

—Dile que me da igual, que yo soy el hermano mayor y punto.

—Dice que ... Espera, me he perdido. Xabi, frena, vas muy rápido —dijo en voz alta mientras se lo decía—. Dice que tú no eres nuestro padre, y que no tienes derecho a decirle dónde puede y no puede ir.

—Dile que no tengo ganas de discutir, que si quiere, que venga, pero que tampoco nos va a ser útil.

Entonces fue Brais el que se enfadó.

—¡No le pienso decir eso! Llevan llamándole inútil toda su vida, y él no soporta sentirse como tal. ¡No puedo decirle que su propio hermano piensa eso de él! ¡No sabes cuánto le dolería!

—¡Yo no digo que sea un inútil, solo que en este caso no va a hacer nada por nosotros! 

—Pero lo has insinuado. ¡Él hace lo que puede, Pruden! Busca ser como nosotros.

—¡Pues no lo es! ¡Que se vaya acostumbrando! ¡Toda su vida va a ser un discapacitado! ¡Eso no lo puede cambiar nadie!

Xabier le pidió a Brais que le dijera lo que Pruden había dicho, pero Brais no quiso.

—Lo hago para que no pierda el amor que siente por tí, que conste, pero que sepas que yo no me pienso olvidar de lo que has dicho hoy sobre él.

Y se metieron los dos mellizos en casa.

Prudencio se fue hacia la playa.

—¿Ya no vamos a por el dinero? —preguntó Xurxo.

—¡Qué le den al dinero! —gritó Pruden mientras se iba.

***

Yo volví junto al leñador, le supliqué perdón y que me devolviera mi dinero o me diese la leña. El hombre parecía no estar dispuesto a ello, pero su mujer casi le obligó con la mirada. Al final, me dio la leña. Toda.

Tuve que bajarla en cuatro viajes, pero la tenía. Lo había logrado por la palabra, y no por la intimidación como mi hermano quería.

—¿La has traído tú? —me preguntó Prudencio cuando vio el montón de leña que había colocado delante de la casa.

Asentí. Él sonrió, pero no era una sonrisa de felicidad. No, era una de esas que salen cuando algo te duele por dentro y alguien más pequeño te da una lección.

—Ven a dentro, quiero hablar con todos.

***

Nos sentamos los seis a la mesa, esperando oír aquello que mi hermano quería decir.

—Brais, dile a Xabier todo lo que dije. No merece que le ocultemos nada. Pero dile también que lo siento mucho, que tenías razón y yo me equivocaba. No es ningún inútil, no es ningún minusválido. Él trae dinero a casa como cualquier otro de nosotros. Hace el doble de esfuerzo para obtenerlo. No tengo ningún derecho a llamarle inútil, ni siquiera a insinuarlo. Dile que no deje que lo desprecien nunca, sea quien sea esa persona. Dile lo siento, que me comporté como Padre. Y yo tampoco soy vuestro padre, así que no quiero que me veáis como tal. Si en algún momento me paso, quiero que os neguéis, que hagáis como Xabi. No quiero ser como Padre. Somos hermanos y eso seremos. Nadie está sobre nadie. Me enfadé por la imagen de perder aquel dinero y lo pagué con vosotros. Y también quiero que sepáis, que mientras nosotros nos comportaba nos como niños, Anxo ha ido y ha solucionado el problema. Ha cogido la leña y la ha bajado toda el solo. Dicho esto, creo que deberíamos darle las gracias por ser el único que ha hecho lo que hay que hacer y recuperar lo que es nuestro.

Uno a uno me fueron dando las gracias, aunque yo no creía que fuera merecedor de ello. Tan solo había cumplido con mi trabajo.

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