Capítulo 1: El sexto de siete hermanos
Fui el sexto de siete hermanos. Llegué a este mundo el 20 de septiembre de 1930 en un pueblo cerca de Pontevedra. Me dijeron que fue un parto relativamente fácil y que, aunque mi madre deseaba una niña, le gusté desde el primer momento en que me vio.
—¡Qué niño más guapo!
En realidad, era bastante normal. Todos los bebés tienen el mismo aspecto, ¿no? O por lo menos eso pienso yo.
Mi nombre lo escogió mi padrino, y me llamó Anxo, como su padre. Dentro de lo que cabía, había tenido suerte. Los padrinos en mi familia eran conocidos por poner nombres fuera de lo común o feos. El que puso la guinda al pastel fue el padrino de mi hermano mayor, Prudencio. Prudencio nunca perdonó que lo nombrase así, odiaba su nombre. Tampoco perdonó a mi padre que se lo hubiese permitido. La verdad es que ambos se pasaron un poco... Cuando yo nací, él tenía seis años. Prudencio, a pesar de su nombre, probablemente era el hermano más guapo. Tenía los ojos grises y su mirada era profunda. También era el más alto y su pelo era de un tono rubio oscuro.
El año siguiente a la llegada de Prudencio, nació mi hermano Xurxo. Xurxo era el más bromista y el más inquieto. Siempre buscaba algo que hacer. Estar entretenido con tareas evitaba que tomase el pelo y realizara bromas crueles al resto de sus hermanos, bueno, a todos excepto a Prudencio, que se hacía respetar como hermano mayor. Tenía los ojos castaños y el pelo rizo. Físicamente era el que más se parecía a mí, pero nada que ver a nivel mental.
Dos años más tarde llegaron los mellizos Xabier y Brais. Eran uña y carne, inseparables. Si no fuera porque Brais tenía los ojos grises y Xabier los tenía azules (él era el único de la familia con los ojos de ese color), todo el mundo hubiera pensado que eran gemelos.
Al año siguiente nació mi hermano Constante (que se nota a la legua que el padrino fue el mismo que el de mi hermano mayor). Constante era muy tranquilo. Siempre hacía todo con calma, pero lo hacía bien. Se concentraba con mucha facilidad y lo daba todo cuando de trabajar se trataba.
Y bueno, aquella era mi familia. No tengo muchos recuerdos hasta la muerte de mi madre, cuatro años más tarde. Fue en el parto del séptimo hermano, Iago. Yo no fui realmente consciente de su muerte hasta varios días después, cuando la empecé a echar terriblemente de menos.
—Padre, ¿Mamá?
—Se ha ido —dijo bebiendo un trago largo de su botella—. Se ha ido para dejarnos a tu hermanito.
Miré hacia la pequeña cuna en la que descansaba mi hermanito.
—Pero yo quiero a Mamá.
—¡Mamá ya no está! —me gritó mi padre.
Me eché a llorar. Un niño de cuatro años necesita una madre. Odié durante mucho tiempo a Iago.
—Tonto, por tu culpa Mamá ya no está. Yo prefería a Mamá.
Iago no entendía lo que yo le decía, por lo que sonreía inocentemente. Quizás eso fue lo que me ablandó un poco. Él también había perdido a su mamá, y más pequeño.
Me alejé de su cuna, pero como estaba en la cocina, no podía evitar pasar por delante de él, y cada vez que sonreía más me gustaba aquel niño. Parecía simpático, pese todo mi rencor hacia él.
***
Los años pasaron, y mi padre me apuntó en la escuela. Iago había aprendido a caminar muy rápido y me siguió hasta la puerta aquel primer día de escuela.
—No, Iago, no puedes venir. — Lo miré con pena—. Lo siento, tendrás que buscar otro con quién jugar.
Iago estaba triste. Lo abracé, pero el abrazo fue interrumpido por un tirón de orejas de mi hermano Xurxo.
—Venga, que llegamos tarde.
El señor Quintairos era un terrible profesor. A parte de que casi siempre estaba enfermo, era muy gruñón. Al entrar por la puerta nos soltó un «llegáis tarde» acompañado por un golpe en la nuca a cada uno de los hermanos.
—Los Maceira siempre seréis iguales, todos unos incorregibles. Menos mal que vuestra madre no está aquí para aguantaros.
Iba a protestar, pero Prudencio me lo impidió. Mis hermanos se sentaron cada uno en su sitio, pero yo tuve que esperar a que el señor Quintairos me indicase el mío. Era una clase muy pequeña, con pocos alumnos y de varias edades. Todos niños.
Al salir, pasamos por delante del colegio «para ricos». Había muchas niñas hablando mientras salían de aquel santuario. La mayor parte de ellas eran de la edad de los mellizos, pero había algunas más pequeñas, de mi edad.
—¡Anxo, espabila! Padre quiere que le ayudemos a reparar las redes en la playa antes de comer —gritó Prudencio.
Yo seguí fastidiado a mi hermano, pues arreglar las redes se me daba terriblemente mal y además tenía hambre.
***
—Anxo, tú no, siempre haces un desastre —dijo Padre quitándome la red de la mano—. Toma, ve y lleva esta cesta a la casa del señor Núñez. Ya me la paga el luego. Que nadie vea su contenido, ¿eh? —Me la iba a entregar, pero se echó atrás—. Sabes quién es, ¿no?
—Sí, Padre, es el doctor, ¿no?
—Exacto. —Entonces sí que me dio la cesta—. Subes arriba por el camino, giras a la derecha en la fuente de la iglesia y vive en aquella casa tan grande. Ya te la he enseñado varias veces.
Asentí y me puse en marcha.
Hacía calor, y antes de llegar tuve que parar a descansar a la sombra. ¿Por qué mi padre habría dicho que no enseñara su contenido? Levanté una de las caballas. Tan solo era pescado, ¿qué tenía de importan... Entonces vi una pequeña caja de metal. Los niños son curiosos, no me pude contener. Abrí la caja y vi más cigarrillos de los que había visto en toda mi vida. Al lado de la caja había un saquito (también debajo del pescado) lleno de tabaco. Aquello no tenía ningún sentido para mí.
Al llegar a la casa llamé a la puerta. Aquella fue la primera vez que vi a María. Llevaba unas simpáticas trenzas castañas.
—H-hola, vengo a traer esto —dije ofreciéndole la cesta.
Ella me miró con desconfianza y llamó a su padre, para acto seguido esconderse detrás de él.
—Um... Gracias. Dile a tu padre que la próxima vez que no ponga pescado por encima, que lo estropea todo. Y que esta marca no me gusta, que si sé que es para traer esto, que no se los pido.
—Perdón.
—No te preocupes. Estás muy flaco, espera.
Entró, cerró la puerta, y cuando la volvió a abrir había vuelto con una pata de cerdo.
—Toma.
Y me cerró la puerta de nuevo en las narices.
***
Llegué triunfal a casa con la manilla de cerdo. Eran tiempos de mucha hambre, y nosotros éramos siete hermanos más nuestro padre, y aunque él solía traer pescado y teníamos gallinas, casi nunca comíamos carne. La manilla a repartir entre ocho no llegó a nada, pero estaba rica.
Por la tarde, mi padre me envió a ayudar a mis abuelos en su finca, que estaba en Cela. Yo odiaba el trabajo de granja y la agricultura, pero no me quedaba otra. Mi hermano Constante, en cambio, parecía sentirse más a gusto en tierra que en agua. A él le gustaba la huerta, por lo que a mí me tocaba ordeñar la vaca y alimentar el cerdo.
Por la noche, estaba tan agotado que llegué a la cama arrastrando los pies. En la casa había tres camas: la de mi padre, la de mis hermanos Xurxo, Xabier y Brais, y la de mi hermano Prudencio, que la compartía conmigo y con Constante. Iago dormía con mi padre.
Se suponía que como él era el mayor y ocupaba más, estaría más cómodo con los más pequeños, pero Constante se movía mucho en la cama, y Prudencio y yo siempre nos despertábamos a punto de caer de esta.
—Pruden, ¿por qué Padre me mandó llevarle cigarrillos? Creía que éramos demasiado pobres como para permitirnoslos.
—Padre los trae de Portugal en el barco y se los vende de contrabando. Pero tú no digas nada.
—¿Hay más gente que haga esto?
—No que yo sepa. Ahora cállate y duerme.
Mi hermano giró la cabeza, dando por terminada la conversación.
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