Memorias atrapadas
El otoño estaba llegando a su fin. Los árboles del bosque se encontraban desnudos, dejando camino libre al viento para que sacudiera sus ramas con fuerza y sin piedad. Las hojas del suelo ya habían perdido su color y habían adoptado diversos tonos de gris al estar cubiertas por escarcha. El cielo también había abandonado su brillante azul y se había cubierto de un gris blanquecino, parecido al humo, y que creaba una sensación de ahogo.
En medio del bosque, en las faldas de la montaña, se divisaba una enorme mansión. El color blanco de sus muros resaltaba en aquel mar de afiladas y retorcidas ramas. A la entrada, una fuente cuyas aguas se habían congelado dividía el camino principal en dos. En él, las recientes huellas de unas ruedas se hundían en el barro helado.
Pese a que era mediodía, la penumbra ya realizaba su presencia. En las ventanas relucía la luz de las velas y las lámparas de araña, iluminando también los jardines exteriores. El viento seguía soplando, llevando consigo varios copos de nieve levantados del suelo.
Unos pasos resonaban en los adoquines de la entrada y unos desgastados zapatos de charol se confundían con la tierra a medida que avanzaban hacia las enormes puertas de la mansión, presididas por unas escaleras. No hizo falta levantar las faldas del vestido al llegar a ellas pues la tela del bajo solo alcanzaba la mitad de las piernas.
Se escuchó un suspiro inseguro y una nube de vaho se elevó hacia el cielo. Unos dedos congelados por el frío dejaron una maleta de cuero rojo en el suelo y, temblorosos, golpearon la puerta.
•◘•◘•
El motor rugió y las ruedas giraron en el lodo, salpicando la negra carrocería por sexta vez consecutiva. Sebastian golpeó el volante con furia antes de pasarse los dedos por el pelo. Con resignación, apagó el motor y sacó las llaves del contacto. Con ellas en la mano, apoyó un codo en el volante y se mordió el puño, pensando en alguna solución.
La lluvia arremetía con fuerza contra el parabrisas y el agua caía de tal modo que era imposible ver algo a través de él. Las gotas golpeando el techo del coche parecían querer abrir un agujero en él. Frustrado, volvió a atusarse el pelo y miró de reojo el móvil en el asiento del copiloto.
Rezando internamente, lo alcanzó y la pantalla táctil le iluminó el rostro con un tono azul. Gruñó una maldición; no había cobertura. Un trueno le hizo poner los ojos en blanco. Estúpida tormenta, le había dejado el GPS convertido en un trasto inútil que sólo consiguió que se perdiera antes de dejar de captar señal alguna y, por si no fuera poco, había acabado en un camino sin asfaltar y el coche se había quedado atascado en el barro. ¿Podía ir a peor? Seguramente, no.
Se echó hacia atrás y su espalda chocó con fuerza contra el respaldo. Le dio un vistazo con temor al reloj de su muñeca y reprimió un gemido mirando el oscuro techo del coche. Hacía ya dos horas que tenía que estar en aquella reunión. Tenía que salir de ese lodazal de un modo u otro.
Miró hacia fuera y sólo pudo ver agua deslizándose sobre el cristal. Volvió a suspirar e introdujo las llaves de nuevo en el contacto. El salpicadero se iluminó de luces blancas, azules y rojas. Unas pocas más en el techo y confundirían el interior del coche con la cabina de un avión. El ruido del motor era inaudible.
Con recelo, bajó la ventanilla. Por fortuna, no soplaba viento y la lluvia caía en línea recta, por lo que apenas entraron un par de gotas en el interior del coche. El olor a tierra mojada le cosquilleó la nariz y la frescura de la montaña le golpeó en la cara.
Sacó la cabeza fuera y reprimió el impulso de volver bajo techo cuando sintió que la lluvia le aguijoneaba el cuero cabelludo. Se estremeció al sentir varias gotas descendiendo por su cuello y pisó el acelerador.
Observó cómo la rueda giraba sobre sí misma, sin poder salir del charco en el que se había atascado y volvió a intentarlo con mayor fuerza. Sólo consiguió ensuciar la carrocería antes de que la limpiara la lluvia.
—Vamos —masculló airado, pisando el acelerador por tercera vez. El motor rugió, pero fue en vano. Desistió, regresando por completo al coche. Necesitaría una grúa para salir de allí.
Sin embargo, como esa tarde la "suerte" estaba de su parte, no tenía cobertura. Por lo tanto, todo se reducía a dos opciones: esperaba a que amainase la tormenta y que la cobertura regresara, si es que en ese sitio existía, pues había estado conduciendo a ciegas durante tres kilómetros; o hacía de tripas corazón, salía del coche e iba en busca de la maldita señal. Maldijo a la tecnología moderna, aunque fuera ésta la que le daba de comer.
Miró resignado la lluvia, mordiéndose el labio con fuerza. Él mismo sabía de antemano lo que iba a hacer... Él no era de los que esperaban sentados a que llegara una solución, sino que la buscaba y, si ésta no existía, la creaba. No soportaba quedarse de brazos cruzados, se sentía inválido si no hacía él mismo las cosas; y era esa misma actitud la que lo había propulsado hacia la cima con tan sólo veintiséis años. Era el dueño de una de las mayores empresas tecnológicas del mundo y ese mismo día iba a cerrar un importante proyecto, si es que conseguía escapar de aquella tormenta...
•◘•◘•
Todo lo que había en esa casa relucía. Ventanas, lámparas, candelabros, copas, platos y cubertería... Incluso los suelos y los muebles brillaban y, de haber sido posible, también lo habrían hecho las alfombras, persianas y cuadros.
Con los pasos amortiguados por las gruesas alfombras, dos personas caminaban por los anchos pasillos de la mansión. Una de ellas, ancha en caderas y de gruesos brazos, marcaba el camino a bastante velocidad. La otra, menuda y frágil, intentaba seguirle el ritmo cargada con una maleta roja.
Llegaron al comienzo de unas escaleras y la mujer las bajó sin dudar. La chica no tuvo más remedio que seguirla a toda prisa. Temblaba del cansancio, aquel viaje había consumido sus fuerzas, pero agradecía encontrarse bajo techo y no a la intemperie. Sabía que, dada su condición, debía sentirse agradecida por haber sido aceptada en aquella casa. Y, de hecho, lo estaba.
El ama de llaves, una mujer rechoncha, con la cara repleta de arrugas y un tirante moño más gris que blanco, se detuvo frente a una puerta de madera de aspecto desgastado. Aquella parte de la mansión era completamente distinta a los pasillos que acababan de atravesar. Éste apenas estaba iluminado y no había cuadro o alfombra alguna. Sin embargo, todas esas diferencias quedaron rebajadas a un segundo plano cuando la mujer abrió la puerta.
El calor del fuego rodeó su congelado cuerpo y le causó un profundo escalofrío. El olor a cocido y verduras y el dulce caramelo y azúcar le encogió el estómago y le hizo la boca agua. Llevaba semanas alimentándose de mendrugos de pan y un mísero trozo de queso.
De repente se vio empujada dentro con brusquedad; se había quedado ensimismada en el marco de la puerta. Se vio rodeada de cocineras y personal de servicio que la ignoraban, pasando a su lado con rapidez, llevando a cabo infinidad de quehaceres.
—Esto... —comenzó con duda, sin atreverse a apartarse el pelo, negro y lacio, de la cara, le daba vergüenza el aspecto que tenía. Era delgada, demasiado, y el vestido le quedaba demasiado corto para ella. Tenía los labios agrietados por el frío y sus manos tenían un aspecto parecido, deseaba poder cubrirlas con guantes—. Mi nombre es...
—No importa cómo te llames —la cortó la misma mujer que la había conducido hasta allí—, para ellos no hay diferencia —sentenció con un tono agrio que la hizo encogerse. Agachó la cabeza y miró su maleta, agarrándola con fuerza. Era lo único que tenía—. Y lo único que debe importarte es hacer bien tu trabajo y no estorbar, ¿queda claro?
Ella asintió, sin atreverse a levantar la mirada. Había acudido allí en busca de trabajo y se lo habían entregado. No debía pedir más.
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El mundo entero se había puesto en su contra o, mejor dicho, la naturaleza. Finalmente había salido del coche y comenzó a caminar por aquella endiablada carretera. Sus lustrosos zapatos quedaron rápidamente embarrados, al igual que el bajo de los pantalones de su traje. Y, por supuesto, estaba calado hasta los huesos.
Avanzaba con la cabeza gacha, los hombros encogidos y las manos en los bolsillos del pantalón, evitando que la lluvia le entrara en los ojos. No tenía sentido intentar esquivar los charcos, no había una sola porción de tierra que no estuviera anegada.
Aquella cortina de agua le impedía ver nada y avanzaba casi a ciegas. No tuvo el valor para salirse de aquella supuesta carretera. Mechones de pelo castaño se le pegaban a la frente y sentía el agua deslizarse por su espalda y cuello.
De vez en cuando el cielo se iluminaba con un relámpago, instantes que Sebastian aprovechaba para intentar ver algo más allá del metro de distancia. Sólo veía agua y bosque. Al menos no había anochecido... Aunque bueno, siendo sinceros, con aquella penosa luz poco le faltaba para hacerlo.
Apretó los labios, saboreando la lluvia, y sacó el móvil del bolsillo. La pantalla quedó instantáneamente empapada, pero Sebastian pudo comprobar que seguía sin cobertura. Además de ello, debía añadirle otra media hora a su retraso. Frustrado, cansado y enfadado, se retiró el pelo de la frente y se pasó la mano por el cuello antes de volver a esconderla en el bolsillo y agarrar la llave del coche y un pequeño USB, asegurándose de que lo tenía consigo. Pese a que había cerrado el BMW, no era tan importante como aquel rectángulo metálico. Dentro se encontraba el futuro de su empresa, su futuro.
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Se miró en el espejo y le gustó lo que vio. Ya no llevaba aquel vestido desgastado, deshilachado y pequeño, y tampoco tenía hambre ni estaba sucia. Terminó de trenzar su pelo y se lo recogió en un moño bajo. Se colocó la cofia y se dio la vuelta, intentando verse de espaldas mientras se ataba el delantal.
Vestía un simple uniforme de sirvienta, negro y con un delantal blanco. Sin embargo, a ella le encantaba, le parecía lo más hermoso que había llevado puesto en la vida. Había encontrado trabajo y disponía de comida, un techo y una cama. Su dicha no podía ser mayor.
Tenía experiencia en las labores domésticas y no dudó a la hora de ponerse a trabajar. Era consciente de que muchas de su edad considerarían que trabajar limpiando, cocinando o, simplemente trabajar, era deshonroso. Sin embargo, cuando no tienes nada, tu visión de la vida da un giro de ciento ochenta grados.
Su trabajo era limpiar las cocinas y no estorbar. Así se lo había indicado en tono severo Sra White, la ama de llaves. Recordó el camino recorrido el día anterior y se dirigió hacia ellas, no sin antes comprobar que su maleta seguía donde la había dejado: al lado de la cama.
Cuando entró en las cocinas se sorprendió al encontrar a la Sra White allí. Se encontraba sentada a la mesa, de espaldas a los fogones y con el ceño fruncido. Desde que la había conocido no la había visto sonreír. Le hizo un gesto cuando la vio aparecer en aquel lugar lleno de actividad.
—Los señores de la casa se despertarán dentro de poco, hay que ponerse manos a la obra —anunció, levantándose de su asiento. Su rostro se encontraba en sombras y el color de su cabello se oscureció varios tonos—. Quiero que los platos brillen —le ordenó. Ella asintió, entrelazando las manos por encima del delantal—. Haz bien tu trabajo y consideraré tu estancia aquí.
Ella volvió a asentir y la Sra White se olvidó al instante de su presencia para comenzar a dar órdenes al resto. Le señaló una última vez una enorme pila de platos antes de salir de las cocinas. Inmediatamente se puso a trabajar.
Se pasó el día entero fregando los platos y la cubertería. Frotaba cada uno hasta que podía verse reflejada en ellos. Los utensilios de cocina recibieron el mismo trato. Cuando no tenía nada que limpiar barría todos aquellos trozos de verdura y hortalizas que caían al suelo mientras se cocinaba. También se encargó en dos ocasiones de avivar el fuego, disfrutando del calor de las llamas ardiendo en su rostro.
Al final del día se encontró agotada, con las manos enrojecidas de tanto limpiar, los dedos arrugados y suciedad bajo las uñas, pues había quitado las cenizas de debajo de los fogones una vez éstos dejaron de utilizarse. Estaba agotada, despeinada y con el delantal manchado de carbón y grasa. Sin embargo, se sentía más viva que nunca.
La Sra White apareció a la hora de la cena y, mientras sorbía los restos del caldo sobrante de la cena de los señores de la mansión, escuchó el informe que la cocinera hacía sobre la recién llegada. Su afán por trabajar era inmenso, y nunca se había quejado o protestado. Había cometido algún que otro error por inexperiencia, pero aprendía rápido.
El ama de llaves asintió, pensativa, y miró a la chica que comía en silencio en el extremo opuesto de la mesa. No había hablado con nadie ni tampoco había apartado los ojos de su plato. Suspiró y dejó la cuchara en el plato.
—Puedes quedarte —anunció. Ella alzó la mirada y la temblorosa esperanza que brillaba en sus ojos ablandó su seria expresión—. Seguirás ayudando en la cocina hasta que yo te diga lo contrario —prosiguió, consiguiendo un asentimiento inmediato de su parte.
—Gracias —masculló, apretando el delantal entre sus dedos por debajo de la mesa. Quizá, si tenía suerte, podría acabar llamando aquel lugar «hogar».
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No podía haber estado más empapado ni aunque se hubiera metido bajo la ducha. ¿Efecto lluvia? ¡Ja! Ilusos; comparado a lo que le caía encima eso eran tímidas caricias inofensivas. Las gotas que le golpeaban la espalda se sentían como heladas agujas. Sus zapatos hacían un horrible sonido de succión cada vez que realizaba un paso y se estremecía por completo cuando sentía el agua colarse por debajo de la camisa.
Cada vez que el cielo se iluminaba las sombras de las nubes causaban la impresión de que el cielo se había agrietado, como si fuera frágil cristal, y amenazaba con caerse del firmamento de un momento a otro.
Agotado y empapado de pies a cabeza, Sebastian se detuvo en medio de la embarrada carretera y miró hacia atrás. Sólo vio sus huellas llenándose de agua al mismo tiempo que miles de pequeños ríos se abrían paso por el barro, pues la tierra era incapaz de absorber más agua. A unos tres metros vio el bosque, oscuro y siniestro, completamente silencioso. De no ser porque temía perderse, se habría adentrado en él para protegerse un poco de aquella furiosa tormenta.
Sintió varias gotas intentando entrarle en los ojos y se las apartó con furia pese a que sabía que era un gesto inútil. Sacó por décima vez el móvil, que ya tenía la pantalla empapada y condensada, y comprobó, de igual modo que en las ocasiones anteriores, que seguía sin recibir cobertura. Y presentía que no lo haría hasta que esa maldita tormenta no finalizase.
Resignado, guardó el móvil y miró a su alrededor, intentando ver algo en aquel entorno gris y hostil. Ya había dado por perdida la reunión, ahora debía encontrar un sitio donde esperar a que el tiempo mejorara, seco a ser posible, aunque si solamente le reducía la cantidad de gotas que le caían sobre la cabeza también estaba bien.
Un rayo iluminó el lugar y Sebastian aprovechó para estudiar con más detenimiento lo que le rodeaba durante aquellos cortos segundos de luz. Vio que la carretera serpenteaba por aquella montaña lo que parecía ser un kilómetro y, a lo lejos, divisó una construcción blanca, que parecía ser un faro entre tanto bosque y agua cayendo del cielo. Si aquello no era una casa se le parecía bastante.
Sebastian volvió a mirar por encima del hombro y no vio nada más que la carretera siendo tragada por el bosque. Apenas si había luz y el coche no se veía por ninguna parte. No sabía cuánto había andado, pero creía que llegaría antes a aquella casa que a su coche. Además, si la suerte no le había abandonado del todo, a lo mejor podía contactar con alguien desde allí. Sin dudar un segundo más, comenzó a caminar de nuevo, intentando ignorar la lluvia en la medida de lo posible.
•◘•◘•
La habían ascendido. Después de haber estado trabajando por tiempo de dos meses en las cocinas fregando y limpiando, ahora trabajaba como servicio de limpieza en las habitaciones. Comprobó, mientras quitaba el polvo de los muebles y limpiaba las ventanas, que aquella mansión era mucho más grande de lo que parecía desde fuera, y eso que ya era inmensa desde la lejanía. Descubrió, incluso, que gran parte del bosque que la rodeaba pertenecía a ella.
Era muy fácil perderse en aquel lugar y más de una vez había acabado en una sala distinta a la asignada. Sin embargo, pronto aprendió a ver las ligeras diferencias en un pasillo u otro. Un jarrón en aquella esquina, el retrato de un antepasado de la familia en la otra, las cortinas de una sala distinto a otra... Y, así, comenzó a orientarse en aquel laberíntico lugar.
Trabajaba en solitario, tarareando alguna que otra melodía mientras se encontraba arrodillada en el gran salón, fregando el suelo. Apenas había visto a los señores de la casa en toda su estadía allí y, pese a que en un principio había pensado que aquella mansión se trataba de algún retiro que solo era visitado de vez en cuando, escuchó que, en realidad, sí que había gente viviendo la mansión.
A veces se preguntaba cómo eran. ¿Serían amables? Suponía que sí, si la habían aceptado en su casa. ¿Tendrían hijos? No había visto a ningún niño pero, quizás, la mansión perteneciera a los abuelos. Había visto retratos mientras limpiaba el polvo. Se sorprendió al descubrir que todos eran atractivos; y no solo los hombres.
Por ahí habían pasado generaciones enteras, los distintos estilos de vestimenta así lo indicaban. Una vez vio por las ventanas un hermoso carruaje, tirado por dos caballos negros, rodear la fuente de la entrada y detenerse frente a la mansión. No pudo evitar parar de trabajar y mirar absorta cómo descendía una dama, ataviada con pieles para protegerse del crudo invierno, ayudada por un caballero que había bajado anteriormente.
Por un momento se imaginó a sí misma subiendo a un carruaje como ese, vistiendo un hermoso vestido de seda rojo, con un collar de perlas alrededor del cuello. El pelo lo llevaría ondulado, sería extremadamente suave y olería a rosas. Y, detrás de ella, subiría un apuesto caballero de amable sonrisa y resplandeciente mirada. Le susurraría al oído, entrelazando sus dedos con los suyos, y partirían a cualquier lugar, juntos, sin preocuparse de nada más que el uno del otro.
Sí, soñaba con enamorarse, pero vivía en la resignación de la realidad. Sin embargo, no se lamentaba. Era feliz tal y como era ahora. Un día, le encargaron que quitara el polvo a todos los cuadros y retratos de la mansión. Perdió la cuenta cuando sobrepasó los sesenta. En cada pasillo, habitación o salón encontraba, como poco, cuatro cuadros, uno para cada pared.
Y, mientras el polvo desaparecía de los marcos decorados en oro y bronce, se imaginó la historia que escondían. Encontró un retrato de una joven, posiblemente de veinte años, admirando los jardines a través de una ventana abierta. Era hermosa. Un cuidado recogido sostenía sus cabellos castaños a la altura de la nuca, dejando libres unos pequeños mechones a la altura de la sien. Éstos enmarcaban un perfecto rostro, de mirada ausente y labios finos y delicados.
Imaginó que se encontraba aguardando al amor de su vida tras la promesa de volver a encontrarse al anochecer en los jardines traseros, lejos de la vista de todos. Toqueteaba un collar de piedras que, suponía, había sido un regalo como muestra del amor que se profesaban. ¡Cuán sencillo era evadirse de tal manera de la vida! Soñando, recordando, la mente viaja lejos. El alma abandona el cuerpo y recorre kilómetros y kilómetros por el amplio mundo, el cosmos entero, en busca de la felicidad. Pero, por desgracia, siempre llega un momento en el que hay que regresar, abrir los ojos y despertar en el mundo que nos ha sido conferido por las circunstancias y unas acciones que no han sido las tuyas.
Y así lo hizo ella. Regresó a su propia realidad, volviendo a ser consciente del plumero que tenía entre manos y el picor que le recorría la cara a causa del polvo levantado. Se dio cuenta de que un mechón de pelo se había escapado de la trenza y se lo colocó por detrás de la oreja, dirigiéndose al siguiente cuadro.
Ésta vez se encontró con un joven, de cabellos castaños que le caían sobre la frente, desordenados, y oscuros ojos verdes, que parecían estar devolviéndole la mirada. Sus rasgos eran perfectamente simétricos; las cejas, ni muy pobladas ni muy finas; la nariz, recta, y los labios, carnosos y apretados en una seria expresión. Su retrato la perturbó como no lo había hecho ningún otro.
Confundida, negó levemente para sí misma y regresó al trabajo. No quería ser regañada por soñar despierta. Se apresuró en terminar con aquella sala y subió las escaleras centrales para ocuparse del piso de arriba. En el camino se encontró con la Sra White.
—¿A dónde vas? —preguntó frunciendo el ceño.
—Tengo que quitar el polvo —contestó dubitativa, temerosa de haber hecho algo mal. Agarró el plumero con fuerza y agachó la mirada, rezando para que no la despidieran; aquel trabajo era lo mejor que le había pasado nunca—. Usted misma me dijo que...
—Sí, sí, ya me acuerdo —la interrumpió haciendo extraños movimientos con la mano. Miró a su alrededor, como si buscara algo, pero allí solo se encontraban ellas dos. Finalmente suspiró y fijó la vista en la temerosa chica que tenía delante. No le quedaba más remedio...—. Deja eso en cualquier parte y sígueme —dijo, refiriéndose al plumero, antes de continuar escaleras arriba.
—¿Eh? —La confusión la mantenía anclada al sitio e inmóvil.
El ama de llaves se detuvo y la miró por encima del hombro con el ceño fruncido.
—Te voy a encargar otro trabajo —explicó con cierta impaciencia antes de retomar el camino. Ésta vez si que escuchó sus pasos detrás de ella—. Vas a tener que sustituir a Emma, pues ha contraído la gripe y no puedo prescindir de nadie más —continuó diciendo mientras recorría los amplios pasillos.
Ella no sabía quién era Emma pero su ausencia parecía poner en complicaciones a la Sra White. Finalmente se detuvieron frente a una puerta cerrada. El ama de llaves la colocó tan cerca de ella que su nariz rozaba la madera.
—Aquí es —señaló—. Ante todo, no hagas ningún ruido innecesario —sentenció con severidad pero sin alzar la voz.
—¿Y qué tengo que...? —No tenía sentido terminar la pregunta; la Sra White ya había dado media vuelta y se alejaba por el pasillo mascullando cosas incomprensibles para sí misma al mismo tiempo que se sujetaba la espalda y caminaba ligeramente encorvada.
Y así, sin más, se vio sola frente a aquella habitación. No sabía qué había al otro lado de las puertas; no le sonaban de nada ni recordaba haber entrado nunca allí. No obstante, no podía desobedecer a la Sra White.
Miró a ambos lados del pasillo, pero no vio a nadie que pudiera aclarar sus dudas. Volvió a quedarse cara a cara frente a aquella puerta de roble barnizado. Respiró hondo y, con el pulso a mil, giró el pomo.
•◘•◘•
Había supuesto bien: lo que había visto anteriormente era una casa. Sin embargo, también se había equivocado en algunas cosas... Primera, aquello no era una casa. Era una mansión en toda regla. Y segunda, no iba a encontrar a nadie allí. Ese lugar parecía estar deshabitado desde hacía décadas.
Momentos antes había cruzado una verja de varios metros de altura, oxidada y con los barrotes a punto de caerse. Algunos estaban doblados, otros... hubo partes que prefirió no tocar. Supuso que la puerta estaba cerrada en un principio, aunque la tierra había cedido, al igual que las bisagras, y sólo se mantenía en pie gracias a la acción de una cadena y un candado que a punto estaban de romperse por el óxido que los cubría.
Se coló por el hueco que había dejado la puerta al inclinarse hacia el exterior. Sabía que no era muy sensato entrar en una casa, mansión, o lo que fuera, al verse en un estado tan deplorable, con el jardín inundado de malas hierbas y la vegetación apoderándose de todo lo que había en aquel lugar. Eso sin contar la posibilidad de que ahí dentro habitara alguien... o algo.
Sin embargo, la necesidad de ponerse bajo techo predominaba sobre todo lo demás.
Atravesó lo que anteriormente debería haber sido una hermosa avenida de cipreses y, por fin, divisó la mansión en todo su esplendor y magnitud. Su estilo arquitectónico recordaba al inglés gótico, propio de la época victoriana. Varios de los grandes ventanales, que abarcaban toda la estructura, se encontraban agrietados, otros estaban rotos. Una enredadera se había apoderado de la fachada antes de secarse por completo. Ahora, sus ramas rodeaban las columnas de la entrada, se enganchaban a los ladrillos que en su tiempo fueron blancos y trepaban hasta los balcones. Una fuente sin agua, agrietada y con la parte interior partida, se había convertido en el jarrón de las malas hierbas y posibles flores silvestres.
Todo poseía un aire deprimente y sombrío, aún más a causa de la lluvia. A pesar de ello, todavía se podía sentir su anterior esplendor, como si, al igual que en las antigüedades, solo hiciera falta pulirla de nuevo para que volviese a brillar. Era, en cierto modo, un diamante en bruto. Anteriormente había sido una auténtica joya, y podía serlo de nuevo.
Todo eso pasó por la mente de Sebastian en lo poco que tardó en subir las escaleras de la entrada y dejar de sentir la lluvia cayendo sobre él gracias al balcón que hacía de techo. A sus pies había varios trozos de ladrillo caído del propio balcón y el mármol de las escaleras estaba agrietado y partido. Mas ignoró todo y se centró en la puerta. Ésta tenía el cristal agrietado y el marco carcomido por el tiempo, pero se encontraba cerrada.
Sebastian agarró el pomo y, dudando una última vez, miró por encima del hombro. Por un momento toda aquella ruina desapareció de sus ojos y ante él se desplegó el auténtico jardín delantero de la mansión. Vio rosas rodeando la fuente, cuyas aguas caían en picado desde arriba, creando una suave nube de agua a su alrededor. Tulipanes, crisantemos y azucenas se encontraban a ambos lados del camino y el verde era el color predominante. Durante un instante creyó escuchar el ruido de los cascos de unos caballos y las ruedas de un carruaje lejano...
Un trueno lo devolvió al presente y volvió a sentir decenas de gotas de agua cayendo desde su pelo y descender por su cuello y mandíbula. Incluso sus pestañas desprendían agua cada vez que parpadeaba. Reprimió un escalofrío y afianzó su agarre sobre el picaporte. Probó a bajarlo, pero éste no se movió un sólo milímetro.
Negándose a quedarse allí, se inclinó sobre el picaporte y lo sacudió varias veces con toda la fuerza que fue capaz de emplear mientras mascullaba varios improperios. Finalmente, la puerta cedió con un crujido y un clic.
•◘•◘•
La sorprendió la oscuridad y el silencio. Su sombra se proyectó sobre el suelo gracias a la luz del pasillo, que iluminó brevemente la estancia. Se encontraba en un dormitorio, con las cortinas corridas en las ventanas; dentro se respiraba un pesado aire cerrado. Una leve inspiración ajena a la suya aumentó su ritmo cardíaco y, asustada, escudriñó la habitación hasta que se detuvo en la enorme cama situada en el centro del dormitorio. En medio de aquellas sombras distinguió el relieve de una persona bajo las sábanas.
Con cuidado, y sin saber qué debía hacer allí exactamente, cerró la puerta empujándola con las manos a la espalda, dejando que una fina rendija de luz, proveniente del hueco de las pesadas cortinas, fuese lo único que iluminara aquella habitación. El clic de la cerradura pareció alertar al ocupante del dormitorio.
—Abre las ventanas; apenas hay aire aquí dentro. —Aquella repentina orden, puesta en voz masculina, sonó sorprendentemente cansada y resignada...
Sorprendida, pues pensaba que aquella persona estaría dormida, se apresuró a echar a un lado aquellas cortinas de pesado terciopelo granate. Inmediatamente, el sol iluminó la estancia y la cegó varios segundos. Alcanzó a tientas el picaporte de la ventana y la abrió parpadeando varias veces. El fresco aire se coló dentro y la hizo tiritar mientras se encargaba de la otra ventana.
Cuando quiso abrir la tercera descubrió que aquella era, en realidad, una puerta que daba paso a una terraza. Sin dudar, la abrió de par en par y varios copos de nieve acumulados en el suelo del balcón aterrizaron en la alfombra. Por fin, se giró de nuevo y se encontró con un joven, incorporado sobre varias almohadas, que fruncía el ceño al verla.
—Tú no eres Emma... —sentenció con extrañeza. Ella enrojeció y agachó la mirada, entrelazando las manos sobre el delantal.
—Lo siento, señor, pero la señorita Emma ha contraído la gripe —explicó a media voz, mirando fijamente la gruesa alfombra que estaba pisando. El frío la recorría de arriba a bajo y la piel se le puso de gallina, sin embargo, no se movió de enfrente de la terraza.
—Ya veo, es una pena que la señorita Emma haya enfermado... —le escuchó tras unos segundos en silencio con un extraño tono de voz. Cuando por fin se atrevió a levantar la vista, vio que el joven se había llevado el puño a la boca y, tras él, una sonrisa divertida intentaba permanecer oculta. La confusión se apoderó de ella—. ¿Y bien? —preguntó, hundiéndose en todas aquellas almohadas y dejando caer el brazo sobre el regazo—. ¿Cómo te llamas?
Parpadeó, incrédula.
—Ce-Cecily, señor —contestó sin ser muy consciente de ello.
No podía salir de su asombro. En todo el tiempo que llevaba allí, jamás habían preguntado sobre su nombre; no parecía importarles. Si querían dirigirse a ella, cosa bastante inusual, lo hacían mediante un simple «tú» o, en alguna que otra ocasión, «niña» o «novata». Y ella no había vuelto a intentar presentarse. ¿De qué serviría? Después de todo, todo el personal de servicio era idéntico e invisible, incluso entre ellos mismos. Por ese mismo motivo no comprendía por qué él se había interesado en conocer su nombre.
—Bien, Cecily —continuó con una leve, aunque triste, sonrisa—, ¿podrías por favor encender la chimenea? —pidió, suspirando y cerrando los ojos. Parecía cansado a pesar de ser joven; no aparentaba más de veinte-veinticinco años.
Cecily, confundida por su extraña actitud, se limitó a asentir y se dirigió hacia la chimenea. Se sorprendió al verla completamente apagada pese a estar en pleno invierno. Se arrodilló en el suelo y cogió una página de un viejo periódico que encontró junto al cesto de leña y, con una cerilla, le prendió fuego. Rápidamente, metió el papel ardiendo debajo de los trozos de leña y se levantó del suelo. Se sacudió las faldas del vestido y comprobó que la madera prendía lentamente.
Cuando la leña comenzó a crepitar con el fuego, se giró hacia su joven señor. Lo encontró con los ojos cerrados y el ceño fruncido, lo que le indicó que no se había dormido. Le parecía extraño que a esas horas de la mañana aún siguiese en cama, pero nunca podría llegar a comprender cómo pensaba o actuaba la gente rica. Ella sólo les servía en silencio.
—Listo, señor —informó, recibiendo un simple asentimiento de su parte; seguía en la misma postura. Cecily se mordió el labio y se fijó en las ventanas al sentir cómo el frío entraba por ellas—. ¿Cierro las ventanas? —preguntó, alejándose de la chimenea y del calor.
Él negó sobre las almohadas.
—No. Déjalas abiertas. —Soltó un suspiro, relajando su postura, y se acomodó mejor en la cama.
Cecily, al ver que ya no tenía nada que hacer allí, se dispuso a retirarse cuando le escuchó toser sorpresivamente. Se incorporó, rodeado se sábanas y almohadas, y se agarró con fuerza la camisa a la altura del pecho mientras continuaba tosiendo, en busca del aire que le estaba siendo negado. La doncella se alarmó al ver que no se detenía y se acercó presurosa a la cama, aunque no sabía qué podía hacer.
—Señor —le llamó aterrada, inmóvil junto a él. ¿Qué debía hacer?
El sonido de sus pulmones en busca de aire era aterrador. Nunca había escuchado nada igual. Parecía que su interior se estaba rompiendo en dos al tiempo que se doblaba hacia delante.
—Agua —masculló sin voz, extendiendo un brazo hacia el mueble que tenía junto a la cama. El color de su cara desaparecía por momentos, su cuerpo parecía estar fallándole y la tos se convertía en un sonido cada vez más ronco, ahogado y profundo.
Aquello hizo reaccionar a Cecily. Alcanzó el vaso y lo llenó de agua con la jarra que había al lado. Rápidamente, y con la mano temblando del miedo, le entregó el vaso. Parte del agua aterrizó sobre las sábanas cuando pasó de una mano a otra. Agarró con fuerza la jarra entre sus manos mientras él bebía con avidez. Cuando terminó, le tendió el vaso con un gesto de que lo volviese a llenar.
—Las pastillas —dijo con voz ronca y la respiración agitada cuando recibió de nuevo el agua—. Dame una. —Le señaló de nuevo la mesilla de noche o, más concretamente, una pequeña cajita de plata. Cecily se apresuró a obedecer.
—¿Se... se encuentra bien? —Se sintió estúpida por preguntar, pero necesitaba saber qué era lo que acababa de pasar. Notaba la presencia de las lágrimas acumulándose en sus ojos a causa de la impresión y el miedo.
Él sonrió sin humor y le volvió a entregar el vaso vacío. Se dejó caer sobre las almohadas y suspiró sin energías, cerrando por un momento los ojos.
—No —sentenció, aunque no había enfado en su voz, simplemente, resignación—. Aunque he estado peor... —No escuchó respuesta alguna y abrió los ojos para encontrarse con una negra mirada, asustada, inocente e ingenua—. Déjame adivinar... No sabías nada de esto.
Cecily negó, desprendiendo algunos mechones negros de su recogido. Amontonó el delantal entre sus dedos y parpadeó varias veces para evitar llorar, aunque no entendía por qué sentía ganas de hacerlo.
—No señor, yo...
—Sebastian —la interrumpió él.
—¿Perdón?
—Nada de formalismos —pidió, girando la cabeza para poder verla mejor. Le pareció bajita incluso estando él tumbado. Intentó recordarla de haberla visto por los pasillos en alguna ocasión anterior pero fue imposible, era la primera vez que la veía. Mientras seguía intentando, en vano, ubicarla en algún recuerdo, vio cómo su rostro palidecía y comenzaba a negar con energía.
—No puedo hacer eso —se apresuró a decir, alarmada—. Estaría fuera de lugar. Yo simplemente trabajo aquí, algo que agradezco de corazón, pero sería impensable que usted, señor, fuera tratad...
—Está bien, está bien, perdóname —volvió a interrumpirla. Ella cerró la boca al instante. No pudo evitar sonreír pese a lo agotado que se sentía—. Pero al menos deja de decirme señor, sólo tengo veintiséis años, me hace sentir viejo —bromeó con un susurro. Se veía incapaz de alzar la voz.
—Pero... —La duda de Cecily era evidente y perfectamente justificada. Ella era una mera doncella y él el dueño, o futuro poseedor, de aquellas riquezas. ¡Por Dios! Ella era la que fregaba sus suelos y él el que la pagaba con generosidad. No podía concebir una situación en la que él se rebajara a su nivel, aunque fuera hablando. No era lo correcto.
El joven pareció comprender por dónde deambulaban sus pensamientos, porque volvió a insistir:
—Al menos dime Sebastian —pidió. Aborrecía ser tratado con tantas formalidades y adornos a la hora de hablar. Tenía un nombre, y casi nadie lo usaba.
Cecily continuó recelosa. Sin embargo él no dejaba de mirarla, a la espera de una respuesta. Pese al sol que incidía sobre su figura, la piel de su rostro se encontraba pálida, signo inequívoco de que padecía de alguna enfermedad; sus rasgos se encontraban retraídos y la camisa, cuyos primeros botones estaban sin abrochar, le venía algo holgada debido a su delgadez. No obstante, su porte y movimientos, al igual que la firmeza en su suave y bajo tono de voz, denotaban el orgullo innato de los de su clase. Incluso enfermo, sus ojos verdes poseían una fuerza y un brillo absorbente y que infundían respeto.
En esos momentos Cecily se veía taladrada por aquella mirada exigente. Parecía estar ordenándole que aceptara.
—Como deseéis, señ... Sebastian —se corrigió, cediendo a su extraño pedido con un suspiro.
—Gracias —dijo sonriendo, satisfecho y agradecido.
Ella se sonrojó levemente. Era la primera vez que le daban las gracias, y nunca se habría esperado que fuese un noble quien se las diese. Era una sensación extraña, pero que le calentó el pecho más que el fuego de una chimenea.
—¿A-Algo más, Sebastian? —consiguió preguntar, recordando el motivo por el que estaba ahí.
Sebastian sonrió de nuevo y negó.
—Puedes retirarte —le indicó con más seriedad, aunque sus ojos seguían destilando amabilidad. Cecily asintió—. Pero ahora cierra las ventanas, por favor.
La chica no pudo evitar sonreír levemente y volvió a asentir, inclinándose ligeramente. En un impulso, llenó el vaso de agua y lo dejó listo para alguna posible emergencia. Lo miró de reojo y se encontró con su mirada. Sebastian asintió, agradecido, antes de cerrar los ojos. Aquella era una clara invitación a que se retirara de la habitación.
Intentando hacer el menor ruido posible, cerró las ventanas y corrió las cortinas. La habitación quedó iluminada únicamente por el fuego de la chimenea, que hacía crujir la madera cada vez que la leña cedía y se partía. Introdujo otro leño más al fuego para asegurarse de que no se apagaría en un buen rato y se ayudó del atizador para avivarlo un poco más.
Finalmente, salió de la estancia en completo silencio. Consideró de mal gusto mirar por encima del hombro una última vez y cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado. Por un momento se quedó ahí, en medio del pasillo, intentando entender lo que acababa de suceder minutos antes. Sebastian era completamente diferente a los otros señores que había tenido anteriormente. Era amable y se había dirigido a ella con total naturalidad; era consciente de su existencia. Por primera vez, alguien no la ignoraba.
Feliz y agradecida con el joven, se alejó por el pasillo con intenciones de regresar al trabajo. Justo cuando bajaba las escaleras se percató de algo sorprendente: Sebastian era el joven que había visto en el retrato.
•◘•◘•
Por fin, la lluvia ya no caía sobre él. Todo estaba oscuro, aunque no tanto como para no poder ver siluetas, sombras y reflejos en distintos puntos de la mansión. Las agrietadas y polvorientas ventanas dejaban entrar la luz suficiente para ver que en aquel inmenso recibidor, o sala de baile, Sebastian no podía estar seguro, no había nada más que polvo y trozos de madera y yeso caídos por el suelo.
Encendió la linterna del móvil y escudriñó aquella sala mientras se apartaba de la puerta, dejándola abierta. Llevaba el pelo tan empapado que seguían cayéndole gotas sobre los ojos y por la sien, descendiendo por su mandíbula y aterrizando en la americana. Se pasó los dedos por el cabello, sacudiéndolo un poco y esparciendo gotas de agua por todos lados mientras escudriñaba el lugar que acababa de encontrar.
Sin lugar a dudas, quien quiera que hubiese vivido allí no se preocupaba por llegar a fin de mes. En las paredes, agrietadas y con telarañas en las esquinas, se veían las inconfundibles huellas de los cuadros que anteriormente estaban ahí colgados. De los techos pendían inmensas lámparas de araña. Algunos cristales se habían desprendido y habían caído al suelo, haciéndose añicos. La linterna provocaba destellos en medio de todo aquel polvo.
Dos hileras de columnas a ambos lados de la sala lo guiaban hacia unas escaleras de mármol que, en sus tiempos, habían estado cubiertas por una alfombra. Ahora, ésta se encontraba raída, polvorienta y descolorida por el paso del tiempo. La empapada ropa de Sebastian dejaba un rastro inconfundible de huellas sobre ella y amortiguaba pobremente sus pasos.
La puerta abierta creaba una fría corriente de aire que lo estremeció al completo. Fue entonces cuando se percató realmente de lo pesada que se había vuelto su ropa a causa del agua absorbida y de cómo se pegaba a su cuerpo, molestándole a cada movimiento. Resignado por saber estropeado uno de sus mejores trajes, se quitó la chaqueta y la colgó de la barandilla de las escaleras, deseando que se secara un poco mientras permaneciera allí dentro. Se deshizo también de la corbata y se arremangó la camisa hasta los codos, sintiendo la tela mojada adhiriéndose a su espalda cada vez que se movía.
Volvió a suspirar y dirigió la luz del móvil hacia la cima de la escalera. En uno de los pasillos divisó un mueble olvidado por los dueños. Aquello avivó su curiosidad y comenzó a subir hacia el piso de arriba, intrigado por saber lo que encontraría.
•◘•◘•
Emma seguía con gripe y Cecily tuvo que volver a hacer su trabajo. Ahora que ya sabía lo que le ocurría a Sebastian esperaba ser capaz de reaccionar en caso de que volviese a suceder algo como la vez anterior. Aunque rezaba para que eso no ocurriese; aún no podía quitarse aquella angustia e impotencia que sintió, junto con un miedo atroz.
Cargada con una bandeja con té y pastas, llamó a la puerta. No contestó nadie. Consideró que estaría dormido. Con cuidado de no derramar nada, abrió la puerta y la empujó con la cadera para después cerrarla con el pie una vez dentro.
Esperaba encontrarse de nuevo con todo a oscuras, con aquel aire cerrado oprimiendo tanto sus pulmones como las paredes de la habitación y a Sebastian tendido en la cama. Sin embargo, ésta se encontraba pulcramente hecha, el fuego ardía en la chimenea y las cortinas estaban atadas con gruesos cordones dorados a las paredes. Todo parecía normal exceptuando por un pequeño detalle: Sebastian no estaba.
—¿Señor? —lo llamó dubitativa, separándose un par de pasos de la puerta con la bandeja en las manos. No obtuvo respuesta alguna—. ¿Sebastian? —probó de nuevo, mirando a su alrededor con alarma. ¿Le había sucedido algo mientras se encontraba solo?
Movía los ojos por la habitación con urgencia, asegurándose de que no le había pasado nada por alto. No estaba en los sillones frente a la chimenea, ni en el banco tapizado de la esquina... No estaba por ninguna parte. Giró sobre sí misma, ansiosa de que pudiera haberle ocurrido algo, cuando la vio. La puerta de la terraza se encontraba abierta. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?
Sus pasos quedaron ahogados por la alfombra hasta que salió al balcón. Y, ahí, sentado en una silla y con el tobillo subido a su rodilla, Sebastian leía con tranquilidad, ajeno a todo. Cecily por fin sintió que podía respirar y se obligó a recuperar la calma.
—¿No tiene frío? —preguntó, sintiendo aguijones en la piel a causa de los pocos grados que había allí fuera. Dejó la bandeja encima de la mesa que había frente a él y Sebastian por fin alzó la vista del libro. Se fijó en que le servía el té y sonrió.
—Gracias —dijo al coger la humeante taza, ajeno a la anterior pregunta.
Cecily retrocedió un paso, otorgándole mayor espacio y lo miró preocupada. Sebastian sintió su mirada sobre él y volvió a alzar la vista de su lectura.
—¿Ocurre algo?
Cecily enrojeció al instante y abrió y cerró la boca varias veces, incapaz de decir lo que cruzaba por su cabeza. ¿Qué le ocurría? Debía haberse marchado en cuanto le sirvió el té. Y, sin embargo, se había quedado allí, como una entrometida. Podían despedirla por ello...
—¿No debería estar dentro, señ...? —Él alzó las cejas—. Sebastian —se corrigió, sintiéndose enormemente incómoda al llamarlo por su nombre—. Estamos a varios grados bajo cero, y anoche nevó... —masculló, perdiendo inexplicablemente el hilo de sus pensamientos cuando le vio apoyar su cabeza en un brazo, ocultando una sonrisa.
—Estoy bien —aseguró, reclinándose en el respaldo y cerrando el libro, otorgándole su atención. No parecía importarle el frío que hacía allí fuera, y Cecily comenzaba a olvidarse de él.
—¿Le gusta leer? —preguntó, mirando el libro que acababa de dejar al lado de la taza.
Sebastian siguió la dirección de su mirada y se encogió de hombros.
—¿Por qué lo pregunta? —la cuestionó él a su vez en lugar de responder.
—Le llamé varias veces, pero no contestó.
Su desconcierto fue notorio. Sebastian frunció el ceño, intentando recordar haberla escuchado entrar y, ciertamente, no se había percatado de nada. Solo había sido consciente de su presencia cuando había entrado en el balcón. Suspiró, derrotado por su propio despiste y sonrió, disculpándose.
—Lo siento, suelo abstraerme de lo que me rodea cuando un buen libro cae en mis manos —confesó. Miró el ejemplar que estaba leyendo y que ya se sabía de memoria y sonrió divertido—. Sobre todo si es Julio Verne quien me atrapa entre sus palabras. ¿Lo has leído alguna vez? —preguntó con curiosidad.
De repente, Cecily fue perfectamente consciente del gran abismo que los separaba. Negó con la cabeza y agachó la mirada, avergonzada. ¿Cómo podía decirle que jamás había leído un libro en toda su vida? Se reiría de ella y luego la llamaría inculta y analfabeta; aunque no fuese nada más que la cruda realidad...
Sebastian se dio cuenta del cambio en el ambiente que produjo sus palabras. Estudió a la chica, que se negaba a mirarle, y comprendió, algo tarde, lo que ocurría.
—No sabes leer, ¿verdad? —preguntó con suavidad, sabiendo de antemano la respuesta.
—No, señor. —Por esa vez dejó pasar aquel formalismo; sabía que no era el momento.
Llevó el brazo hacia el respaldo de la silla y, de detrás, sacó un bastón de caoba y se ayudó de él para levantarse. Sintió la sorprendida mirada de Cecily incrustarse en él e intentó ignorarla. Se aproximó a la barandilla de mármol y contempló el jardín cubierto de nieve. Suspiró y una nube de vaho se elevó con él. Pensó en qué sería de él si la lectura no existiera en su vida y sólo vio un frío vacío. Rio y se volvió hacia ella.
—Decidme una cosa... —Apoyó la espalda en la barandilla y la estudió con intensidad—. ¿Sois feliz?
—¿Perdón? —La perplejidad de Cecily superó la vergüenza. ¿Qué clase de pregunta era aquella?
—Contesta, por favor —insistió él, completamente serio y sin rastro de burla en sus ojos.
Cecily dudó. Nunca nadie le había preguntado nada semejante ni tampoco ella se había realizado aquella pregunta. Parecía una pregunta sencilla y fácil, pero había surgido tan de improvisto que no sabía qué contestar.
—Sí —contestó finalmente, completamente incómoda—. Por supuesto que sí. Tengo trabajo y, aunque técnicamente todo esto es suyo, también tengo casa. Jamás habría esperado vivir tal y como lo estoy haciendo ahora, pero la suerte me ha sonreído. Tengo todo cuanto podría desear.
Sebastian la contempló unos instantes, pensativo, y asintió para sí mismo. La frustración de Cecily iba en aumento. ¿Qué hacía ella, siendo una sirvienta, hablando con tanta soltura con alguien como Sebastian?
—Es curioso... —murmuró él, yendo de nuevo hacia la mesa, donde el té se estaba enfriando—. Me acabas de situar en una encrucijada.
Cecily, quien quería irse de allí cuanto antes, quedó confundida y alzó la vista hacia Sebastian. Él acariciaba ausente la cubierta del libro, apoyándose en aquel bastón. Volvía a estar perdida en el laberinto de su personalidad.
—En cierto modo yo también desearía no saber leer... —murmuró ausente, regresando al tema anterior, aun sabiendo que no podría renunciar a los libros por nada del mundo.
Ella lo miró alarmada y, en cierto modo, ofendida. No quería escuchar su compasión, fingiendo que quería ser como ella. ¿Cómo podía alguien querer renunciar a todas aquellas posesiones, a sus riquezas y a su título para rebajarse a alguien de su nivel? Podía no saber leer, pero no era tonta.
—No finja, por favor —dijo con rabia, deseando fervientemente que le diese el permiso para marcharse—. ¿Por qué querría alguien como usted ser una persona analfabeta? —La última palabra sonó tal y como era en realidad: un insulto, más para ella que para él.
Sebastian no contestó enseguida y se sentó con pesadez en la silla. Contempló aquella vara de madera que giraba entre sus dedos y acarició su pequeña empuñadura de acero damasquinado.
—Te he preguntado si eres feliz cuando yo podría cuestionarme lo mismo —dijo con expresión ausente. De repente, alzó los ojos y los ancló en ella—. Permíteme corregirte: vives resignada, no feliz. Y créeme, yo también lo hago. —Hablaba con pesadez y cansancio. Cecily se hallaba con la mente en blanco, confundida—. Son cosas muy distintas, pero las personas pasamos de la una a la otra con sorprendente facilidad, engañándonos a los demás y a nosotros mismos de que nuestra vida es tal y como la deseábamos. Olvidamos todas las metas y los sueños que nos ponemos de pequeños y que nos impulsan hacia delante hasta que la aclamada madurez nos hace despertar y darnos cuenta de que pedimos demasiado, de que hay que conformarse con lo que uno tiene, no aspirar a superarnos, y creamos una ilusión que convertimos en realidad. Pero, ¿y si ya lo tienes todo?
—¿Qué quiere decir? —Cecily no comprendía a dónde quería llegar Sebastian con todo aquello y sus palabras volaban sin sentido en su cabeza. ¿Qué podría desear él cuando todo se encontraba a su alcance?
Sebastian sonrió tristemente y negó para sí mismo, como si quisiera borrar sus palabras de la historia del tiempo. Él tampoco comprendía a qué venía todo aquello. No obstante, había una cosa cierta: su vida no era la que él deseaba.
—Desde hace más de un año todo mi mundo se ha visto reducido a un pequeño cubo decorado con oro y joyas; una habitación que, debajo de los tapices, es una prisión de ladrillo como cualquier otra —dijo al fin, apoyando los codos en las rodillas. Cecily no sabía qué decir; se había esperado cualquier cosa, todo tipo de respuestas, menos aquella sorpresiva declaración que cambió radicalmente el tema de conversación—. He visto pasar los días, viendo cómo una estación sucedía a otra, desde las ventanas. Y, en las pocas ocasiones en las que me he sentido con fuerzas para ponerme en pie, he tenido que hacerlo con ayuda de esté bastón. —Lo apretó con fuerza, tornando sus nudillos más pálidos de lo que ya estaban.
»Antes me encantaba pasear por los jardines, montar a caballo, ir a la ciudad, viajar, acudir a bailes... —Sonrió con amargura—. Era un hombre tanto de ocio como de negocios y, sin embargo, una enfermedad que llevo arrastrando desde niño ha podido conmigo. Siendo un crío pude superarla y, ahora, a una edad que otros consideran la mejor época de la vida, me veo obligado a disfrutar de un simple balcón y alimentarme de pastillas... —Suspiró.
Cecily escuchaba enmudecida, sin saber qué pensar o cómo actuar. Sebastian, adentrado en sus recuerdos, alcanzó el libro y lo giró con una sola mano.
—¿Qué hay de bueno en no saber leer, preguntas? Simple. Yo me refugié en los libros, en simples palabras, garabatos de tinta impresos y encuadernados. Sus personajes, su historia, me atraparon por completo y, aunque mis fronteras físicas se habían visto reducidas, mi mente viajaba de un país a otro, atravesaba campos, conquistaba países y descubría nuevos mundos. Poesía, ciencia, política, historia, ficción, teatro, romance..., da igual de qué trate cada libro, todos poseen el mismo poder de abandonar lo que te rodea y de convertirte en otra persona. En cierto modo, los libros son un potente veneno que te corroe por dentro, deleitándote mientras te destruye. Son un arma de doble filo.
»Si no fuera por ellos yo ahora no desearía volver a salir al exterior, sentir la nieve adhiriéndose a mi ropa, o tener la necesidad de correr para refugiarme de la lluvia. Si no hubiera leído ahora sería un ignorante que no se sentiría preso en su propia existencia y disfrutaría de lo que le rodea. Pero, tampoco habría podido sobrellevar la realidad y habría puesto fin a mis días a la menor oportunidad. Puedo tener todo, menos la esperanza de vivir. Ésa es mi desdicha.
Cecily se encontraba anonadada. Nunca habría imaginado que alguien como Sebastian se sintiera así, tan desdichado de su vida como lo era ella de la suya. Y, sin embargo, del mismo modo que ella, había encontrado la forma de ser feliz dentro de la fatalidad. Se mordió el labio con fuerza mientras el viento movía los mechones sueltos de su pelo de un lado a otro.
—Yo, por desgracia, no sé leer y tampoco tengo algún libro por el que tuviera la necesidad de aprender —reconoció, sin saber muy bien qué la impulsaba a hablar. Le miró y vio que él la observaba, atento a sus palabras; igual que lo estuvo ella a las suyas—. Pero mi imaginación vuela tanto como la suya. Yo misma creo mis historias, seguramente no tan buenas como la de vuestros libros, o ese tal Julio Verne... —Sebastian sonrió, bajando la mirada y sostuvo el libro entre sus dedos, suspendido en el aire entre sus piernas. Cecily prosiguió:— Como ha dicho, usted está atrapado por sus posesiones y yo por la carencia de ellas. Puede ser verdad que puedo ir de un lugar a otro y, sin embargo, sólo poseo una maleta vacía que sueño con llenar con algo valioso y así viajar y depender de mí misma y no de otros. Usted sobrevive con libros y yo con imaginación.
Ésta vez fue Sebastian el que la contempló sin palabras. Había intentado explicar todo lo que guardaba dentro a su familia, pero ellos no lograban, o no querían, comprenderle. No lo decían, pero sabía que tras esas palabras de ánimo que recibía se escondían la lástima que les causaba su enfermedad. Y, a pesar de todo, Cecily le había entendido a la perfección, demostrando que no era el único que se sentía así, ajeno y distanciado de su mundo, deseando abandonarlo y refugiarse en otro ajeno al suyo.
—Al parecer no somos tan distintos —dijo al final, sonriendo levemente. Cecily le devolvió la sonrisa y supo que quería compartir más pensamientos con ella. Deseaba abrirse a ella como no lo había hecho con nadie. Sabía que ella no lo juzgaría y, lo que nunca habría esperado, lo comprendería.
Se levantó y, sin decir palabra, se acercó a ella. Cecily, confundida, retrocedió hasta que su espalda se encontró con el frío mármol del balcón. Los ojos verdes de Sebastian la tenían atrapada y él contemplaba los suyos, negros como el carbón, descubriendo nuevos sentimientos que creía que jamás iba a volver a sentir: alegría, esperanza, nerviosismo... amor.
—Quiero que tengas esto —dijo, tendiéndole su único ejemplar de La vuelta al mundo en ochenta días.
Confundida, Cecily cogió el libro y contempló la cubierta. Estaba completamente desgastada por el uso y las páginas se encontraban oscurecidas y con los bordes arrugados de la cantidad de veces que habían sido leídas. Estaba claro que era algo muy valioso a pesar del estado en el que se encontraba.
—No puedo aceptarlo.
—Entonces guárdalo por mí —insistió, impidiendo que se lo devolviera—. Sé que serás cuidadosa con él. Te propongo algo: te enseñaré a leer y conocerás los lugares a los que he viajado con este libro, a cambio, tú me desvelarás las memorias que has atrapado en esa maleta que dices y me contarás tus historias.
—Pero mi trabajo... —farfulló.
—Yo responderé por ti. Si estás conmigo no te pueden decir nada, ventajas de tener una salud tan delicada —bromeó—. ¿Aceptas?
Cecily estaba abrumada. No podía pensar con claridad. Asintió, causándole a Sebastian una sonrisa, pero ella sólo era capaz de sentir sus gélidos dedos abrasando su mano sobre la cubierta del libro.
•◘•◘•
La linterna iluminaba dos metros por delante de él. El polvo y las telarañas predominaban en cada esquina o superficie y las paredes agrietadas y con los ladrillos a la vista parecían que se le iban a caer encima en cualquier momento; al igual que el techo. Sin embargo, no podía dejar de entrar en todas las habitaciones que encontraba. Unas aún tenían muebles polvorientos y a punto de desintegrarse; otras, en cambio, sólo eran cuatro paredes desnudas.
Pero en realidad no era eso lo que más le intrigaba. No era la usual pregunta que uno podía hacerse cuando entraba en una casa como aquella. No le importaba saber quién había vivido allí, o porqué había llegado a ese estado en ruinas. No.
Lo que no comprendía era porqué era capaz de imaginar perfectamente cómo había sido anteriormente. Veía muebles donde no los había, tapices y alfombras decorando las habitaciones junto con cuadros que veía al detalle. Divisaba doncellas saliendo y entrando por las puertas, al igual que personas de aspecto distinguido. Oía conversaciones y percibía el olor de la cena que se servía en el comedor.
Se imaginó un baile en aquel lugar y vio a bellas damas ataviadas con hermosos y sofisticados vestidos antiguos, bailando, hablando y riendo. Incluso era capaz de escuchar a Vivaldi entre todas aquellas voces.
En un momento dado se encontró con lo que anteriormente parecía haber sido una biblioteca y la chimenea, en ese momento apagada, fría y con el interior de telarañas, se prendió de repente ante sus ojos y toda la sala estalló en color y las estanterías se llenaron de libros. Notaba el calor del fuego acariciar sus piernas y olor del papel y el cuero viejo queriendo hacerle estornudar. Miró por la ventana y divisó un césped perfectamente cortado y, algo más lejos, la entrada al bosque. Cuando volvió a mirar sólo vio la tormenta arremetiendo contra la ventana y un montón de estanterías vacías.
•◘•◘•
Cecily no volvió a encontrar a Sebastian en el balcón. Había días en los que se levantaba con fiebre, otros en las que los ataques de tos eran tan fuertes que tardaba minutos en recuperarse. Y, pese a todo, siempre que se sentía lo suficientemente bien como para mantenerse erguido, la hacía acudir para continuar con sus clases de lectura.
Avanzaban despacio, pero poco a poco, las páginas se iban sucediendo y Phileas Fogg comenzó su intrépido viaje, acompañado por Jean Passepartout y perseguido por el detective Fix.
A Cecily la maravilló la sensación de leer, de ir juntando trazos, en apariencia burdos y sin sentido, para convertirlos en letras, descifrando palabras y creando frases que escondían secretos. Sebastian poseía una paciencia infinita y ayudaba a la chica cuando ésta se veía en dificultades.
Llegó un momento en el que ambos esperaban con ansias perderse juntos en todas aquellas historias, memorias atrapadas y perdidas entre el papel y la tinta. Cecily descubría nuevos países, lugares en los que nunca había estado, y Sebastian, quien se sabía esas palabras de memoria, se sorprendió a sí mismo estudiando cada una de sus expresiones concentradas y frustradas y disfrutando de su voz leyendo a Julio Verne.
Pero no sólo eso. Las historias que le contaba Cecily, avergonzada por tener que compartir sus pensamientos, eran realmente fascinantes. Aquellos días en los que sentía que no podía más, en los que apenas podía mantenerse despierto a causa de la fiebre, ella le hablaba en voz baja a petición suya, deteniéndose con cada ataque que sorprendía su cuerpo y retomando la narrativa como si nada hubiese pasado una vez se hubo calmado. Su voz era un bálsamo y al mismo tiempo una adicción que le hacía sufrir en su ausencia.
Para Cecily todo aquello era nuevo, pero pronto se vio incapaz de dormirse si no pensaba en otra historia que contarle a Sebastian al día siguiente, agarrando con fuerza la maleta en la que guardaba aquel preciado libro. Incluso mientras trabajaba lo hacía pensando en él. Recordaba la sensación de su atención sobre ella, de los roces accidentales de sus manos al querer pasar ambos la página del libro.
Comenzaron a repetirse, cada vez más a menudo, las ocasiones en las que paraban en medio de la lectura o de una historia para comentar algo, desviándose más y más del tema y llegando a hablar de cosas tan banales como el horroroso y huraño carácter del ama de llaves, coincidiendo los dos en que necesitaba un perro que le hiciese compañía. En una de aquellas charlas Cecily descubrió que la señorita Emma era, en realidad, una mujer que rondaba los cuarenta, casada y con hijos. Fue entonces cuando comprendió por qué Sebastian parecía tan divertido la primera vez que hablaron. Y, para su horror y bochorno, él comenzó a reírse otra vez, recordando el momento.
Sin embargo, al igual que el tiempo avanzaba para ellos, haciendo cada vez más largos sus encuentros, también avanzaba para el resto del mundo. El invierno se hizo más feroz y el fuego apenas conseguía hacer frente al frío que se colaba en la mansión y empañaba las ventanas. La salud de Sebastian empeoró.
Soñaba entre el calor y el frío, entre realidad y delirios. La fiebre hacía estragos con su cuerpo; se ahogaba en sueños y siempre debía de haber alguien a su lado para darle las medicinas. Tuvieron que cambiar las pastillas por jarabe, pues llegó a ser incapaz de tragarlas en aquel estado de duerme-vela. Comenzó a toser sangre.
—Cecily —masculló tras otro repentino ataque. Parpadeó varias veces, intentando enfocar, pero el techo bailaba ante sus ojos. Tenía frío y calor al mismo tiempo. Tenía que concentrarse en respirar.
—Aquí estoy —se apresuró a contestar, agarrando su mano. Estaba gélida. Él le devolvió el apretón sin apenas fuerza. Había palidecido todavía más en los últimos días, profundas ojeras se hundían debajo de sus ojos enrojecidos y el sudor perlaba su frente y humedecía sus castaños cabellos.
—Voy a irme, Cecily —susurró con agonía, girando su rostro en la dirección en la que había escuchado la voz. Cerró los ojos con fuerza y respiró con dificultad.
Ella sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Con mano temblorosa, hundió los dedos en su suave pelo para traerlo de vuelta de donde quiera que su conciencia se estaba perdiendo. Sebastian abrió los ojos y por un momento pudo ver aquel precioso rostro junto a él.
—No digáis eso —suplicó, con lágrimas en los ojos.
—Lo siento —se disculpó con una sonrisa pesarosa. Alzó una mano y, en un impulso desconocido, acarició su pómulo. Cecily sollozó y agarró su mano, inclinando la cabeza ante su tacto—. Me gustaría quedarme más tiempo, y compartirlo contigo, pero sé que no puedo. No puedo... —Volvió a toser. Cecily hizo un ademán de coger el vaso de agua, pero él la detuvo presionando agarrando su mano—. Mi tiempo se ha agotado, mi cuerpo desea liberarse de este tormento... Y yo también —reconoció, continuando con amargura.
—Por favor... —volvió a sollozar. Él ahogó otra tos. Sabía que se estaba despidiendo de ella, pero no podía aceptarlo. Sebastian se había convertido en alguien esencial en su vida. No quería apartarse de él, quería volver a pasar tardes enteras sentada junto a él, hablando y leyendo hasta que le escocieran los ojos y le bailaran las palabras por toda la página. Era una simple doncella, pero quería tenerlo junto a ella. Lo quería a él. Quería a Sebastian con toda su alma.
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas y Sebastian las limpió con una triste sonrisa. Comprendía cómo se sentía, pero también era consciente de que no resistiría más. Aquella enfermedad que le robaba la vida a cada segundo que pasaba le había permitido conocer a Cecily, pero ahora había llegado el momento de pagar por tal regalo.
—No llores —pidió—. Me iré, y sabes que ya no se puede hacer nada por remediarlo... —La conciencia le bailaba frente a los ojos, pero quería ver su rostro una vez más; quería contemplar aquellos profundos y negros ojos enmarcados por un pelo liso y tan negro como el carbón. Ella volvió a sollozar—. Pero seguiré contigo, perdido felizmente entre tus memorias. Y, gracias a ellas, volveré a encontrarme contigo en algún lugar donde yo pueda acompañarte a todos los sitios que piensas visitar. Lo prometo. —Volvió a acariciar su mejilla y entrelazó sus dedos con los de ella—. Sigue soñando y espérame. ¿Lo harás?
Cecily asintió sin poder dejar de llorar. Lo esperaría. Esperaría todo el tiempo que hiciera falta y volvería a encontrarse con él. Sus caminos se habían encontrado una vez y, aunque ahora se separaban, volverían a cruzarse. Estaba segura. Ambos lo habían prometido. Y, por él, mantendría su palabra.
—Viaja lejos por mí —susurró Sebastian antes de cerrar los ojos.
•◘•◘•
Se había detenido frente a una puerta. No tenía nada de especial, pero, de nuevo, algo lo empujó a abrirla. Ésta aún tenía la mayoría de los muebles. Un rayo iluminó la estancia más de lo que lo hacía la linterna de su móvil y le pareció ver a alguien tendido en la cama que había frente a él y, junto a aquella persona, se encontraba otra arrodillada en el suelo.
Sin ningún motivo en concreto, recordó que de pequeño solía ser muy enfermizo y apenas salía de casa. Recordó lo mucho que odiaba que hubiera miles de personas atentas a cualquier movimiento que hacía, agobiándolo con su amabilidad. Nadie parecía comprender que necesitaba hacer las cosas por sí mismo, no dejar que otros lo hicieran todo por él mientras aguardaba en cama. Por fortuna aquella tortura terminó cuando decidieron operarlo. Por fin, tuvo libertad y aire.
Y, pese a que todo aquello había quedado atrás y prácticamente olvidado, se vio a si mismo en aquella cama, agonizando. Despacio, se acercó a la cama y pasó los dedos por la apolillada colcha. Escuchó un sollozo, pero cuando se giró no vio a nadie. Negó para sí mismo. Estaba perdiendo la cabeza.
Un profundo cansancio lo invadió de golpe y se sentó en la cama sin importarle que se estropeara los pantalones. Tras aquella tormenta se habían vuelto inservibles. Los muelles crujieron bajo su peso.
Se peinó el pelo con los dedos y apoyó los codos en los muslos. Miró hacia la ventana y contempló cómo seguía diluviando. Le echó un vistazo a su móvil y comprobó que el porcentaje de la batería había bajado y que seguía sin señal. Suspiró y contempló sus zapatos. Estaban hechos un asco.
Movió las piernas y su talón dio contra algo. Extrañado, estiró un brazo por debajo de la cama y sus dedos se cerraron en torno a algo. Lo arrastró hacia fuera, levantando una pequeña nube de polvo que lo hizo toser, y estudió su descubrimiento. Era una maleta de mano y, por el tacto, parecía ser de cuero.
La alumbró con el móvil y deslizó sus dedos por ella, dejando tres líneas del grosor de sus dedos en el polvo. El cuero se limpió y dejó al descubierto un apagado color rojo. No comprendía qué hacía una maleta así debajo de aquella cama, pero había despertado su curiosidad.
La estudió mejor y comprobó que no poseía ni candado ni combinación. No dudó en abrirla.
Apuntó con el móvil y descubrió que estaba prácticamente vacía. A excepción de dos libros antiguos. Sacó ambos y dejó la maleta abierta a sus pies. Se habían protegido del polvo y la humedad por haber estado encerrados, aunque eso no había impedido que las hojas se amarillearan por el paso del tiempo. Ambos parecían haberse usado con bastante frecuencia; las hojas crujían bajo sus dedos.
Ojeó el primero y comprobó que era una edición antigua de La vuelta al mundo en ochenta días. Sonrió con sorpresa. Había leído esa historia miles de veces, y no le importaría hacerlo una vez más. Dejó el libro a un lado y se centró en el segundo.
No tenía título. Lo abrió por la mitad y vio una inclinada caligrafía, con adornos típicos de la escritura antigua, llenando páginas y páginas de aquel diario. Acercó el móvil un poco más e intentó leer lo que ponía. Las letras estaban demasiado juntas y la tinta se había emborronado debido al tiempo pero, aun así, era legible.
—Es un cuento —masculló, asombrado, tras leer varias líneas. Retrocedió varias páginas y leyó de nuevo—. Son cuentos —se rectificó al darse cuenta de que la temática y personajes cambiaban cada cierto número de páginas.
Levantó la cubierta, a la espera que le desvelara el autor. Y había acertado. Allí, en medio de una página en blanco, había un nombre.
—Cecily —leyó en voz alta. No había apellido.
Miró de nuevo en la maleta, pero no había nada más. Parecía que había sido utilizada a modo de caja fuerte y que aquellos libros eran algo muy importante para su dueño. Parecían haberse quedado atrapados en el tiempo dentro de aquella maleta.
Guardó todo de nuevo y la cerró. Volvió a mirar por la ventana y comprobó, sin asombrarse, que seguía lloviendo. Decidió volver a la entrada. Cogió la maleta y salió de la habitación. De alguna manera sabía por dónde moverse en aquel laberinto de habitaciones y no tardó en llegar a las escaleras.
La bajó mientras volvía a comprobar su cobertura. Fue inútil. Aquel trasto no recibía señal alguna. Se detuvo en un escalón y guardó el móvil en el bolsillo. Comprobó que las llaves y el USB seguían en su sitio y levantó la mirada. Alguien le observaba desde abajo sosteniendo su americana. Años enteros de tratar con economistas y empresarios airados lo salvaron de no dejar entrever en su rostro la sorpresa y el susto que acababa de sentir.
—¿Quién eres? —preguntó con recelo, yendo a su encuentro.
—¿Y tú? —La voz que le contestó fue femenina. Llegó a su altura y por fin pudo verla en aquella pésima luz que les rodeaba. Estaba empapada, prueba de que acababa de entrar, y varias gotas de agua provenientes de un cabello negro le mojaba aún más la camiseta. Se pasó el pelo por encima del hombro, salpicando el suelo a su alrededor, y lo estudió a su vez con unos serenos y profundos ojos negros.
—Yo he preguntado antes —argumentó Sebastian.
La chica puso los ojos en blanco y sonrió irónicamente.
—Soy Cecily. Y he acabado aquí por culpa de la tormenta —miró hacia abajo y estudió unos instantes la americana que había encontrado minutos antes. Parecía una bengala en medio de toda aquella ruina cuando la encontró—. Y por lo empapado que está esto supongo que tú también. —Entrecerró los ojos y se fijó por un momento en la pequeña maleta que sostenía; no cuadraba mucho con su refinado aspecto—. Porque supongo que es tuya, ¿no?
Sebastian sonrió y asintió, recuperando la prenda. Al estar mojada pesaba un quintal.
—Supones bien en ambos casos —confirmó, divertido por su enérgico discurso—. Soy Sebastian —se presentó, tendiéndole la mano.
Cecily se la estrechó sin dudar.
—Extraña coincidencia acabar ambos en una mansión abandonada por culpa de la lluvia —bromeó, mirando a su alrededor con gran interés. En sus ojos brillaban las ansias de aventura.
—Bastante —concordó él, aunque no supo si era por la misma razón que la de ella o si, por el contrario, se debía a que minutos antes había leído el mismo nombre en la contraportada de un libro. Algo le decía que coincidencias tan extrañas no existían; aunque, sorprendentemente, ésa en concreto no le desagradaba. Quizás no había sido tan malo perderse en la tormenta después de todo.
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