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017


MEMENTO MORI
VOLUME TWO, ISSUE #5

en el que los acuerdos
complican las cosas



LONDRES, INGLATERRA
otoño 2016

El día no se había desarrollado para nada como Steve lo había esperado. Pero ¿cuándo las cosas se daban como él quería? Todo en su vida había sido un fracaso colosal atrás del otro, un cambio de planes espontáneo generado por una variable imprevista.

Y era él quien tenía que pretender que todo estaba bien cuando, en realidad, todo era una mierda. Peggy ya no estaba y no había tenido tiempo de procesar eso con la profundidad con la que lo deseaba.

Mucho antes de saber que Bucky seguía con vida, Peggy había sido la única persona que lo ataba a su pasado y no lo hacía sentir como un vagabundo por una vida que no comprendía del todo. Peggy había sido su ancla a un tiempo que no pudo vivir como quería y a un tiempo que nunca sería capaz de recuperar, un recordatorio de lo que su vida podría haber sido. La mujer había aprovechado sus días al máximo, lo había superado, había construido un legado que nadie podría borrar jamás e incluso había tenido tiempo para formar una familia.

Y ahora ya no estaba. Había dejado una huella enorme en su corazón y en el mundo y se había ido. Y a Steve le parecía egoísta, lo había dejado solo, a la deriva.

Bucky estaba allí, sí, pero su amigo estaba más perdido que él, y era Steve quien trataba de anclarlo al mundo real. Pero ¿quién lo mantenía a él centrado? Ya no tenía de dónde sostenerse y eso lo aterraba.

Luego su despedida había sido abrupta. La última vez que la vio ella no lo había reconocido, pocas veces lo hacía en los últimos meses. Atesoraba con cariño todas las conversaciones que habían logrado mantener en ese nuevo siglo, pero se lamentaba no haber tenido una despedida como era debida. De nuevo.

Y en su funeral, en un lugar sagrado, en momento sagrado, todo se había desvirtuado. Lo habían intentado matar a él. El puntero del francotirador había estado en su frente.

¿Qué hubiera sucedido si Melissa no actuaba rápido? ¿Alguien más se habría dado cuenta a tiempo? ¿O habría muerto en ese momento?

La idea lo aterraba. No quería morir. Estaba desorientado, asustado, perdido, pero eso significaba que estaba vivo y que todavía le quedaban muchas cosas por experimentar.

Caminaba por los largos pasillos de empapelado verde y pisos de madera oscura de la casa de Julian Campbell y pensaba, porque otra cosa no podía hacer. Todos habían aceptado la oferta del misterioso británico y prefirieron descansar por un par de horas para reordenar sus pensamientos. Pero Steve no podía descansar. Ni tampoco podía ponerle orden a los pensamientos en su cabeza.

Temía que, si se acostaba y cerraba los ojos, sus pensamientos lo ahogarían y llevarían a un lugar del que le sería difícil salir, y en el cual no le sería útil a nadie.

Porque eso era para lo que existía, después de todo, para serle útil a los demás. Para eso lo crearon tantos años atrás. Había salido de un laboratorio con un único propósito y año tras año, fuera en el siglo que fuera, en la guerra que fuera, había servido el mismo propósito. Pelear. Una y otra y otra vez.

Ultrón había tenido razón. No podía sobrevivir sin una guerra. Y no estaba seguro de quererlo.

Se encontró caminando en dirección a la cocina, donde Julian Campbell y Natasha Romanoff tomaban té en absoluto silencio, ambos sentados en lados opuestos de una isla de época, en medio de una competencia de miradas.

Julian perdió al verlo entrar, e incluso Steve notó que su rostro se iluminaba un poco.

—¿Quieres té? Es de menta y cardamomo —ofreció el dueño de casa.

—Está rico —apoyó Natasha—. Y no tiene veneno.

Ante eso, Julian puso los ojos en blanco, de manera infantil.

—Soy inofensivo.

—Hmm.

Natasha sonrió, de esa manera en la que recordabas de inmediato sus orígenes como espía rusa, y tomó un largo sorbo sin romper contacto visual con Julian. Lo estaba estudiando y analizando.

Bien, pensó Steve. Necesitaban desconfiar de él hasta que probara que estaban del mismo lado, sobre todo si pensaban ayudarlo a encontrar a su padre.

Porque claro, como Melissa pretendía darle una mano con el asunto, Steve no pensaba dejarla sola, y era de esperar que el resto del equipo lo siguiera. Porque siempre lo hacían.

Los adoraba por cuidarle la espalda y confiar en su juicio sin importar qué, pero no lo dejaba tranquilo lo ciegamente que confiaban en él cuando, la gran mayoría de las veces, actuaba de acuerdo a lo que su intuición le decía. ¿Qué iba a pasar cuando su intuición le fallara y los llevara a todos a la ruina?

—¿Rogers? —llamó Julian con preocupación.

Steve parpadeó, recordando dónde estaba. Vio la taza humeante que Campbell le ofrecía y la aceptó de inmediato.

—Gracias. Lo siento, estoy cansado.

—Están todos durmiendo.

—No ese tipo de cansado.

Steve se sentó junto a Natasha. Ella lo miró pensativa, pero se abstuvo de decirle nada. Él miró el humo salir de la taza astillada en sus manos y luego continuó reparando en los golpes y rayas del mobiliario.

Lo había notado antes también, mientras daba vueltas sin rumbo: la casa entera parecía sostenerse por la pura voluntad de un muy perdido Julian Campbell. El empapelado se estaba despegando en las uniones, los pisos estaban desnivelados, había un escalón roto, un agujero en la pared junto a la entrada, arañazos del perro Spock en las puertas. Los muebles algunos estaban pegados con cinta y otros amenazaban con desarmarse con tan solo mirarlos.

Las fotografías familiares eran la peor parte: sus vidrios estaban rotos, la mayoría tenían a su madre recortada o quemada, había una demasiado tétrica en la que parecía que un niño había rayado con furia sobre la cara de la mujer. Que era probable que fuera exactamente lo que había sucedido.

Julian tenía una casa, pero Steve dudaba que fuera un hogar.

—¿Hace mucho que vives aquí? —preguntó, esperando de verdad que no fuera su hogar de la infancia.

—Nos mudamos hace poco. Nací y crecí en Birmingham.

—Eso explica el acento —murmuró Natasha. Jason rio con ironía.

—No es tan malo.

—He escuchado peores —apoyó Steve. Su desconfianza todavía picándole en su cabeza lo hizo seguir indagando en la vida del desconocido—. ¿Vives con tu padre?

—No, él tiene un apartamento en Westminster, yo vivo solo con Spock y mil recuerdos.

—Así que reconoces que el lugar es deprimente.

Julian torció el gesto.

—Romanoff... —reprochó Steve.

—¿Qué? Solo es una observación.

—A veces el desorden se me va de las manos —se defendió Julian—. A fin de cuentas, esta siempre ha sido mi vida.

—¿Desordenada? —preguntó Natasha.

—Algo así. Mi padre...

Julian se detuvo de inmediato cuando se oyeron golpes en la puerta.

Los tres se pararon en sus lugares e intercambiaron miradas. El perro Spock bajó las escaleras gruñendo y enseñando los dientes, y lo siguieron Bucky, Melissa, Sam y Elizabeth, los cuatro todavía vestidos de traje y viéndose demasiado dormidos como para pelear.

Dos golpes volvieron a oírse y, esta vez, Spock ladró y Julian sacó su arma. Nadie se atrevió a preguntar quién era. Por lo que les constaba, podía ser el Soldado del Invierno que se cruzaron más temprano que había llegado para terminar el trabajo. Podía ser Pierce y sus secuaces. Podían ser aliados de Julian Campbell tendiéndoles una trampa.

El celular de Natasha vibró sobre el mármol de la mesada anunciando la llegada de un mensaje, y de inmediato se la escuchó suspirar aliviada.

—Son Barton y Maximoff con nuestras cosas —anunció para tranquilizar al grupo.

De inmediato Steve recordó que le habían pedido al arquero que les diera una mano con su ropa y armas todavía guardadas en el hotel al que no podían volver. Supusieron que Clint sería la persona a quien menos buscarían y en quien más podían confiar en un momento como aquel. Y Clint debió arrastrar a Pietro Maximoff con él.

Steve sabía que el arquero tenía un punto débil por Pietro y que se sentía culpable por todo lo que le había sucedido a raíz de que lo salvó aquel horrible día en Sokovia. Supuso que llevarlo de viaje a Inglaterra era una forma de demostrarle que le importaba y que no quería dejarlo atrás.

—Spock —llamó Julian, volviendo a guardar su arma en la cintura de su pantalón—. Son amigos, puedes bajar la guardia.

Las palabras mágicas volvieron a calmar al perro, quien de inmediato subió las escaleras una vez más, probablemente para volver a dormir sobre una de las camas.

Julian se acercó a la puerta para abrirle a los recién llegados y todos se arremolinaron a su espalda en posición de defensa, en caso de que, en realidad, se tratara de una amenaza. Pero pelear no fue necesario cuando vieron a Clint y Pietro junto a nueve bolsos en el suelo.

—Tuvimos que responder muchas preguntas incómodas por sacar tanto equipaje del hotel y subirlos al taxi —bromeó Barton cuando les vio las caras—. Mínimo nos merecemos una explicación enorme por todo esto. Y un café para el jet lag.

—Podemos solucionar ambas —aseguró Natasha y se apresuró a levantar su bolso.

Uno a uno, Steve, Melissa, Bucky, Sam y Elizabeth tomaron su equipaje de la acera y lo entraron al hogar de Julian, aumentando el desorden que ya de por sí había allí adentro.

A Steve, ver el bolso de su escudo lo tranquilizó un poco. Él, Sam y Lizzie habían llevado sus armamentos pesados en caso de que la cosa se pusiera complicada. Después de todo eran figuras muy públicas que incitaban a la confrontación allí a donde fueran y quienes, además, estaban metidos en el corazón de lo que prometía ser una gran conspiración global.

Y habían estado en lo cierto, pues la Sociedad Serpiente había atacado de inmediato, tal y como habían creído que lo harían. Si tan solo hubieran estado mejores preparados, entonces quizás podrían haber apresado al Soldado del Invierno que habían enviado en su búsqueda, y podrían haber obtenido más respuestas e información acerca de la misteriosa organización que buscaba su muerte.

En su lugar, habían terminado en casa de un completo extraño que vivía de manera sospechosa. No cabían dudas de que estaba obsesionado con la Sociedad Serpiente y su líder —su supuesta madre, y la de Melissa—, pero Steve se preguntaba dónde realmente caía su lealtad.

¿De verdad estaba dispuesto a ir en contra de su propia madre?

¿Lo estaba Melissa?

—¿Dónde están Rider y Danvers cuando se los necesitan? —preguntó Pietro—. Mataría por un poco de su bebida energética.

—Volvieron al espacio. Dick estaba en medio de una misión cuando vinieron por Acción de Gracias y a Carol no le gusta estar más de lo necesario en la Tierra —explicó Melissa.

—A nadie con poderes va a gustarle estar en la Tierra más de lo necesario —dijo Clint y comenzó a caminar hacia la cocina, siguiendo a Julian.

Steve torció el gesto. Sabía que se refería a la Ley Internacional de Regulación Superhumana —o los Acuerdos de Sokovia— que se habían firmado en Viena esa misma tarde. A él tampoco le hacían mucha gracia, menos después de que Lizzie había apuntado que parecía que los estaban atacando personalmente.

No que no lo hubiera pensado antes, después de todo su implementación había sido causada a raíz de un elaborado escape de prisión para liberar a Hannah Thorne, una operativa de la Sociedad Serpiente que habían apresado el verano pasado. Pero recién en ese momento comenzó a comprender la gravedad del asunto.

La ley había pasado —la habían firmado esa tarde en una cumbre de las Naciones Unidas en Viena— y entraría en vigencia de inmediato. Todo lo que ellos hicieran a partir de ese momento sería considerado delito.

Si Steve se movía sin la autorización previa de la ONU, se convertiría en un criminal. Y no había versión del mundo en el que Steve se quedara de brazos cruzados ahora que la Sociedad había hecho su movimiento sobre el tablero. Lo habían puesto en jaque, sí, haciéndole recapacitar sobre cualquier movimiento que pensara hacer, pero la partida todavía no estaba perdida.

La Sociedad caería, eso era seguro. Y si tenía que perder su libertad para que el mundo quedara libre de esa escoria... que así lo fuera.

—No solo traemos sus cosas —escuchó decir a Pietro, sacándolo de sus pensamientos y haciendo que se acercara a los demás, quienes ya se habían congregado en la cocina—. También traemos pésimas noticias.

—¿Ahora qué pasó? —preguntó Melissa con cansancio.

Clint carraspeó y Steve lo vio mirar directamente a Bucky.

—Hay una caza internacional por el Soldado del Invierno que fue visto disparando a civiles inocentes en una iglesia.

—Esas son buenas noticias, ¿no? —preguntó Elizabeth mirándolos a todos.

Bucky suspiró y se agarró el puente de la nariz.

—Me buscan a mí.

—Sí —confirmó Clint.

De inmediato todos comenzaron a murmurar cosas diferentes. Que era injusto, que él no había sido, que tenían que probar de alguna forma que Bucky y el Soldado eran dos personas diferentes que habían estado en el mismo lugar al mismo tiempo.

Steve podía sentir a la Sociedad murmurar tick, tack en su oído.

—¿Las cámaras de seguridad de la zona no nos captaron escapando? —preguntó, con esperanzas de que ese fuera el movimiento que le salvara la partida.

—Todas las cámaras de la ciudad se apagaron por media hora —informó Pietro—. No existen pruebas de que James y el Soldado sean personas diferentes.

—¿Testigos?

—Nadie vio a los dos al mismo tiempo.

Piensa, piensa.

Tenía que haber una forma de probar la inocencia de Bucky. ¿Cómo era posible que ninguno de los exagentes de SHIELD que se cruzaron a las afueras de la iglesia confirmaran que Bucky no había sido el tirador? Alguno tendría que haberse percatado de ello. Los tendrían que haber visto.

A no ser que los agentes no fueran de los buenos.

Sin cámaras y sin testigos no había forma de probar su inocencia. Y si no había forma de probar su inocencia, entonces Bucky sería un criminal buscado de por vida y todos los que se vieran involucrados con él seguirían por el mismo camino.

Ya no importaba si Steve decidía o no ayudar a Melissa a encontrar a su supuesto padre o si se movía para tratar de eliminar a la Sociedad. Incluso antes de hacer cualquiera de esas cosas, incluso en ese exacto momento, de pie en la cocina de Julian Campbell, con su mejor amigo a su lado, Steve ya era un fugitivo y un criminal por asociación.

Jaque mate.

—No pasa nada —masculló Bucky—. Sé cómo esconderme, me iré y...

—No.

La negación fue unísona y Steve vio a Bucky genuinamente sorprendido. ¿De verdad había pensado que todos lo dejarían ir? ¿Después de lo que habían vivido juntos?

—Si me quedo los pondré en peligro —trató de justificarse.

—Ya estamos en peligro —dijo Melissa, su mirada clavada en el suelo—. Esto es lo que querían, supongo, acorralarnos, hacernos saber que ahora que los descubrimos no podemos escaparlos.

—Todavía pueden irse —ofreció Steve. Era lo único que se le ocurría que podía funcionar—. Pueden volver a casa, con sus familias, nadie va a culparlos.

—Tú también deberías irte —insistió Bucky.

Steve negó con su cabeza.

—Contigo hasta el final de la línea, Buck. Iba en serio eso.

—¿No íbamos a matar reptilianos? —preguntó Pietro. Todos lo miraron confundidos. ¿Cuándo habían hablado de reptilianos?—. La jefa de las serpientes, reptilianos, ustedes entienden. Creí que habíamos quedado en buscarla y matarla. No podemos hacer eso si volvemos a casa.

—Si hacemos eso, iremos en contra de la ley —les recordó Natasha—. A partir de hoy ya no podemos actuar como se nos de la gana.

—A la mierda con eso. Esa ley no nos puede tocar si hacemos las cosas bien, ¿cierto?

Al decir eso, Clint miró a Steve en busca de apoyo que no iba a encontrar. Por más que actuaran en beneficio del bien común, de verdad dudaba que les perdonaran todo.

—Yo no estaría tan seguro. Lo siguiente que hagamos, si nos descubren, nos convertirá en criminales.

—Y más si los ven conmigo.

—Buck...

—No, tiene razón —apuntó Natasha—. Será un agregado a nuestros crímenes. Y no será bonito. Con suficiente suerte nos extraditarán a una prisión tranquila en América.

—¿Tenemos otra opción? —consultó Pietro.

—Fugitivos.

Tras Natasha decir aquello, Melissa abandonó la cocina sin decir nada. Todos la siguieron con la mirada mientras subía las escaleras, apurada.

Todos menos Steve quien, sin dudarlo por un segundo, fue tras ella.



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El universo era cínico. El universo era cínico y maquiavélico y vengativo. El universo la odiaba con tantas ganas que Melissa se preguntaba qué había hecho en otra vida para merecer eso.

Había sacrificado su libertad durante dos años para proteger unas coordenadas de mierda. Luego había actuado en pos del bien común, había matado a su mejor amigo —de nuevo— y había ganado su perdón. ¿Y todo eso de qué había servido? De absolutamente nada.

Todo era miseria tras miseria, un complot muy elaborado en su contra para cortarle la esperanza y golpearla una y otra y otra y otra y otra y otra y otra y...

Melissa se masajeó el pecho cuando empezó a dolerle.

... y otra vez.

Estaba destinada a fracasar y a vivir en las sombras. Estaba destinada a no tener una familia. ¿Los Gold? Era probable que no los volviera a ver. ¿Los Campbell? Si Julian estaba en lo cierto, y su madre era quien decía que era, estarían todos muertos para fin de año.

Estaba destinada a fracasar.

Estaba destinada a no tener un hogar fijo.

¿Qué iba a hacer ahora?

No podía volver a casa. Era la salida fácil, lo sabía, correr a la seguridad de los brazos de sus padres y dejar todo atrás era más fácil que quedarse y afrontar su realidad. Afrontar a su hermano perdido, a su madre psicópata, a su padre secuestrado. Enfrentar al mundo entero que la querría ver tras las rejas por querer hacer lo correcto sin consultarle a nadie. Enfrentar a una Sociedad Secreta de la cual no sabía nada.

No tenía nada, nunca tendría nada.

El universo la odiaba.

Melissa se apoyó en la pared a su lado cuando su cabeza se sintió ligera. Intentó respirar profundo, pero el aire no parecía llegarle a los pulmones.

El pecho volvió a dolerle.

—¿Mel?

La voz de Steve se oyó demasiado distante.

Él era un Vengador, ¿por qué no lo arreglaba? ¿Por qué no usaba su estatus para arreglar sus vidas de mierda?

¿Tan poco le importaba?

Por supuesto que le importaba poco. Si le importara más, habría estado en Acción de Gracias. Pero no.

Melissa empezó a preocuparse cuando se dio cuenta de que no podía respirar.

Se estaba muriendo.

El pánico se apoderó de ella. Comenzó a caminar por el feo pasillo sin rumbo alguno. Quizás si abría una ventana podría respirar mejor. Pero ¿dónde estaban las ventanas? No conocía la distribución de la casa.

Un cuadro se cayó detrás de ella y su vidrio se hizo añicos. Melissa se sobresaltó al escuchar el ruido y dejó de caminar para recostarse a la pared a su lado. No llegaría a ninguna ventana. Iba a ahogarse ahí mismo.

—Melissa.

Steve estaba frente a ella ahora. No recordaba haberlo visto moverse.

Melissa se agarró el pecho.

—Me estoy muriendo —dijo en susurros.

—No te estás muriendo.

¿Qué sabía él lo que le estaba pasando a ella?

¿Qué sabía él lo que era vivir aislado del mundo, constantemente mirando por encima de su hombro por si su pasado lo alcanzaba?

Melissa no quería volver a esa vida. No podía. Prefería morir ahogada en ese instante a tener que pasar otro segundo sola, en silencio, en un apartamento diminuto que nunca podría ser un hogar.

Nunca nada podría ser un hogar.

Estaba destinada a fracasar.

El universo la odiaba.

—Melissa, necesito que te enfoques en mi, ¿puedes hacerlo?

No.

Melissa lo miró directamente a los ojos. Aunque lo veía bastante borroso, el celeste de sus iris era fácil de ubicar.

—Vamos a respirar juntos, ¿sí? —Al decir aquello, Steve tomó la mano de Melissa y la puso sobre el pecho de él. Cuando inhaló profundamente, pudo sentirlo bajo su mano e intentó seguirlo para dejarlo feliz—. Vas bien. Inhala... exhala.

Era más fácil decirlo que hacerlo.

Una punzada le atravesó el pecho y Melissa estuvo convencida de que era su fin.

—Vamos, Mel, de nuevo —insistió él—. Inhala... exhala. Inhala... exhala.

Melissa trató de seguirlo, siéndole de gran utilidad poder sentir el movimiento de su pecho bajo su tacto. Le daba otra cosa en la que enfocarse y la ayudaba a olvidar que se estaba ahogando.

—Inhala... —repitió Steve y ella lo siguió tomando una gran bocanada de aire, y dándose cuenta al instante de que no se estaba ahogando realmente—. Exhala.

Todavía con el pecho adolorido y todavía con su vista nublada por lágrimas y su cabeza sintiéndose pesada bajo el peso de mil palabras que no podía pronunciar, Melissa fue poco a poco recobrando la capacidad de respirar por su cuenta.

—Gracias —dijo cuando se sintió mejor.

—¿Suele pasarte?

—No. —Melissa se sentó en el suelo, con su espalda todavía contra la pared, y Steve la imitó a su izquierda—. La última vez que tuve un ataque de pánico fue cuando era niña. Se suponía que la terapia había arreglado eso.

—Han pasado años. Y son tiempos estresantes, tienes mucho en tu plato en estos momentos.

—No puedo volver a casa, Steve —dijo ella y de inmediato sintió las lágrimas quemarle los ojos—. Ya no tengo nada.

—Estás a tiempo de dejarlo todo. Vuelve a Tallahassee, deja todo esto atrás y vive tu vida. Nadie te va a culpar por ello.

—Ese es el problema, si vuelvo a casa, si abandono esto, nunca estaré tranquila. Necesito saber la verdad sobre mi familia biológica. Y necesito matarla a ella. Por Jason.

Steve asintió a su lado. Melissa se preguntó si la juzgaría por admitir querer asesinar a alguien de esa manera. ¿Qué tan cómodo estaba con la idea?

¿Qué tan listo estaba para ensuciarse las manos?

—Por Jason... —lo escuchó repetir en voz baja, pensativo.

—Le arruinó la vida. Y, por Dios, Steve, si de verdad mi madre es la causante de las peores pesadillas de Jason...

—No sería tu culpa.

—Así se sentiría.

Melissa bajó la vista y se encontró con la foto que había tirado. Era un retrato de lo que solo podían ser ella y Julian, frente a Sacre Cœur. La niña sonreía mientras que el niño tiraba de sus cabellos y ambos se veían unidos, felices, completamente ajenos a que su vida cambiaría por completo en los días siguientes a esas vacaciones.

La dio vuelta y encontró, escrito con bolígrafo, la inscripción «Jules y Aria, París 1993».

El nombre se sintió ajeno, como si le perteneciera a alguien más. Aria Campbell. Sonaba... mal.

—Ese es el recuerdo que tenías con ellos, ¿no? Del que me hablaste en Holanda —preguntó Steve estirando su mano para dar vuelta la fotografía una vez más. Al hacerlo, sus dedos rozaron los de ella, y el corazón de Melissa dio un respingo—. Te veías feliz.

—No parezco una niña que poco tiempo después va a elegir olvidar su vida. Lo que sea que haya sucedido entre esta foto y que llegué al orfanato debió ser horrible.

Steve suspiró. Continuó mirando la imagen de aquellos niños felices que ya no existían en la actualidad; ahora no eran más que dos adultos disfuncionales demasiado cerca de su tercera década quienes acarreaban más cicatrices emocionales que buenos recuerdos.

—Lo averiguaremos —dijo, devolviéndole la fotografía—. Mereces saber la respuesta y conseguir un cierre.

—Si lo hacemos, no tendremos hogar al que regresar. No puedo pedirte que me acompañes.

Él agarró su mano y la apretó. Melissa miró sus manos, luego al rostro del hombre a su lado y de nuevo a sus manos. ¿Estaba mal si el gesto le causaba un cosquilleo en su piel? ¿Estaba mal si no quería que la soltara nunca?

—No tienes que pedírmelo, Mel.

—Perderás todo por mi culpa.

—Sería mi decisión, mi culpa —la contradijo él y le sonrió de esa manera demasiado amable que tenía, con sus labios apretados y sus cejas ligeramente caídas—. Y no perdería todo. Te tendría a ti.

—Me tendrías a mí —repitió Melissa, asintiendo. Cuando se dio cuenta de que sus ojos estaban empezando a caer hacia los labios de él, Melissa carraspeó y fijó su vista en la pared frente suyo—. A todos nosotros.

—Por supuesto, sí. A todos.

Steve la soltó y se levantó apurado. Melissa seguía en el suelo, incapaz de mirarlo directamente.

En parte, todavía culpaba a Jason por su reacción. Incluso meses después todavía podía verlo en aquel quinjet en Francia incitándola a ligar con Steve, usando gestos bastante obscenos para pasarle el mensaje. Recordaba haberse reído en ese momento y pensado que Jason era un idiota por proponerlo, pero con el paso del tiempo había tenido que reconocérselo a su amigo: había tenido razón.

Quería besar a Steve, ¿estaba mal?

Por supuesto que sí, no era el momento. Tenian tantas cosas por las que preocuparse e involucrar sentimientos solo lo haría más complicado de lo que tenía que ser. Y, además, ¿eran de verdad sentimientos reales? Después de todo, Melissa estaba pasando por un momento de alta tensión y era él quien la había acompañado en su punto de mayor vulnerabilidad.

—Deberíamos volver —propuso ella, poniéndose de pie y escondiendo sus pensamientos en el lugar más inaccesible de su cerebro para que no la molestaran—. Si vamos a convertirnos en fugitivos, tenemos que empezar a planear nuestros siguientes pasos con cuidado.


















jijiji

(no tengo ninguna pelotudez para decir hoy)

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