003
MEMENTO MORI
VOLUME ONE, ISSUE #3
en el que Sam va ganando
en el bingo
PARÍS, FRANCIA
verano 2016
Jason había hecho un excelente punto: esconderse a plena vista era, a veces, la mejor opción. Melissa no había elegido quedarse en Roma porque le gustara la ciudad —de hecho la detestaba—, sino que la había escogido porque nadie en el mundo de la contrainteligencia pensaría que una conocida fugitiva acusada de terrorismo internacional y traición a la patria se escondería en un lugar tan expuesto.
Pero las muchedumbres, por más claustrofóbica y nerviosa que la pusieran, le daban la seguridad de perderse entre los millones rostros diarios que deambulaban por la ciudad, y sus limitados conocimientos de informática le habían permitido borrarse de los programas de identificación facial, por si se les ocurría buscarla. O para que no le sucediera como a Jason y la captaran sin quererlo.
Todavía no podía creer que estaba persiguiendo a un fantasma de Hydra por él. Mierda, todavía no podía creer que había abandonado su vida y se había embarcado en una misión imposible solo porque su mejor amigo de la secundaria y único amigo actual en la Tierra necesitaba su ayuda para localizar a un (no) nazi. Pero se lo debía después de lo que le había hecho, después de casi matarlo y dejarlo para que Hydra lo usara como conejillo de indias.
No podía sacarse la idea de la cabeza. Ocho meses en coma era mucho tiempo. Jason parecía estar bien, pero quién sabía qué le habían hecho, qué cosas habían intentado para que se recuperara más rápido. No había forma de saberlo, tampoco sabía si quería hacerlo.
Habían llegado a Paris a la madrugada tras varias horas volando y otras tantas buscando el lugar perfecto en el que aterrizar sin alertar a los civiles. Ya habían causado un gran revuelo en Florencia, donde la mitad de los habitantes creyeron que los invadían los alienígenas y la otra pensó que estaban frente a una amenaza que requería a los Vengadores. Eso había alertado a todos aquellos que los buscaban de su punto de partida, pero no podían permitirse que conocieran el de llegada.
Cincuenta euros les habían comprado una habitación en un motel de mala muerte a las afueras de la ciudad y el silencio de su dueño.
Ahora Melissa estaba sentada sobre una de las incómodas camas, con su computador portátil abierto frente a ella, buscando información mientras, de fondo, oía a Jason desde la ducha tratando de llegar a las notas altas de una canción de Aerosmith y fallando estrepitosamente en el intento.
La melodía pronto se atascó en el cerebro de la rubia, como un disco rayado que no deja de reproducirse, y maldijo a su amigo en voz baja. Luego procedió a enfocarse en lo que leía frente suyo: la página de Wikipedia de James Buchanan Barnes, el operativo de Hydra que Jason pretendía encontrar.
Convenientemente se enteró de que James Buchanan había sido el inseparable mejor amigo de Steve Rogers, el hombre con el escudo que se habían cruzado en Roma la tarde anterior. Convenientemente, el mismo día que Jason la iba a buscar para requerir su ayuda para encontrarlo, Rogers también se aparecía por allí.
Era demasiada coincidencia para su gusto. Algo más grande estaba pasando y temía averiguar qué.
Leyó por encima la biografía de James Buchanan, enterándose de su larguísima lista de muerte, en la cual se podían leer los nombres de demasiadas figuras públicas que habían fallecido en circunstancias sospechosas, creídos que a manos de él. O, mejor dicho, de su alter ego, el Soldado del Invierno.
La última vez que el Soldado del Invierno había sido visto, había sido en Londres, meses atrás, junto a Jason. Melissa accedió a varias fotografías de los dos tomadas por cámaras de seguridad y entendió, en cierta medida, por qué Jason estaba tan desesperado por encontrarlo. Estaba en la forma en la que se apoyaban sobre el otro, como si confiaran ciegamente en que lo protegería en caso de que el peligro les cayera encima una vez más.
Jason no confiaba en mucha gente, que confiara en James era un indicador del buen carácter del soldado. Melissa consideraba a Jason algo así como un perro: si él confiaba en alguien, entonces ese alguien era una buena persona.
Tras Londres, ya no habían rastros de James, excepto por una fotografía de hacía dos días, en la que, en el fondo, se podía apreciar a una figura con su brazo izquierdo enteramente de metal. Tenía que ser él.
—Mel, tengo una idea —interrumpió Jason su interesante lectura de un artículo del Washington Post, gritándole desde el baño, todavía bajo la lluvia de la ducha—. Qué tal si, cuando todo esto termine, tú y yo nos vamos al lugar más remoto del planeta tierra donde nadie nunca jamás pueda encontrarnos.
Ella puso los ojos en blanco.
—Me gustaría que cuando todo esto termine pueda tener una vida normal en la que el mundo entero sepa que soy inocente —confesó mordiéndose el labio inferior—. Pero es una encantadora idea en caso de que esto termine mal. Como probablemente lo haga.
—Quizás no tan remoto —prosiguió él, tal y como si no hubiera oído una sola palabra que dijo la rubia—. Lo suficiente como para que nadie nos reconozca, pero no tanto como para que no haya vecinos. Quizás incluso haya algún vecino soltero que busque una relación llena de misterio y peligro.
—¿Sí? ¿Un vecino como Barnes?
Jason tardó en responder y se oyó la ducha apagarse. Melissa solo sonrió, sabiendo que sus conjeturas basadas en las fotografías estaban bien fundadas, y continuó con la lectura que Jason le había interrumpido.
No tardó mucho en salir del baño, con una toalla amarillenta atada en su cintura y su visible tonificado cuerpo, cubierto por decenas de cicatrices que contaban su historia, todavía húmedo. Viéndolo de esa forma, Melissa reparó rápidamente en la nueva herida de bala que había cicatrizado horriblemente sobre su cintura, dejando un rastro de estrías a su alrededor como una flor deforme.
—¿Qué me delató? —consultó él.
—Vamos, Kirk, te conozco desde que éramos niños, te vi en tu peor etapa cuando tuviste tu primer crush en Dick...
—¡Yo nunca...! —clamó él con furia, señalándola de manera acusadora. Luego inhaló profundamente y añadió con más calma—: Yo nunca tuve un crush en Richard Rider.
—Sí, sí —se burló ella, sintiéndose en cuarto grado de nuevo, teniendo una fiesta de pijamas, sin la más mínima preocupación sobre sus hombros—. Te olvidas que yo estuve ahí cuando te ofuscaste por una semana porque Dick fue al baile de primavera con Rose Kennedy o cuando saliste del closet conmigo convenientemente después de que él te agarró la mano sin querer en un juego de tag —enumeró, divirtiéndose cada vez más conforme el cuerpo entero de Jason se tornaba rojo de vergüenza—. O cuando saliste corriendo de la fiesta de Giselle Clarkson porque en girar la botella te tocó los siete minutos en el closet con Dick. Lo que es extremadamente irónico ahora que lo pienso.
—Te odio, ¿lo sabes? —se quejó él.
Para ser un espía, ocultaba muy mal su vergüenza: estaba sonrojado de pies a cabeza. Melissa se sintió un poco mal y decidió sacarlo de su miseria.
—Además tu forma de expresar cariño siempre ha sido el contacto físico. Y estas fotos... —dio vuelta su portátil para enseñárselas—. Bueno, digamos que hablan por sí solas.
Jason miró la pantalla por unos segundos y frunció el ceño. Luego se acercó con grandes zancadas y le arrebató el aparato de sus manos, para luego sentarse sobre el otro lado de la cama y analizar las fotografías él mismo. Melissa se le acercó, arrodillándose detrás de él para poder ver la pantalla sobre su hombro y contuvo el aliento cuando notó lo que había captado su atención.
La mujer había estado tan preocupada en Jason y James que no había visto el panorama mayor. Más específicamente, no había reparado en el equipo de agentes de inteligencia que los perseguían, aquellos que orgullosamente acompañaban a Adrian Pierce bajo la bandera de Hydra.
—¿Es esa...?
—Hannah. Sí —le confirmó Jason tragando fuertemente. Todo color rojizo que se había apoderado de su cuerpo tras que Melissa lo fastidiara, había desaparecido de golpe, y ahora estaba tan blanco como un papel—. Es... ¿Hydra?
—No puede ser. Estaba muerta. La dejé muerta —apuntó Melissa, completamente atónita, incapaz de pensar con claridad.
Las imágenes de la mujer muerta en la calle de Boston le llegaron con toda la violencia del choque. No había manera de que hubiera sobrevivido.
—También me dejaste muerto a mí y ya vimos cómo salió eso —masculló Jason en un tono nada acusador, pero bastante preocupante.
—Esto es distinto, estabas vivo, te dejé a morir. Ella estaba... cien por cien muerta.
—Evidentemente no.
La voz de Jason tembló. Melissa jamás lo había oído hablar con tanto miedo, se preguntó qué tantas cosas le estarían pasando por la cabeza, y cuántas de ellas estaría dispuesto a compartirle. Decidió darle su tiempo a expresarse.
—¿Crees que la hayan convertido? —le preguntó finalmente—. Quiero decir... que hayan implementado algún tipo de control mental, de la misma forma que lo hicieron con James.
Melissa volvió a mirar la imagen en la pantalla y apretó los labios.
Hannah Thorne había sido la encargada táctica de la misión en Boston, había sido quien descubrió dónde estaban los códigos, quien se apareció la mañana de la misión con la mala noticia de que el collarín de Songbird estaba roto. Hannah también había sido la que, convenientemente, se había deshecho del último vehículo enemigo que los perseguía.
Y, además, siempre había sido un tanto sospechosa. Su reputación la precedía y no necesariamente por ser la mejor.
—¿Y si siempre lo fue? —se arriesgó a preguntar—. ¿Y si ella... sabía lo que sucedería ese día y falsificó su muerte para incriminarnos?
—Sé que nunca te cayó bien, pero ¿de verdad la crees un nazi?
—Honestamente, ya no sé qué creer.
Jason dejó el ordenador a un lado y se puso de pie. Tenía sus ojos clavados en Melissa y parecía a punto de perder toda esperanza que le quedaba.
—Necesito que me lo prometas.
—¿De qué hablas?
—Que me prometas que no eres Hydra. Que no planificaste todo esto, que no me llevarás de vuelta.
De vuelta.
El corazón le dio un vuelco. Jason era la única persona en el planeta en quien confiaba ciegamente. Si él ya no confiaba más en ella, significaba que no tenía a nadie.
—Por supuesto que no —respondió, sorprendiéndose cuando se escuchó al borde del llanto—. Jason... No soy Hydra, no planifiqué nada de esto. Fui incriminada, de la misma manera que tú lo fuiste. Estamos juntos en esto, ¿me escuchas? —insistió con desesperación—. Eres lo último que me queda en esta vida de mierda. Y prometo que te voy a decepcionar muchísimo cada día por el resto de tu vida, pero no así, no de esta forma.
Jason suspiró con extremo alivio y su voz tembló cuando dijo:
—Tenía que oírte decirlo, lo siento.
—Lo sé —asintió ella—. Está bien.
—¿No vas a preguntar si yo...?
—No voy a mentirte y decir que tu llegada, la aparición de Hydra y los Vengadores al mismo tiempo no se me hace extremadamente sospechoso. Pero... confío en ti, porque es lo único que me queda —enseguida se retractó—. Eres lo único que me queda.
—Por si sirve de algo, no soy Hydra. Y prefiero morir antes de tener que trabajar para ellos —le confirmó.
Una parte de Melissa se tranquilizó. Quizás, después de todo, necesitaba oírlo decir eso para convencerse por completo. Otra parte suya siguió pensando en sus palabras: prométeme que no me llevarás de vuelta.
¿Qué no le estaba contando? ¿Cuánto tendría que presionarlo para que hablara?
Jason volvió a sentarse en la cama junto a ella y se recostó sobre el colchón, todavía con la fea toalla amarilla como única prenda que cubriera su cuerpo. Melissa se agarró la cabeza y se dejó caer a su lado.
Ambos se miraron por unos momentos, rogando que el otro estuviera diciendo la verdad, confiando en que esa noche no se irían a dormir con el enemigo. Tras ver a Hannah del lado de Hydra y saber que estos tuvieron todo el tiempo del mundo para programar a Jason a su manera, no había forma de corroborar si su supuesto amigo estaba de su lado o no. Al menos no hasta que fuera demasiado tarde.
Todo lo que le quedaba era confiar. Y Melissa confió.
—Creo que voy a ducharme mañana —anunció ella, acomodándose sobre la almohada y cerrando los ojos—. Estoy demasiado exhausta mental y físicamente como para moverme.
—¿Quieres que mantenga la guardia por un rato? —ofreció él. La rubia negó.
—No. No creo que nos encuentren aquí.
—Buenas noches, Melissa —murmuró Jason antes de apagar la única luz que tenía esa habitación.
—Buenas noches, Jason.
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ROMA, ITALIA
Las cosas se pusieron aun más extrañas cuando el agente Larson, a regañadientes, les dio absolutamente todo lo que tenía sobre Songbird y Deadshot.
Habían rentado un departamento en Roma, a sabiendas de que los sospechosos ya no estaban más en la ciudad (probablemente tampoco en el país), y se habían apañado en el estar, cada uno con un computador distinto, dejando el espacio entre ellos repleto de todos los archivos físicos que Larson había conseguido enviarles en los últimos dos días.
Al principio había sido un trabajo extremadamente tedioso. Leer páginas y páginas sobre reportes de misiones con el fin de encontrar un patrón en común al que perseguir resultó ser exasperante. La única constante en sus archivos era que siempre terminaban en malos términos, culpando al otro por todas las cosas que salieron mal, y más de una vez dejaban un preocupante daño colateral. No necesariamente muertos —para ser catalogados terroristas, tenían un conteo de cuerpos bastante bajo, casi nulo—, pero sí millones de dólares en daños a propiedades, hurtos no resueltos y extradiciones.
De todas formas, nada de eso les servía ni para encontrarlos ni para comprobar la sospecha que no dejaba de darle vuelta en la cabeza. Steve era consciente de que SHIELD estaba tratando de levantarse de las cenizas, de ser mejor de lo que una vez fue, pero también era consciente de la naturaleza de la agencia y de lo poco que se podía confiar en ellos.
—¡Otra para el bingo! —oyó exclamar a Elizabeth.
Steve alzó la vista de su computador para verla sentada en un sillón en la posición más incómoda posible, con sus piernas colgando por encima de un apoyabrazos y su nuca apoyada en el otro. Alzó una ceja, incitándola a que explicara sus palabras.
—Prohibición de entrada a países, esa no la teníamos todavía, ¿verdad?
—No —le confirmó Sam, de manera mecánica, sin apartar su atención de lo que fuera que estaba leyendo.
Ella festejó y anotó un punto a su favor.
Habían iniciado el juego tras tres horas de leer los mismos eventos en cada archivo que abrían. Lizzie había sugerido un bingo con todas las situaciones descabelladas que se les pudieran ocurrir que fuera posible encontrar en su lectura. Sam iba a la cabeza con cinco aciertos, seguido por Lizzie con —ahora— tres aciertos, lo que dejaba a Steve de último con dos.
—¿Qué países son? —inquirió el rubio.
—Australia y Nueva Zelanda, aunque no especifica por qué.
—Puede que haya encontrado algo —los interrumpió Sam.
Automáticamente, Steve y Elizabeth dejaron sus lecturas a un lado. Sam apoyó su computador sobre la mesa entre ellos y los otros dos se arremolinaron junto a él, curiosos por ver lo que había encontrado. Con suerte, pensó Steve, una prueba de que no estaba loco.
Vaya suerte la suya.
—¿Por qué estamos viendo un Jeep? —preguntó Lizzie.
—No es cualquier Jeep —la corrigió Sam. Luego abrió los datos del dueño y, al instante, Steve se sintió el ser más estúpido del universo—. Es el Jeep de nuestro querido Adrian Larson. Nacido Adrian Pierce.
—Como en Alexander Pierce —masculló Steve, sintiendo que finalmente las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar.
—Sí. Más concretamente, su hijo.
Elizabeth rio con pura ironía y bajó la cabeza, derrotada. Steve comprendía el sentimiento. Una vez más, se había dejado manipular por Hydra, ¿por qué no fue más inteligente? ¿Cómo no lo vio antes?
—¿Quieren que les siga hablando o necesitan tiempo para procesar esto? —les preguntó Sam.
Que tuviera más para decir hacía de la situación incluso peor.
—No, habla.
—Nada puede ser peor que saber que estamos trabajando para el nepo baby de Hydra —apoyó la chica.
—En ese caso... —Sam abrió otra pestaña, esta vez, con el video que Adrian les había enseñado días atrás. Esta vez, en lugar de enfocarse en el desastre, Sam se enfocó en el otro vehículo involucrado en el accidente—. Por si se lo preguntan, sí, es el mismo. Llevo desde ayer tratando de ubicar este maldito Jeep en la base de datos de SHIELD. Gracias, Liz, por el acceso.
—De nada.
—Y entre licitaciones de mecánicas y contratos con concesionarias de la marca, logré encontrar que SHIELD solo tiene diez de estos, todos asignados a sus mejores agentes de campo Nivel Ocho. La lista era corta, y la mitad de ellos están catalogados como muertos o desaparecidos desde que tiramos el Triskelion abajo, lo que redujo la lista a tres agentes.
Sam pausó para cambiar de pestaña una vez más. Steve tenía que admitirlo, era la mejor búsqueda que cualquiera de ellos había hecho hasta ahora. Él no había encontrado más que prototipos del arma sónica que portaba la mujer, las calificaciones de ambos en sus tiempos en la Academia de SHIELD y la larga lista de conocidas casas seguras a las que solían frecuentar cuando todo salía mal.
Por su parte, Sam había descubierto a una muy probable facción de Hydra que seguía viviendo y luchando como si no fueran la peor escoria del mundo.
La pantalla frente a ellos cambió para enseñar tres archivos de tres agentes diferentes.
—Nora Hernandez, retirada en dos mil trece tras ser herida de gravedad en el campo —explicó Sam respecto a la primera persona en su lista. Luego se movió al segundo—. Benjamin Wayne, su licencia lo ubica en Grecia en la fecha del accidente, y sus fotos y videos de compromiso lo corroboran. Lo que nos deja a la única persona que no estuvo en el Triskelion, no estuvo de vacaciones ni se retiró, y quien está extremadamente desesperado por atrapar a Gold y Kirk: el nepo baby de Hydra —dijo mirando a Lizzie, quien parecía orgullosa de que sus dichos se le pegaran a, al menos, uno de ellos—, Adrian Pierce.
—Mierda.
—Buena investigación, Sam —felicitó Steve, palmeándole el hombro a su amigo.
—¿Esto significa que el enemigo de mi enemigo es mi amigo? —preguntó Elizabeth—. Quiero decir, si Hydra los trató de matar y ahora buscan deshacerse de los cabos sueltos, suena a que no son tan malos como creíamos.
Steve ladeó la cabeza, dubitativo. Algo todavía no terminaba de cuadrar.
—Gold robó los códigos de todas formas —expresó en voz alta su preocupación—. Pudo haber buscado ayuda, pero en su lugar se los quedó. Por más que Hydra la haya incriminado...
—No lo sé... —masculló Sam—. Tiene sentido que haya escondido los códigos de todo el mundo, al momento del accidente, Hydra estaba infiltrada en todos los organismos posibles. Yo tampoco se los confiaría a nadie.
Sam —como ya era costumbre— tenía un buen punto, pero no era suficiente. Lo que sí sería suficiente para convencerlo, resultaba ser un disparate y una preocupante idea que podía poner en peligro a todo el mundo.
Elizabeth debió verle la intención en el rostro. La chica siempre parecía saber lo que le estaba pasando por la cabeza.
—Quieres encontrarlos, ¿no es así? —le preguntó la joven. Él asintió—. Eso nos va a poner una diana en la espalda, ¿estás seguro de que vale la pena?
—No les voy a pedir que me acompañen, sé que el precio a pagar es alto. Pero necesito saber qué saben sobre esto, sobre Hydra. Y si tienen algún plan para derrotarlos de manera definitiva... —Steve dejó la idea en el aire, exhausto. No podía ser que llevara décadas tratando de enterrar sin éxito a la misma organización.
—Nos servirán para encontrar a Barnes de todas formas —lo alentó Elizabeth.
—¿Realmente crees que con todo lo que están pasando, y después de que los intentamos apresar, van a ayudarnos así como así? —consultó Sam.
—Kirk sí.
Ahora fue turno de Lizzie de exponer lo que había recopilado esos últimos días. Al enseñarles su pantalla, Steve vio las mismas fotos que ya conocía de Bucky y Kirk. Excepto que Elizabeth no les estaba enseñando el panorama, sus persecutores —que ahora podían reconocer cómo Hydra, bajo el liderazgo de Adrian Pierce— o la zona en la que estaban; sino que hizo zoom sobre ellos, y Steve se sintió un idiota.
Las imágenes no contaban con la mejor calidad, pero sí con la suficiente como para reconocer la intimidad de su cercanía y sus manos entrelazadas.
—Eso explica bastante —apuntó Steve.
—Entonces asumimos que Kirk lo está buscando o está dispuesto a hacerlo—dijo Sam. Los otros dos asintieron—. ¿Por qué recurrir a Gold?
—¿Ayuda? —aventuró Lizzie—. Kirk debe de saber a estas alturas que quienes lo persiguen son Hydra, y que son los mismos que quisieron matarlos años atrás. Sabe que no puede hacerlo solo.
—Esto complica las cosas.
Steve asintió en acuerdo y se apoyó sobre la pared junto a él, pensativo. Era extremadamente peligroso, del tipo de peligro que podía ponerlos a los tres en la categoría de enemigos públicos y provocar que todas las autoridades del mundo pusieran su mayor esfuerzo en apresarlos. Incluso podría considerarse que cometerían traición.
Y aun así, teniendo todo eso en cuenta, estaba dispuesto a arriesgarlo todo para ayudar a Gold y Kirk, seguro de que sería la decisión correcta. Podía sentirlo en sus huesos. Si podían ayudarlos a ellos a probar que no eran tan culpables como Hydra los hacía ver, al mismo tiempo que encontraban a Bucky, entonces era un riesgo que debían tomar.
Sus pensamientos regresaron a su propia investigación. Más concretamente, a la larga lista de conocidas casas seguras a las que solían frecuentar cuando todo salía mal. Era una conjetura basada en poca cosa y, francamente, podía no significar nada.
—Creo que sé por dónde empezar a buscarlos —anunció, aunque sin mucha emoción.
—¿París?
Steve alzó las cejas, sorprendido.
—¿Cómo supiste?
—Unos turistas acaban de twittear que vieron una «nave espacial» a las afueras de la ciudad —se explicó ella, enseñándoles la pantalla de su móvil.
—Si nosotros lo sabemos...
—Pierce ya debe estar en camino —terminó de decir Sam por él. Enseguida comenzó a empacar sus cosas—. Tenemos que irnos.
No hacía falta que insistiera más. Steve y Elizabeth tomaron sus pocas pertenencias y, quince minutos más tarde, ya estaban de camino a Paris.
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PARÍS, FRANCIA
París había estado sospechosamente tranquilo por los últimos tres días. Al principio, Jason había creído que por fin tendrían un poco de paz, pero durante la segunda noche su cuerpo decidió prohibirle descansar como era debido, manteniéndolo constantemente alerta y haciendo que le fuera imposible conciliar el sueño, sin importar cuántas veces Melissa se ofreciera a hacer guardia.
La cuarta noche, su insomnio probó tener razón para mantenerlo en vigilia.
Un ruido fuera del motel causó que su corazón se disparara y que la adrenalina se apoderara de su ser. Algo se había caído del otro lado de la puerta. Había sido un sonido demasiado sutil como para despertar a Melissa —quien, acostumbrada a la vida de fugitivo en una ciudad bulliciosa, roncaba a su lado—, pero suficientemente extraño como para alertarlo a Jason. Las ratas parisinas no dejaban caer cosas, no contaban con esa fuerza, y sus vecinos llevaban toda la noche en su habitación.
Jason sabía de lo que hablaba, los había oído todo el tiempo.
Sigiloso, e intentando que Melissa no despertara, tanteó la mesa de noche en busca de su arma y de un juego de llaves y salió de la habitación, siendo recibido por la fresca ventisca nocturna.
Analizó sus alrededores con calma, manteniendo su arma en alto en todo momento y el dedo sobre el gatillo, dispuesto a apretarlo en cuanto uno de los tantos fantasmas que lo acechaban se materializara frente suyo para cobrarle su vida y arrastrarlo hasta el infierno.
No tardó mucho en reparar en la sombra que, a paso lento y con sus manos en alto, se acercaba despacio hacia él.
—No vine a hacerles daño, Kirk, solo quiero hablar —se anunció el recién llegado y su voz era extrañamente familiar.
Jason se preparó para disparar. Nadie que conociera vagamente era un aliado.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Steve Rogers, nos conocimos hace unos días.
Jason casi aprieta el gatillo en ese instante, hasta que la figura dio otro paso y la luz el único foco que iluminaba el pasillo lo iluminó, confirmando sus palabras. Jason frunció el ceño, pero bajó el arma de todas maneras.
Si a alguien no le iba a disparar, era al Capitán America. Todavía tenía la esperanza de que los autoproclamados Vengadores tuvieran algo de decencia y no fueran otras marionetas nazis más.
Jason suspiró, entre agotado y exasperado, y guardó su arma en la cintura de sus pantalones.
—¿Tienes idea de la hora que es? —le preguntó—. ¿No podías esperar a la mañana para hacer esto?
—Lo siento, es un poco urgente, estamos cortos de tiempo —se explicó el rubio y, a pesar de que hacía su mayor esfuerzo por mantener la calma, Jason reparó en sus nervios.
Algo malo iba a seguir a esa conversación. Se atrevía a decir incluso que el aire se había tornado más pesado.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—Minutos, como máximo. Si nosotros los encontramos, Pierce debe estar pisando nuestros talones.
El solo oír ese apellido le envió un escalofrío por su cuerpo.
—Veo que ya saben para quiénes trabajan.
—Sí, siento eso —se lamentó. Parecía genuino—. ¿Podemos hablar? Tenemos un lugar seguro a unos minutos de aquí. Prometo que estamos del mismo lado.
—¿Y qué lado es ese?
—El lado en el que creo que los incriminaron.
Escuchar esas palabras por primera vez en su vida hizo que el piso le temblara a Jason. Jamás, ni en sus sueños más descabellados, creyó que alguien creería en su versión de los hechos. Y ahora llegaba alguien que ni siquiera había oído una explicación de su parte, pero quien de todas formas parecía estar medianamente convencido de que la verdad que el mundo manejaba no era la verdad absoluta.
Todo lo que le quedó en esos momentos fue confiar en su palabra. Recordó a Melissa, tres noches atrás, confiando en lo que él le decía a pesar de no tener pruebas contundentes a su favor. Ella había confiado en él, ahora era turno de Jason de confiar en alguien más.
—Está bien —aceptó finalmente y señaló con su cabeza a la habitación 109—. Ven, por aquí.
Con el Capitán pisándole los talones, Jason abrió la puerta de la habitación que estaba llamando hogar por los últimos días y se adentró en ella directo hacia la cama, donde Melissa descansaba como si no estuviera en el puesto número uno de los más buscados mundialmente. Movió su brazo con suavidad hasta que recobró el conocimiento.
—¿Qué hora es? —masculló con los ojos todavía cerrados.
—Tres y media —le mintió. No tenía idea de en qué hora estaban viviendo, no era relevante para la situación. Lo único relevante era que debían moverse rápido. Debían moverse ya—. Levántate, tenemos que irnos. Nos encontraron.
el lunes empiezo el semestre y estoy tratando de conseguir trabajo, así que si ven que actualizo una vez cada mil años (porque a pesar de tener todo escrito, tengo que editar/corregir los capítulos antes de subirlos) sepan que es porque me quedé sin tiempo para vivir.
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