Pesadilla de un adiós
Estaba sentado en el techo de la casa, observando con nostalgia la forma en que el vecindario se sumergía en colores cálidos, entremezclándose en las nubes los tonos del atardecer. No recordaba cómo había llegado ahí ni le importaba, porque anhelaba estar solo con sus pensamientos y todas esas pesadas emociones que le oprimían el pecho.
Podía sentir a una bestia oscura y hambrienta alimentándose de su felicidad, dejando atrás a un remedo de hombre incapaz de sentir algo más allá de ira y depresión.
Desde el cielo unas cuantas gotas cristalinas, frías como el hielo comenzaron a caer. Se deslizaron por su piel mientras el aire lo estremecía, desgarrando su interior también. El cielo se ennegreció con nubes que auguraban lluvia. Quizá deseaba compartir su pesar. O quizá se burlaba de él. Greyson suspiró pesado, de forma inconsciente.
El muchacho tenía los ojos dirigidos al cielo, aunque su mirada veía más allá de ese instante. A pesar del estado casi autista en que permanecía, le era imposible no pensar en el dolor que consumía su alma; mientras tanto, la risa del causante de su drama resonaba desde el suelo cada vez con mayor fuerza. No cabía duda, Nigel era muy feliz al lado de Kenia y eso le dolía mucho más que una patada en la entrepierna.
El hecho de sentir a su bebé creciendo, transformándose en un adulto que pronto no dependería más de él, que formaría una familia para terminar por alejarse de su lado, era la muerte. Y que ese futuro no pareciera lejano, empeoraba las cosas.
Prácticamente había paso casi toda su vida cuidándolo, protegiendo la inocencia del pequeño Nigel con dulces mentiras para no romper esa tierna ilusión. El muchacho solía leerle todas las noches antes de dormir, y se quedaba junto a él cada vez que enfermaba. Años más tarde, cuando descubrieron la buena voz que el niño poseía, entonaba canciones sólo para Greyson.
Nigel llegó para ser la luz que iluminara un camino de sombras y espinas.
La madre de Greyson fue asesinada cuando apenas era un bebé de cuatro años y su padre... no lo recordaba con cariño, pero perderlo a los once años siempre le atormentaba. La culpa por su muerte le escupía en la cara cada vez que Castiel y, por consecuencia él al defenderlo, eran golpeados en el orfanato en que vivieron. Víctor era su mayor centro de apoyo en la adversidad de aquello ayeres y la vida decidió quitárselo también. A veces pensaba que si la vida odiaba a alguien, era a él.
La tarde que Nigel entró en su vida, Hans lo había invitado a comer luego de encontrarlo sobre la tumba de Víctor, empapado y envuelto en una nube depresiva. Cuando lo llevó de regreso al asilo, el entonces niño permaneció todavía un rato dando vueltas alrededor. Hans se había ido, pero él no quería atravesar las puertas de la desesperanza.
Mientras permanecía afuera, contempló una de las escenas más tristes que había visto en su joven vida, pero también la que más alegría le dio con el tiempo.
Una pareja de adolescentes se encontraba de pie frente a las puertas de orfanato. La chica sostenía en sus brazos un pequeño bulto. «Aquí sabrán qué hacer con él» escuchó decir al muchacho. Ella depositó el bulto en el suelo y ambos se retiraron casi corriendo al descubrir que Greyson los miraba. Jamás olvidaría sus rostros de satisfacción al quitarse un peso de encima.
Se quedó perplejo. Sabía el significado de esa acción, sin embargo, deseaba estar equivocado. Temeroso de ver la realidad se acercó al bulto, descubriendo con pena que sí, era un bebé de apenas unos meses. El pequeño estaba despierto. Sus ojitos azules como el océano se fijaron en él, mientras una sonrisa se le dibujó en los rosaditos labios.
No podía dejarlo ahí. Tampoco podía hacerse cargo. Optó por la segunda idea. Dio varios pasos dirigiéndose hacia la puerta, apenado por la vida que le aguardaría a ese pobre bebé. Ahí afuera, solo, podría morir de hambre en poco tiempo. O que los perros callejeros lo asesinaran para comer algo en su desesperación por conseguir alimento. O, tal vez, podría caer en manos de un enfermo que decidiera explotarlo, venderlo o violarlo.
Violarlo...
« ¡Por favor, déjame! ¡Me haces daño!». Escuchó la súplica no atendida en su cabeza, junto a gritos de dolor. El significado de esa palabra hizo eco en lo más profundo de su ser, cual grito que es dado desde el fondo de una oscura caverna. El dolor, la frustración, la sensación de suciedad se quedaba atrapada en el alma para siempre. En el fondo de la cueva.
El niño se dio la media vuelta y corrió para cargar al bebé en brazos. No pensó en lo que podrían hacerle las encargadas del orfanato por llevar una boca más para alimentar. Y cuando lo pensó, se sorprendió al descubrir que no le importaba. Jamás permitiría que alguien más sufriera algo así. No mientras pudiera evitarlo.
Se extrañó cuando las cuidadoras no lo masacraron a golpes, ya que al parecer recibirían dinero extra por el infante. Dinero que desde luego él nunca vio. Pero Nigel requería de leche y Greyson, aunque trabajaba en el súper mercado, no ganaba lo suficiente.
Al principio pensó en mandar todo el demonio, dejar de esforzarse tanto por un niño que no tenía el más mínimo lazo con él.
«Me equivoqué», pensó una noche, mientras volvía a casa. Agotado. «No puedo seguir jugando al valiente. ¿Al menos estoy haciendo lo correcto?» dijo comenzando a llorar. «Víctor, por favor. Necesito una señal. Dime qué hacer. Por favor».
Entonces caminó por el corredor, abrió la puerta de los dormitorios y...
—Papá.
Se detuvo. Nigel había dicho su primera palabra mientras lo miraba con una sonrisa. Con amor. Estaba extendiendo sus manitas hacia él, tratando de acercarse. Cuando Nathan lo acercó a Greyson para que lo cargara en brazos, Nigel se le acurrucó en el pecho, volviendo a decir su primera palabra.
Fue la señal más clara que pudo recibir. Le daría su vida.
Y así pasó un año. Y otro. Y otro más. Hasta que una dulce pareja decidió adoptar a Nigel y a sus tres hermanos mayores, al ver la oposición de Greyson a que desintegraran su ahora familia. La pareja tenía dinero, además de un buen corazón, así que a nadie le importó que cuatro niños se fueran con ellos. Cinco años más tarde, la pareja falleció en un trágico accidente aéreo.
Greyson tenía veinte años y de nuevo, tuvo que ser la cabeza de la familia ayudado siempre por su incondicional mejor amigo: Nathan.
Incluso en semejantes circunstancias a sabiendas del dolor en todos, siempre fue Nigel su prioridad. Lo favorecía encima de Castiel y Nathan. No porque no los amara también, sino porque, simplemente, Nigel era su pequeño. Su hijo.
En primera instancia Castiel reclamó el desbalance, pero al final terminó por ceder, al darse cuenta que el corazón de Greyson buscaba compensar con Nigel la relación que jamás pudo tener con su padre. El verdadero padre de ambos.
Greyson no era consciente de ello, por eso le entregó sin temor lo que lo hacía ser él. Incluso, le prometió no dejar que alguien volviera a hacerle daño.
Ahora todo se perdía en un instante.
Estaba atormentado entre recuerdos cuando una revolución de lágrimas le salió de los ojos, convirtiéndose poco a poco en un llanto denso que se confundía con la lluvia.
—Eres patético —se reprochó a sí mismo, cubriéndose la boca con una mano en un burdo intento por silenciar los sollozos, mientras que con la otra mano se sujetaba el pecho. Dolía. Dolía demasiado.
Se inclinó hacia adelante tratando de controlarse, de calmar las agujas que le atravesaban el corazón. Esperaba que las lágrimas entendieran que no debían estar ahí. No tratándose de él. Porque Greyson más que ningún otro, tenía que ser fuerte por su familia. No podía darse el lujo de ser débil. No podía. No él.
De pronto, la oscuridad lo hizo parte de la nada.
Momentos más tarde, se encontraba caminando bajo la lluvia por el cementerio en que Víctor fue enterrado. De nueva cuenta, había un ceño fruncido en su rostro. Ese sí era él, enmascarando en ira los pesares.
En aquel momento creyó que los pies lo conducirían hasta el lugar de descanso de Víctor, pero no fue así. Por el contrario, había terminado por andar en una zona desconocida para él. Los árboles tenían el tronco desgarrado como si alguien, en lugar de cortarlos, los hubiese arrancado de tajo. Algo de sangre seca y moho saltaba a la vista en cada muñón de madera.
La luz se concentró en un instante a varios metros frente a él, poniendo sal en la herida. Nigel estaba sentado en la piso, con la espalda recargada en una lápida, mientras Kenia se aferraba a su cuerpo como la maldita garrapata que era. Se aterró. Nigel lucía escuálido y envejecido, mas la sonrisa en sus labios se mantenía radiante.
Greyson sabía que ese enamoramiento era un error fatal. Sabía que ella estaba haciéndole daño y, aunque intentó gritar para advertirle, no había voz en su garganta. Tampoco tuvo fuerza en las piernas para correr y separarlos. Tan sólo se quedó ahí parado, viendo como Nigel era destruido con lentitud.
«Por favor...» pidió en su mente «perdóname, pequeño».
Observó al cielo con gran aflicción, sintiendo que las lágrimas querían hacerle compañía cuando un par de cortos y pequeños brazos se aferraron a él. Lo abrazaron con tanta fuerza que parecían asustados, buscando protección, así como aquellos días en que era un tierno bebé asustadizo.
¿Por qué lo hacía? Era destruido por culpa de su debilidad ¿y aun así lo amaba? No tenía perdón. Merecer la muerte era poco.
«Debes ser fuerte» pensó Greyson, «no llores. No puedes llorar».
Entonces una dulce y tierna voz lo sacó del trance. Se escuchaba lejos de él y los brazos de Nigel no rodeaban más su cuerpo. Se estremeció mientras giraba la cabeza para mirarlo. Nigel permanecía de pie a varios metros de su posición, convertido casi en un esqueleto cubierto de moho y sangre seca que le salía de la cien derecha.
A los oídos de Greyson no llegaban con claridad las palabras que Nigel le dedicaba, como si el rojo atardecer le ahogara la voz. A pesar de ello, Greyson lo entendía a la perfección. Se estaba despidiendo. La chica lo tomó de la mano para comenzar a caminar. Era un adiós definitivo.
Se perdería en la nada. Iría a donde él no pudiera alcanzarlo.
—No... —susurró Greyson.
Nigel estaba desvaneciéndose. Convirtiéndose en huesos y polvo que comenzaba a fundirse con el ocaso. Grandes brazos negros salieron del horizonte extendiéndose hacia la pareja, consumiéndolos en tinieblas mientras en el cielo se veían manchas enmohecidas.
Dos cuencas vacías y sangrantes se pintaron en el sol, justo arriba de una sombra gigante que simulaba una sonrisa. Esa cosa...esa cosa era la que perseguía a James. Y ahora también a Nigel.
—No te mueras. No tú. —Si no hacía algo, lo perdería para siempre. Tenía que actuar. Tenía que luchar por él. Tenía que...— ¡NIGEL! —detenerlo.
Comenzó a correr tan rápido como le era posible, aunque la gravedad se había vuelto tan pesada que apenas si conseguía moverse. Las manos, piernas y el resto del cuerpo de Greyson se teñían del rojo atardecer también, para tomar después una apariencia sanguinolenta.
Supo que la sangre provenía de la herida que Nigel tenía en la cabeza.
— ¡No, Dios, por favor! —le imploró a gritos a un ser en quién nunca había creído.
Greyson corría con los brazos extendidos, esforzándose en tomar la mano de Nigel para poder acercarlo a su cuerpo, abrazarlo, protegerlo. Pero el muchacho lucía tan lejano e inalcanzable, y él era frenado por una fuerza desconocida.
Las nubes negras comenzaron a retirarse del cielo, alejando la lluvia pero no así a su desesperación. Había cascadas recorriéndole las mejillas, mas no era agua de lluvia. Era una manifestación del temor, la impotencia y el dolor. Se lanzó con fuerza al frente y finalmente alcanzó a Nigel. Comenzó a temblar cuando lo abrazó con toda la fuerza que pudo, notando aún así, como el cuerpo del menor se desvanecía poco a poco entre sus brazos hasta desaparecer por completo.
Ya no estaba más a su lado. Miró hacia la lápida en donde Nigel había permanecido sentado, dándose cuenta que era la tumba de Víctor y parecía haber sido exhumada. Ahora no era más que un agujero en el piso. Con los años Nigel sería igual. Se convertiría en lo mismo que Víctor; nada más que un recuerdo en el viento.
La horrible sensación de vacío, de dolor, el intenso anhelo de desaparecer y terminar con todo le invadió.
—Eso quiero: morirme. Morir justo ahora —susurró esta vez, sin esforzarse en detener el llanto—. Ya no puedo. Estoy hecho trizas.
Ahora entendía por qué perder a un hijo no tenía nombre. Estaba de rodillas en el suelo, llorando como un niño pequeño. No lo había evitado. Nigel estaba muerto y él...
«Sigo aquí» susurró el viento, pero Greyson no lo escuchó.
Se removió en el asiento y apretó las manos sobre el volante. Estaba llegando a casa. Su mente había divagado durante el camino en esa maldita pesadilla que lo había atormentado semanas atrás. Siempre creyó que los sueños no eran más que proyecciones del subconsciente durante un estado de descanso profundo, pero ahora eso no parecía tan cierto.
Greyson bajó del automóvil y corrió hacia el interior de la casa sin detenerse hasta que llegó a la habitación de Nigel, donde Castiel contemplaba aterrado los mensajes rojizos escritos en la pared.
«Eres mío» podía leerse en ellos una y otra vez.
Adrián lloraba implorando ver a Fred mientras abrazaba a Castiel. En el piso, más allá de las patas de la cama y hasta la puerta principal, podía notarse el rastro de las uñas del muchacho rasguñando la madera para no ser arrastrado.
Sintió un enorme nudo formándosele en la garganta, mientras en el estómago se abría un agujero negro. Su pesadilla acababa de volverse realidad. Nigel había desaparecido por culpa de Kenia y él no hizo nada para evitarlo. Cayó de rodillas sobre el suelo y deslizó los dedos por las marcas en la madera.
Nigel había peleado por defenderse, lo necesitó más que nunca ¿y él dónde estaba? Había faltado a su promesa.
Estaba seguro de que si no detenía a esa criatura infernal, ya no habría un Nigel cuya hechizante y perfecta voz entonara encantadoras melodías sólo para él. Que nunca más podría abrazarlo durante la noche para alejar las pesadillas, ni discutir con él en sus crisis adolescentes. No podría mirar de nuevo el brillo de sus ojos azules. Ni volvería a escuchar su risa.
Debía detenerlo. Fuese como fuese, lo detendría.
Y si moría en el intento, bien valdría la pena.
—Iré por ti. Te lo juro.
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