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El hospital

Los doctores hablaron con Fred para informarle que James estaría en observación debido al extraño comportamiento presentado ese mismo día, argumentando un posible problema en su sistema nervioso central. Fred permaneció largas horas en la habitación de su hijo, preguntándose si todo aquello tendría algo que ver con su intento de suicidio años atrás.

Ante la sensación de angustia por enterarse de la situación de su hijo, con la mezcla de culpa por su propia debilidad al ser incapaz de sacarlo adelante tras la muerte de su esposa, el hombre sentía que no tenía un motivo más que estar al lado de James. Siempre dispuesto para atender todo lo que necesitara: desde la más mínima de sus necesidades, hasta aquellos momentos en los que —por capricho— solicitaba de su ayuda para que lo alimentara como a un bebé.

En la blanca pared que daba de frente a la cama de James había un reloj plateado que parecía una bella moneda recién fabricada, brillando con la luz de los focos del techo. Las manecillas doradas de su interior marcaban las nueve con tres minutos cuando la alerta resonante, que servía para arrojar una emergencia médica de forma inmediata, hizo a dos enfermeras y un doctor entrar en la habitación de James.

Fred fue forzando a salir del lugar con la taza humeante que llevaba para su hijo, dejándolo afuera de la puerta con las pupilas contraídas y una punzante angustia clavada en el pecho.

En el interior del cuarto podía verse cómo de la boca de James una blanca y espumosa sustancia de apariencia rabiosa emergía, mientras el cuerpo del muchacho temblaba y se retorcía con tal brusquedad que de no estar la cama construida de firme metal, habría sido hecha trizas por el brutal ataque. Los dedos de sus manos y pies se contrajeron con furia estimulando los temblores, la cabeza se le hizo hacia atrás como si tuviera el cuello hecho de goma y el sudor de su frente empapó las sábanas. Tenía el asqueroso sabor oxidado de la sangre torturando a su lengua.

James permanecía en un estado de seminconsciencia a la par que su cerebro sufría lo que él interpretó, delirante, como un corto circuito. Con el poco control que tenía miraba con horror hacia todas partes, con cientos de colores fríos y enceguecedores interponiéndose a la realidad con que luchaba, e incluso las siluetas de quienes le rodeaban se distorsionaron al tomar formas amorfas que lucían como sombras.

De entre la naciente alucinación que comenzaba a consumirle el cerebro, un rostro ya familiar para James se manifestó con increíble claridad, burlándose del dolor que estaba provocándole no sólo en el cuerpo sino también en el espíritu. Y el niño, ese pobre niño que ahora permanecía al lado de la bestia como si de un esclavo se tratara, lucía tan débil y triste como él. Quizá, ese sería su destino.

Fred permaneció deambulando por el hospital a causa del estrés que lo asaltaba, de la misma manera en que las nubes negras invaden el azul del cielo cuando la tormenta amenaza.

El hombre caminada de aquí para allá meneando de vez en cuando la cuchara dentro de la taza de té, casi excavando una zanja en el piso que indicara su continua trayectoria. Desganado lanzaba la mirada hacia los pasillos en espera de una noticia sobre su hijo, pero nadie dio una razón de él por lo que sintió, fueron minutos eternos.

Tres días permaneció el muchacho en observación, siempre al cuidado de su padre que sólo salía del lugar para conseguir algo de comida o para cubrir las necesidades más básicas.

El dolor que le nacía en el pecho de James aumentaba a cada segundo, haciéndole sentir tal ardor en la piel, que hasta el roce de las sábanas le hería; pero no era capaz de decirlo. Un derrame se había presentado en su ojo derecho luego del ataque brutal de la semana pasada. Y ellos, Ana y aquel extraño niño que ahora parecía acompañarla en todo momento, hacía días que no le permitían descansar.

James siempre tenía los ojos cerrados mientras estaba recostado sobre la cama, pero lejos de dormir, permanecía inconsciente. Sentía que flotaba en la nada. En la oscuridad. Y en medio de esa tiniebla, él resplandecía para que seres malévolos pudieran verlo.

Vivía siendo torturado por pensamientos espeluznantes que no podía controlar, pensamientos que no se originaban en su cabeza, pero que se quedaban ahí atrapados. Además de saber que cada segundo de su vida, era vigilado de cerca por aquellos seres.

Cientos de voces se oían tan fuertes en su cabeza, que le habían despertado nictofobia.

En medio de las sombras había escuchado a Fred salir de la habitación, y un par de segundos después los susurros bajaron de volumen hasta desaparecer. Silencio. Apretó más los ojos intentando conciliar el sueño pero no podía. Ana no lo permitía. De pronto, sintió un escalofrío que le recorría la espalda, como alguien lo tomaba por lo pies y lo jalaba lentamente hacia abajo.

Dobló las rodillas para colocarse en posición fetal como un reflejo de autoprotección, sin embargo, algo lo tomó de nuevo por los pies para jalarlo de forma lenta. Burlona.

—Basta —susurró el joven con la voz atorada en la garganta al entender que eso no era más un juego, y que esta vez, Ana se lo llevaría de verdad.

Antes de que pudiera hacer algo al respecto recibió tan violento tirón de los pies que fue recorrió varios centímetros de su lugar, haciendo que la espalda le raspara contra el suelo. No debía haber suelo bajo su cuerpo, sino una cama.

James se sentó de un golpe y miró aterrado hacia todas partes, dándose cuenta que no se encontraba en el hospital, sino en medio del bosque; en el mismo lugar en donde había encontrado ese maldito guardapelo. La niebla se extendía hasta donde el cielo se unía con la tierra, con el olor a muerte girando en torno a él y el viento arrastrando esa canción que se había metido en su cabeza.

El sudor le empapó el rostro cuando por sus oídos cruzó también el llanto de un niño pequeño, retumbando en la oscuridad para danzar junto al cantar de la noche. James giró la cabeza poco a poco y ahí, justo detrás de él, vio al mismo niño que aparecía junto a Ana en cada ataque epiléptico que padecía, con el rostro golpeado y ensangrentado. Era ese mismo niño que ella esclavizó y le mostraba cuál sería su futuro. El espíritu tenía la piel calcinada, además de vestir un sucio traje de marinero que también parecía haberse quemado. De su cuello colgaba el guardapelo que James encontró en el bosque, trayéndole la voz de Nigel a la cabeza.

«No levantes cosas del suelo. Se te puede meter el diablo».

James se paralizó por el pánico al darse cuenta de que aquel ser estaba mirándolo a los ojos, alzando la mano hacia él para hacerle una seña con el dedo índice, pidiendo que se acercara. El llanto se convirtió en una espeluznante risa. La silueta del niño fue devorada por Ana.

Fred creyó que James estaba durmiendo en total calma, así que salió de la habitación rumbo a la cafetería en busca de algo que pudiera ayudarlo a mantenerse despierto. Las noches transcurridas en vela estaban acabando con su energía. Eran cerca de las diez de la noche cuando bajó las escaleras, cruzó por los solitarios pasillos y llegó a la casi desierta cafetería donde una robusta y amable mujer le atendió.

Dentro de la pesadilla que estaba viviendo con su hijo mayor internado en el hospital, y su hijo menor lejos de él bajo la tutela de Greyson, el dulce aroma del café era lo único que le brindaba un instante de placer. Jamás había sentido ese deseo tan desesperante emerger por sus poros, ansiando probar el sabor del café pero en ese momento el gusto no le sería brindado.

Un grito apenas audible lo forzó a detener los labios en el borde de la taza y, al levantar la vista hacia el techo, el grito se repitió.

La taza que Fred llevaba en las manos cayó al suelo derramando todo el contenido, causando una inmensa mancha oscura que tomó la forma de un cráneo humano, aunque él no pudo verlo. Fred corrió tan rápido como las piernas le permitían, alejándose todo el cansancio que había cargado ante la descarga de adrenalina. El grito provenía de la habitación de James.

Angustiado y bramando pidió ayuda a cuanta enfermera pudiera escucharlo, respondiendo dos mujeres al llamado, corriendo tras él.

James había gritado por fin cuando sintió un horrible dolor en el pecho, ya que el guardapelo estaba incrustándose bajo su piel, enterrándose en su cuerpo mientras la sangre emanaba de él y bañaba su bata. Pero pronto, la garra pálida, huesuda y reseca de Ana le cubrió la boca para hacerlo callar.

La bestia se acomodó sobre el cuerpo de James. Con la mano derecha le presionó el cuello y con la mano izquierda le cubrió hasta la nariz, presionando con tal fuerza que la piel del muchacho comenzó a tomar un color azul.

Por un segundo, James creyó que Ana estaba dispuesta a asfixiarlo justo ahí. Sin embargo, en lugar de eso, ella lo alzó en el aire si dejar de mirarlo con ojos demoníacos y vacíos. Abrió la boca partiéndose a sí misma la mandíbula de la misma forma en que James había soñado —días atrás—, le ocurría a él. Enormes dientes puntiagudos e invadidos de sangre babosa se acercaron a su rostro, dejando que James contemplara también las profundidades del infierno en el interior del hocico de la bestia.

Ahogado en adrenalina por el grito de su hijo, Fred fue mucho más veloz al correr que ambas enfermeras, llegando a la habitación de James primero y paralizándose al ver que estaba a punto de ser devorado por una bestia diabólica.

Fascinada por la interrupción Ana giró la cabeza hacia Fred, dibujó una sonrisa perversa en su grotesco rostro y tras emitir una carcajada resonante, Fred salió volando hasta estrellarse contra la pared del pasillo. Cayó en el suelo violentamente, la puerta se cerró de golpe y los gritos desesperados de James emergieron del cuarto implorando por auxilio.

Las enfermeras llegaron poco después, ayudaron a Fred a levantarse y los tres lucharon por abrir la puerta, pero no fue sino hasta pasados unos segundos cuando ésta se abrió parsimoniosa, permitiéndoles observar a un inexpresivo James sentado encima de la cama. Fred se abalanzó sobre su hijo y comenzó a preguntarle si estaba bien, a la par que le revisaba cada centímetro del cuerpo. Encontró tres heridas en la espalda del joven similares a rasguños.

Las heridas no sangraban. Estaban hechas por debajo de la piel.

●●●

UNA SEMANA DESPUÉS

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El aroma dulce a mantequilla con miel empantanaba cada rincón de la casa, haciendo feliz sólo al pequeño niño rubio que estaba sentado a la mesa, moviendo sus piernitas de atrás hacia adelante como muestra de ansiedad.

Greyson había estado cuidando del pequeño Adrián desde hacía casi una semana y media, y aunque con eso apagaba un poco el vacío que sentía por la falta de Nigel —que desde luego prefería pasar tiempo con Kenia a permanecer en casa—, el olor a panqueques le tenía hasta cierto punto asqueado.

Aun así, ver el intenso brillo en los ojitos del niño ante la felicidad de almorzar panqueques de nuevo, le despertaba esa sensación cálida en el pecho que siempre se acompañaba de revolverle el cabello a Adrián, como una muestra de lo débil que era ante sus instintos naturales de paternidad.

Con cuidado, Greyson había puesto los panqueques frente al menor, acompañados de un vaso con leche que el niño bebió alegre, terminando con una mancha blanca sobre el labio superior. Por su puesto, Greyson le limpió el rostro con cariño. Le gustaba cuidarlo, de eso no había duda. Amaba sinceramente a los niños, y habría cuidado del pequeño tanto tiempo como fuese necesario sin protestar.

Pero más allá de lo mucho que la idea le agradaba, una espinita de preocupación se clavaba en su cabeza; Fred había llamado a Greyson la tarde anterior diciendo que recogería al niño por la noche, cosa que no ocurrió. Extrañado, el joven llamó por teléfono a Fred para preguntar si se encontraban bien, pero jamás le contestó. Harto de esperar horas a que Fred se comunicara con él una vez más, Greyson se decidió a visitar de nuevo el hospital, así como lo había hecho junto a sus hermanos una semana atrás, antes de que Fred les pidiera dejar de visitarlo por razones poco entendibles para ellos.

Era sábado por la tarde y Nigel había salido a dar un paseo por el parque con Kenia, alegre al creer que en unos días más, podría gritar con la verdad en los labios su nueva relación con la chica, aunque a Greyson no le pareciera.

Nathan estaba trabajando turnos extras para cubrir las ausencias de Greyson, que se había quedado en casa para atender al pequeño Adrián; eso no le molestaba, en realidad, con el nuevo ambiente pesado, sombrío, lleno de un aire de intranquilidad desde hacía semanas en casa, prefería mantenerse ocupado. Y, a pesar de no decirlo abiertamente por orgullo, la idea de que algo macabro pudiese estar ocurriendo no dejaba su cabeza, así que mientras más lejos estuviera, mejor.

Para mala suerte de Greyson ese preciso día, en que todos parecían de verdad ocupados, necesitaba ir al hospital, porque necesitaba saber lo que estaba pasando con James y Fred, y al no serle permitido que el niño entrara a la habitación de su hermano, la única opción que el joven tenía era que Castiel se hiciese cargo de Adrián.

Greyson se subió al auto luego de asegurarse que Castiel le hubiese puesto atención respecto a Adrián, porque el mundo solía desaparecer para él cuando se metía a Wattpad y leía por horas. Greyson permaneció sentado en el interior del auto unos segundos, con algo similar a un cólico en el estómago que le decía: «no vayas». Negó con la cabeza. Era una tontería. Arrancó.

Greyson apenas había entrado por la puerta del hospital cuando logró divisar en el mostrador a un joven de cabello negro, rostro afilado y con quien tenía recuerdos poco gratos.

Lo único que empujó a Greyson a seguir adelante en ese instante, fue el orgullo. Cuando llegó al mostrador trató de ignorarle, pero el otro muchacho, sonrió con malicia al verlo.

—Buenas tardes. ¿James Ordway? Me dijo su padre: Fred Ordway, que había sido trasladado a otro piso, pero no me dio el número de cuarto.

—Tercer piso: Psiquiatría. Habitación doscientos cuatro.

Greyson se giró hacia el hombre mirándolo de forma suspicaz. Se cruzó de brazos al fruncir el ceño, gruñéndole de manera apenas audible.

— ¿Cómo rayos sabes dónde está, Stephen? —interrogó Greyson con los brazos cruzados, había un tono de desconfianza en su voz.

—Nadie te lo ha dicho, por lo que veo. Fui yo quien encontró al pobre James y llamé a Fred para avisarle que estaba aquí.

—Pero tú no los conocías ¿cómo fue que...?

—Tomé el celular de James y llamé el número que decía: papá. —Greyson rodó los ojos sintiéndose un poco tonto. Stephen se cruzó de brazos formando una media sonrisa—. Pensar es divertido, deberías intentarlo alguna vez.

—Cierra el pico, idiota, que no estoy de buen humor —dijo Greyson con agresividad, a lo que Stephen frunció el ceño.

—Tú nunca estás de buen humor, mocoso estúpido.

Greyson y Stephen parecían estar dispuestos a iniciar una confrontación física ahí mismo, pero la recepcionista hizo calmar a ambos alzando la voz. Les recordó que estaban en el interior de un hospital, y que como tal, debían guardar respeto a los pacientes arreglando sus problemas fuera de las instalaciones.

Ambos jóvenes bajaron la cabeza al sentirse niños regañados por un extraño. Cruzaron miradas una vez más, permaneciendo en silencio ya que ninguno se atrevía a decir nada.

Greyson tenía muchas preguntas en la cabeza como: ¿por qué Stephen estaba en el hospital, si James apenas había dejado de ser un desconocido para él? ¿Qué hacía James en el piso de psiquiatría? ¿Por qué la recepcionista pareció tensarse al escuchar su nombre? Todos los cuestionamientos llegaron a él al mismo tiempo, pero ninguno tenía respuesta. Aunque sospechaba que al resolver uno, las otras respuestas vendrían solas.

— ¿Hans sabe que estás aquí? —preguntó Greyson esta vez con la voz apagada, como si preguntar aquello le asustara.

Hans era un viejo amigo para Greyson, pero no podía negar que su presencia le intimidaba un poco. En su niñez, él y Víctor fueron quienes le impusieron límites, porque había crecido en un orfanato donde sólo sabían usar golpes como disciplina. Pero Hans y Víctor no fueron así, preferían hablar de frente —de ahí había sacado Greyson su manera de llamarles la atención a sus hermanos—.

Así que ante el subconsciente de Greyson, era como enfrentarse a los regaños de una madre.

—Obviamente lo sabe, niño —respondió Stephen como si Greyson fuera un imbécil.

—Vuelves a llamarme niño y te hago pase VIP en este lugar —advirtió Greyson antes de darse la media vuelta, caminando hacia la habitación de James—. ¡Ah! Y más te vale no decirle a Hans que me viste —le advirtió mientras comenzaba a subir las escaleras al fondo del corredor.

Cuando Greyson salió de la vista de Stephen, éste tomó su celular y marcó a un número. Cuando la llamada le fue contestada, formó una sonrisa traviesa.

—Hola, cariño. No creerás con quien acabo de encontrarme. Te dije que vendría hoy.

●●●

James lucía cansado sobre la cama de hospital en la que permaneció durante toda la visita de Greyson, quien sólo pudo entablar charla con Fred. El hombre le había comentado que James no se encontraba bien, el agotamiento era tanto que dormía por horas.

Le comentó que le realizarían una tomografía en dos días más, para asegurarse de que todo estuviera como debía. También le comentó que la razón por la cual James aún no era dado de alta, se debía a que tenía una herida en el pecho infectada con severidad. No dio más detalles al respecto y omitió por completo el suceso de una semana atrás, temiendo que él —al igual que los doctores— lo creyeran un loco.

Cuando Greyson le cuestionó por qué James estaba en el área de psiquiatría, Fred evadió el tema.

Greyson mantuvo la vista fija en James durante casi toda la explicación de Fred, preguntándose qué clase de bacterias podían ser tan fuertes como para dejar al muchacho de esa manera, con la piel pálida y una evidente pérdida de masa corporal. Parecía un cadáver respirando.

Greyson decidió volver a casa luego de cuarenta y cinco minutos en la habitación. Se despidió de Fred con amabilidad antes de girarse hacia James, le tomó una mano y se despidió de él como si éste pudiera escucharlo entre sueños.

Aunque él no lo supo en ese momento, James sí fue capaz de oír su voz, pero distante y entre niebla.

Greyson salió pensativo de la habitación, concentrado en todo lo que Fred le había dicho. James se encontraba tan mal que incluso un horrible olor a carne podrida emanaba de su cuerpo, además, Greyson casi podía jurar que un aura negra se asomaba en su cabeza. Tal vez el buitre de la muerte estaba asechando a la carroña.

Su ensimismamiento era tal, que ignoró por completo que alguien lo miraba con interés desde el pasillo, hasta el instante en que una voz lo hizo reaccionar.

— ¡Hey, despierta! —le dijo Hans. Stephen estaba a su lado aún con los brazos cruzados—. Cuánto tiempo.

—Hans... —Greyson sintió que la sangre se le iba del cuerpo, pero luego miró a Stephen con ojos inyectados en odio.

Stephen no se contuvo en sonreír de forma cínica, dándose la media vuelta para retirarse y dejarlos a solas. Sabía que Greyson estaba escondiéndose de Hans por alguna razón y, aunque molestarlo con aquella pequeña trampa para hacerlo ir al hospital le provocaba una maravillosa satisfacción, en realidad lo hacía por el bien de ese joven.

No se trataba de su persona favorita en el mundo, pero Hans le quería demasiado, y Stephen a él, así que haría lo que fuera por ver a Hans feliz. Que el método para lograrlo fuera el padrastro en el dedo de Greyson, era como un premio.

Greyson se cruzó de brazos furioso a medida que observaba a Stephen alejarse, pensando en cientos de palabras altisonantes dedicadas a él. Siempre era igual, desde niño,

— ¡Odio a tu esposa! —replicó Greyson fúrico.

—No quieras insultarlo cambiándole el sexo, eso es una inmadurez —reprendió Hans a Greyson—. Además, si me dijo que estabas aquí fue porque yo se lo pedí. Haz estado evitándome desde el aniversario de Víctor y quiero saber por qué.

—No es así —dijo Greyson encogiéndose en sí mismo—. He estado ocupado, es todo.

Hans emitió un profundo suspiro ante la clara evasión de Greyson, ahogando en su estómago la frustración que ese silencio le hacía sentir. Se acercó a él antes de colocarle una mano en la espalda con ternura, pensando muy bien qué decir.

—Sé que no significo para ti lo mismo que Víctor —le comentó con voz serena—, pero también puedes confiar en mí. Soy tu amigo. Y sigo aquí.

Greyson se frotó el cabello con desesperación tras escucharlo. Un remolino de emociones se formó en el fondo de su pecho, absorbiéndole la duda de hablar con la verdad o no. Tal vez Hans tomaría su comentario como una exageración, como si no pudiese superar el pasado.

Cerró los ojos mientras luchaba contra sus propios pensamientos; temer que Hans no le creyera no debía ser una preocupación real en ese momento, con todas las cosas extrañas que estaban ocurriendo.

A lo largo de esa semana, después del breve encuentro con Susy en el cementerio, Nigel no dejaba de hablar cosas que se tornaban cada vez más raras. Solía decir que la voz de una niña susurraba en el interior de su cabeza, diciendo que Ana la tenía cautiva y pidiéndole ayuda cada vez con mayor frecuencia. También solía decir que Susy aparecía en sus sueños, portando un largo vestido blanco que ondeaba a la par de un inexistente viento, a la vez que toda la silueta de Susy resplandecía en la oscuridad.

Al final, más por un ataque de desesperación que por pensar las cosas con calma, Greyson pidió a Hans acompañarlo a la cafetería, para contarle ahí lo ocurrido. Hans accedió al instante, y ambos caminaron en silencio hacia el primer piso, usando las escaleras para tener tiempo de ordenar los pensamientos.

Luego de sentarse en una mensa al fondo de la cafetería, pedir dos bebidas y permanecer en silencio hasta que éstas les fueron entregadas, Greyson pudo hablar.

—V-vi a Susy —dijo tartamudeando un poco.

Hans palideció al escucharlo. El corazón se le aceleró.

— ¿A Susy? ¿¡En dónde!?

—En la tumba de Víctor —Greyson apoyó los codos sobre la mesa—. Es raro que no lo hubiese visitado en trece años y ahora aparezca de pronto ¿no crees?

—Efectivamente. Justo bajo esa premisa, yo dudo que fuera Susy. Debiste confundirla.

— ¡Claro que no! ¿¡De verdad crees que no soy capaz de reconocerla!? —Greyson golpeó la mesa con los puños ante la frustración— ¡Nathan la vio también! Ella estaba ahí, descalza, con un vestido parecido a una bata y el cabello revuelto. Además ella...

—Greyson, te digo que no pudo ser Susy —reafirmó Hans, aunque era consciente de que podía estar equivocado.

Era poco probable que Susy consiguiera escaparse de ese horrible lugar, sí, pero de ser cierto, su descripción coincidiría con la que Greyson le había dado; eso lo volvía más angustiante. Aunque por el bien de ella, esperaba que no fuera verdad.

La expresión decidida en el rostro de Greyson hizo que Hans se arrepintiera de haberlo buscado con tanto ahínco y, prediciendo la pregunta que vendría a continuación, se frotó la frente con ambas manos. Había huido de esa charla por años, pero ya no podía evitarla ni un minuto más.

— ¡Era ella, con un demonio! —bramó Greyson colérico— ¿¡Por qué mierda no me crees!?

—Porque Susy ha estado internada en el hospital psiquiátrico desde hace años. —Soltó por fin, enmudeciendo a Greyson.

Con un dejo de culpa, el hombre se disculpó con Greyson para luego aclararse la garganta, dispuesto a relatar el porqué de la repentina ausencia de Susy.

Comenzó recordándole que hacía catorce años la nueva casa de Susy también se había incendiado, y agregó desde ahí que eso condujo a la policía a pensar que ella —la única presente durante ambos siniestros— era responsable. Los niños psicópatas ya no eran tan raros como antes, así que Susy podía no ser tan tierna como lo aparentaba.

La policía investigó a fondo hasta que lograron hablar con la psicóloga de Susy: Miriam, cuya historia clínica sobre ellos les hizo decidir que toda la familia sería enviada al Juzgado de lo Familiar, ya que Susy podía estar siendo maltratada.

Tras realizarle a la niña estudios psicológicos y revisarla de pies a cabeza, la Organización de Protección Infantil metió cargos contra Alan y Valeria Darnell, porque el cuerpo de Susy tenía heridas físicas muy graves que ellos atribuyeron a maltrato infantil.

Para desgracia de la familia perdieron el juicio, de modo que Susy fue enviada a un orfanato y puesta en adopción. Alan y Valeria fueron arrestados. Sin embargo, al cabo de unos cuantos días la actitud de la niña se volvió muy agresiva; no había día en que no intentara escapar y al no conseguirlo, se provocaba heridas en brazos y piernas.

Cuando Susy cumplió diez años un psiquiatra infantil fue solicitado para analizarla, quien explicó que era un peligro para sí misma, y solicitó que fuese internada en el Sanatorio Mental Infantil. Hans se enteró de todo un año después, gracias a una migo de Stephen que era empleado en el sanatorio. Ese joven le comentó que Susy realizaba extraños dibujos, en donde lucía una criatura con líquido escurriendo por las cuencas vacías de sus ojos, con grandes y bestiales garras. Además de una boca tan negra como las profundidades del abismo.

La niña estaba comenzando a causarle terror a cada enfermera que le cuidaba, argumentando que cosas extrañas sucedían siempre en la habitación de Susy e incluso, en más de una ocasión alguien notó que los objetos se movían por sí solos.

Hans suspiró cuando el relato llegó a su final, notando en el rostro de Greyson la incredulidad ante sus palabras.

—Susy estuvo... —la voz se le interrumpió a Greyson. Había furia atrapada en lo más profundo de su ser—, internada. —Apretó y abrió los puños de ambas manos repetidas veces, luego miró a Hans comenzando a temblar—. ¿¡Por qué no me contaste nada de esto?! ¡Sabes que no había día en que no te preguntara por ella! —Se levantó violentamente de la mesa—. ¿¡Por qué, maldita sea!?

—Porque enterarte de eso era demasiado para ti. Solo eras un niño. No quería hacerte daño, lo siento.

—Con un lo siento no reparas catorce años. —El muchacho le dio la espalda a Hans y se cruzó de brazos.

Greyson sentía el estómago ardiendo de rabia, pero si buscaba en una parte de su serenidad, la respuesta al porqué Susy había huido de él estaba ahí. Si había permanecido encerrada tantos años, la desesperación por visitar la tumba de Víctor la había hecho escaparse, lo que seguramente la tenía nerviosa. Ella no podía saber que Greyson desconocía su historia, así que huyó por temor a que la encerraran de nuevo.

Con un bufido Greyson dejó escapar una parte de sus sentimientos, entremezclándose la decepción por el engaño de alguien a quien siempre consideró como un gran amigo, y la poca tranquilidad de saber que Susy había vivido enormes sufrimientos ella sola, encerrada en un Sanatorio a tan corta edad. Sin ver a sus padres. Sin su hermano mayor. Sin un amigo...

Greyson sintió la mano de Hans tocando su hombro, de modo que decidió voltear a mirarlo pero ésta vez, su rostro se negó a esconder el peso que su alma había cargado por tantos años.

Hans se percató de los sentimientos estrujantes del muchacho entonces, antes de que él pudiera zafarse de su agarre, lo abrazó con fuerza; al principio lo sintió tensarse ante el contacto, aunque segundos después se relajó correspondiendo al abrazo.

Hans casi pudo sentir que había un intenso nudo en la garganta de Greyson y entendía bien el porqué: Víctor lo había ayudado cuando más necesitó un amigo, pero Greyson no pudo estar a su lado el día en que murió ni pudo cuidar a Susy. Eso estaba matándolo poco a poco.

—No los abandonaste —susurró Hans abrazando con más fuerza a su amigo—. Simplemente pasó.

Greyson hundió el rostro en el hombro de Hans mientras las ganas de llorar se volvían más fuertes que él, asomándose una lágrima rebelde en su ojo derecho que fue capás de contener cerrando los ojos.

No debía llorar. No podía llorar.

●●●

Las hojas en los árboles se mecían al compás del frío viento, desprendiéndose algunas de las ramificaciones para terminar en el suelo andando libres al compás del aire. Negras nubes avanzaban en el cielo cubriendo el sol, extendiendo la oscuridad por todo el largo de la ciudad.

Kenia caminó entre los árboles hasta la parte trasera del hospital donde, tras detenerse justo en la ventana de la habitación de James, alzó la vista y observó con atención. En la mano izquierda de la joven podía apreciarse una pequeña silueta blanca teñida de color carmesí: un conejo muerto. De su mano derecha colgaba una cuchara oxidada.

Kenia sujetaba al animalito de una de las patas traseras, mientras la sangre le escurría desde la cara hasta el cuerpo manchando el pasto. Ella esperó con gran paciencia en el mismo lugar, meciéndosele el cabello con las ondas del aire.

Cuando Fred salió de la habitación de James con dirección al baño, los ojos del muchacho se abrieron despacio, revelando que éstos se encontraban totalmente negros y con los amoratados párpados más visibles que nunca. Las ojeras se marcaban en su rostro como si sus ojos no fuesen más que una ilusión, y los pómulos se asomaban bajo la pizca de carne que le quedaba pegada al cuerpo.

James se levantó del suelo y luego de caminar hasta la ventana, se asomó hacia el suelo donde Kenia permanecía inmóvil. La mirada de la chica se cruzó con la de James, quien tras notar el conejo blanco y la cuchara en sus manos, sonrió con maldad. Kenia asintió con calma mientras compartía la sonrisa escalofriante de James.    

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