8. Te quiero.
El elfo guió al montaraz hacia el único sector al que no podía entrar: el pasillo del ala Este del palacio. Legolas estaba llevándolo a su habitación, y sus nervios y deseo aumentaban con cada paso, junto con el miedo de que el rey los descubriera. Recorrieron sigilosamente los pasillos, dejando al príncipe al frente para que echara un vistazo en cada esquina. No soltaba la mano de Aragorn, que lo seguía divertido, pero nervioso.
Las paredes de madera quedaban tapadas por columnas inmensas de ramas talladas y enredadas, y las luces cálidas colgaban por el camino, creando sombras y luces que temblaban y se movían cuando ellos avanzaban, escalofriantes. Los pasos del mortal sonaban secos y duros contra la madera, mientras que los de Legolas no se oían ni sentían.
Giraron en un pasillo repleto de cuadros perfectos de pinturas del rey y su hijo cuando este era niño. Aragorn no pudo evitar sonreír al ver la finura con la que el pequeño Legolas se sentaba en el regazo de su padre siendo apenas un niñito; ambos tenían la misma seriedad, la misma nobleza en la mirada intensa con la que se encontraban en esos lienzos. Intentó retener al elfo, ladeando la cabeza hacia las paredes, pero al notar que este no pensaba frenar, soltó su mano y cesó el paso.
—¿Quién pintó estos cuadros? —preguntó Aragorn acercándose. Legolas sólo sonrió de costado sin mirar a cuál de todos se refería. La mirada del montaraz estaba clavada en uno de ellos particularmente, en el cuál observaba al rey Thranduil sentado en su trono con su enorme corona de ramas y bayas, llevando en su regazo a un delgado y elegante niño de cabello peinado hacia atrás, corto hasta los hombros y unos ojos grandes y celestes.
—Grindell, uno de los elfos de aquí. El mejor amigo de mi padre, nos ha criado a Eujean y a mí, y además es un gran artista. —sonrió. —Adar estuvo muy ocupado tras la muerte de mi abuelo Oropher, y nosotros éramos apenas unos niños.
—No hay pinturas de tu muindor. —comentó, intentando lucir desinteresado.
—Él era más retraído. Yo pasaba más tiempo con Grindell. Los padres de Eujean siempre creyeron que todos intentaban resaltar diferencias entre nosotros. Una de ellas era estos cuadros. Mi hermano no dejaba que lo pinten, o toquen, o si quiera hablen. —Legolas se encogió de brazos y tomó la mano de Aragorn, invitándolo a seguir caminando.
—Parece que eras muy serio cuando eras apenas un elfing, listo para convertirte en un príncipe, por lo que veo. ¿Siempre tuviste el cabello atado así? —Aragorn extendió la mano hasta la cabeza de Legolas y acarició la pequeña trenza que salía desde la naciente de su picuda oreja derecha. El elfo lo miró divertido, y parecía que estaba a punto de contestar cuando una risa se escuchó desde el fondo del pasillo, y ambos se alejaron un par de pasos con una mirada de espanto en sus nerviosos rostros. Un elfo de pómulos grandes y ojos verdes pasto apareció desde el fondo, sin quitar la vista de ninguno de los cuadros. Su cabello era oscuro.
—Oh, Grindell, —Legolas dio un suspiro de alivio. — qué suerte que eres tú y no mi padre. Él es Aragorn, hijo de Arathorn. Estábamos hablando de ti.
—¿Acaso el huésped no tiene el acceso prohibido a esta ala del palacio, Majestad? —remarcó las últimas palabras.
—Sólo Legolas. —musitó incómodo. —Te ruego que no le digas a ada que está aquí, o me matará. —suplicó el joven. —Sólo le mostraba el lugar.
—Qué curioso, Legolas metiéndose en problemas otra vez... Ni una palabra saldrá de esta boca. Y en cuanto a tu comentario, Aragorn, hijo de Arathorn: jamás en mi larguísima vida tuve una tarea tan difícil como la de cuidar de tu amigo. De serio no tenía ni un pelo, claro que no. Estas son unas pocas de las millones de obras que he intentado hacer, unas escasas veces que logramos que el chico se quedara quieto.
—¿Eras muy rebelde? —Aragorn soltó una risa y lo miró con sorpresa. Legolas se alejó lentamente, ocultando sus nervios.
—Como ninguno. Escapaba de las manos de todos, era escurridizo como una lagartija diminuta. Ágil y silencioso como un gato. Se escondía por días, dándonos a todos un susto digno de muerte. Trepaba por los árboles, los muebles, las paredes y las columnas. Siempre que lo tomábamos por sorpresa, estaba haciendo alguna travesura. Muchas veces lo encontramos molestando a su hermano Eujean, o intentando salir del reino con un pequeño cuchillo de cubierto, teniendo apenas esta altura. —Grindell puso un tope con su mano justo a la altura de sus rodillas. La expresión de incomodidad de Legolas podía imaginarse, pues estaba de espaldas muy lejos de donde estaban ambos, caminando por el pasillo con un paso nervioso, con un sonrojo que le había llegado hasta la punta de sus orejas. —He pintado muchos cuadros en los cuales Legolas está haciendo una de sus muchas tonteras. —continuó el elfo complacido con el pequeño castigo que estaba recibiendo el príncipe por el incumplimiento de la norma de su padre. —Lo observaba muy de cerca en aquella época. Nunca había visto a un elfo tan inquieto. Cada innovación que descubría de él era un paisaje digno de una pintura. Claro que al rey no le hacía ninguna gracia que lienzos de su príncipe comportándose como un mono travieso rondasen el palacio.
—¿Dónde están esas pinturas? —preguntó Aragorn interesado.
—Nadie sabe, cada vez que Thranduil las veía, se las llevaba lejos y ninguno de nosotros la volvía a ver. —Aragorn pensó que quizás el rey se avergonzaba de la conducta de su hijo. Deseaba que nadie las hubiera desechado, pues moría de ganas de verlas. —Estoy seguro de que no las destruyó. —continuó Grindell como si le estuviera leyendo la mente. —Si algo me dicen los largos años que llevamos de amistad, es que en cuanto a su pequeño, es un ser muy sentimental. Siempre ha sabido criar a su hijo como los mejores, y en épocas más lejanas ha llegado a ser una persona realmente agradable. Lástima que la experiencia le haya dado este aire de desconfianza que emana ante cualquier ser que no sea de este palacio. No confía ni en los propios elfos que residen en sus dominios. —Legolas de pronto cambió su expresión a una de apuro y se entrometió en la conversación, interrumpiendo a Grindell.
—Ya, ya. Mucho parloteo no es necesario, como tampoco lo es hablar de personas que no se encuentran presentes. Aragorn, ¿Quieres ver mi cuarto? —el elfo tomó la mano del mortal y correteó hasta el final del pasillo, apenas despidiéndose de Grindell con la mano.
—¿Qué ha sido todo eso? —rió el dúnedain cuando la puerta se cerró detrás suyo, pero no le hizo falta escuchar una respuesta, pues rápidamente observó todo a su alrededor y los últimos minutos quedaron borrados de su mente. El cuarto de Legolas tenía un ambiente de color frío, tirando a los tonos violetas y azules, pero siempre claros. No eran colores tristes, si no misteriosos. Pasar por la puerta significaba entrar a otro mundo. Pasar de las abrazadoras llamas del Anor a la fría penumbra de la preciosa Ithil. Su cama estaba junto a una ventana que no tenía cortinas ni vidrios, era sólo un prolijo agujero cuadrado en la pared, lo suficientemente grande como para que una persona pudiera pasar. Estaba anocheciendo, y eso hacía que el cuarto luciera mágico.
Del otro lado había otra cama, y se preguntaba por qué no le hacía ninguna gracia la idea de que Legolas y Eujean compartieran el cuarto. Deseaba ser él quien compartiese la recámara con el príncipe, y no aquél elfo silvano. De todas formas, se abstrajo de aquellos pensamientos, percatándose de que ahora estaban totalmente solos.
Había delineados en las paredes, como si estuvieran remarcadas con pinceladas que podían simular ser ramas finas y enredadas. Parece que a Legolas le gustaba pintar las paredes de su cuarto a mano; o a Eujean. Luego se lo preguntaría.
Había una vela colgada en una pared, que iluminaba apenas, dejando el cuarto lo suficientemente a oscuras.
Legolas estaba mirando por la ventana. Aragorn se acercó lentamente para rodearlo por la cintura, acariciando su pecho y vientre. No entendía qué era lo que el elfo miraba hasta que escuchó unos sonidos en el patio al que apuntaba el agujero de la pared. Se oían voces abajo discutiendo. Y no eran dos simples elfos silvanos, si no Eujean y una elfina de cabello castaño claro. Apoyó su cabeza en el hombro del rubio, aprovechando su altura ligeramente más elevada.
—¿Quién es ella?
—Finwen, de la zona oeste del bosque. Suele visitarnos seguido, Eujean y yo la evitamos cuanto podemos, pues su familia no es de nuestro agrado. De todas maneras, mi padre intenta casarnos, y esa razón la trae de visita constantemente. —Aragorn en ese preciso momento sintió como se le clavaba puñal en la boca del estómago.
—¿Casarlos? ¿Como en...? —las palabras parecían salir entrecortadas de su lengua. Había olvidado cómo hablar.
—Esposo y esposa, Estel. Como tú y Arwen Undómiel algún día. —Legolas parecía despreocupado, y no podía describir la revolución de sensaciones espantosas que se paseaban dentro del corazón del montaraz. La simple mención de la dama de Rivendel lo descolocó un poco, pero su mirada ahora estaba clavada en la posible futura reina de Mirkwood. Finwen era muy bonita, de rostro fino y cabello precioso. No era tan hermosa como Legolas, por supuesto; pero era increíblemente bella, y eso hacía que la vena del cuello le palpitase. El príncipe se dio vuelta con su clásico rostro sin emociones y caminó por la habitación. —Supongo que Eujean se encargará de que no suba aquí de nuevo. No te preocupes.
—¿De nuevo? —su rostro parecía indignado.
—Sí. —Legolas lo miró confundido, como si no pudiera adivinar lo que el montaraz tenía en mente.
—¿Ella te gusta? —musitó.
—No, Estel. —el elfo rió nervioso.
—¿No te interesa en lo absoluto? —la falta de respuesta inmediata de Legolas fue el momento más largo del día. «Fue una pregunta totalmente simple, ¿Qué tanto se tarda responder?» pensaba impaciente.
—¿Por qué preguntas?
—No lo sé, Legolas, no me entusiasma la idea de que debas casarte. No sabía que pretendían tu mano. Es decir, sabía que tú aquí tenías muchos pretendientes, pero no creí que tu padre fuera a decidir sobre estas cosas.
—No debo casarme si no quiero, Aragorn. —suspiró el elfo. —Las ceremonias y las uniones entre los elfos no son como con ustedes, los humanos. Hay pequeñas cosas que pueden cambiar todo; diferencias entre nosotros.
—¿Diferencias?
—No es necesario que lo sepas ahora.
—Y, ¿No quieres casarte? —el interrogatorio estaba comenzando a molestar a Legolas, a tal punto en que decidió simplemente no contestar. Aragorn pasó los siguientes segundos en silencio, algo apenado por haberlo molestado. Decidió no continuar con las preguntas en este momento, y se acercó al príncipe nuevamente, poniendo una mano en su espalda, acariciando su cabello hasta bajar hasta su cintura y pasar a su mano. —Esta será mi última pregunta, si me lo permites, ¿Este es el lugar del que hablabas? Porque realmente deseo que lo sea, y no he olvidado los propósitos con los que me trajiste aquí.
Legolas sonrió tiernamente, olvidando todo lo anterior.
—Así es, quería mostrarte mi cuarto y romper algunas reglas, y... —fue brutalmente interrumpido por el montaraz, quien lo giró hasta quedar frente a frente y lo presionó mientras daba grandes y lentos pasos. Legolas retrocedía mirándolo desconcertado hasta que se topó con el borde de su cama. —Aragorn, despacio. —susurró. Como si hubiera hecho oídos sordos a las palabras del elfo, lo empujó suavemente a la cama y lo acorraló entre sus brazos, entrelazando sus piernas.
—Rompamos reglas. —susurró Aragorn en su oído, sintiendo su pequeño estremecimiento. Sonrió conforme al notar que Legolas no ponía ninguna resistencia. Comenzaron a besarse suavemente hasta que sus lenguas se encontraron, acariciándose entre ellas. Era su momento favorito, pues la excitación comenzaba a ser incontrolable. Aragorn estaba recostado sobre Legolas, y ambos apretaban sus caderas mientras rozaban, emitiendo pequeños gemidos que eran reprimidos por los besos.
Legolas se sostenía de la nuca del montaraz, quien cada vez se movía con más fuerza, hasta que no pudo resistirlo y comenzó a jalar de sus prendas. Comenzó por quitarle al elfo el carcaj y el arco que tenía siempre colgando en su espalda. Legolas correspondió la acción tomando sus armas para dejarlas a un costado de la cama. Aragorn quitó lentamente aquella ropa verde y castaño, tan característica en él, telas que a pesar hacerlo lucir hermoso, ansiaba remover desde hace mucho tiempo, pues deseaba conocer aquel cuerpo desnudo. No dudó en arrojarlas junto al arco en el suelo, para poder ver su cálido y delgado pecho. Su piel blanquísima adquiría ciertos tonos azules gracias a los rayos de Ithil, y daban una sensación de pureza encontrada con tragedia.
Tal y como esperaba, Legolas con el esbelto torso desnudo era el ser más adorable que había conocido. Sometido, indefenso sin ninguna de sus armas -aunque sabía que un elfo nunca estaba indefenso-, con los ojos brillantes y una pequeña sonrisa en su rostro, sentía que tenía total poder sobre este bellísimo príncipe. Pronto tomó su fina cintura y lo atrajo hacia él, mientras lo besaba con fuerza. Legolas acariciaba su pecho, se aferraba de sus hombros y de su espalda, clavando suavemente las uñas. Era tan dócil, tan hermoso, Aragorn no pudo evitarlo y bajó la mano entre sus piernas. Lo acarició lentamente y dejó de besar sus labios para mirarlo fijamente a los ojos.
—¿Puedo...? —ronroneó. El elfo respiró agitadamente, como deseando buscar más de esos labios, pero en lugar de acercarse a él tal y como su corazón quería, la razón ganó. Su mente volvió en sí, y los recuerdos drenaban hacia su cabeza otra vez. Pronto se encontró tenso, y las caricias ya no se sentían bien. La boca de su estómago comenzó a doler, y en un acto inconsciente, cerró las piernas. Acercó su mano hasta la de Aragorn y la tomó suavemente, alejándola de donde estaba. Negó con la cabeza y se deslizó fuera de la pequeña prisión de placer en la que aquel humano lo había encerrado. Se sentó al borde de la cama y no dijo una palabra.
Aragorn, quien seguía algo confundido por lo que había sucedido, se sentó junto a él.
—¿Qué sucede, meleth? ¿No te gusta? —esa palabra generó un revoltijo dentro de las entrañas del elfo, que ladeó su cabeza hacia otro lado. El mismo Aragorn no sabía por qué lo había dicho. Algo dentro de él estaba cambiando. —Mellon. Lo siento.
—No es eso, Aragorn. No me siento... Debo ir con los prisioneros, se lo prometí a mi padre.
—Siempre que no te sientas seguro, debes decirme. No me gustaría que esto fuera sólo por mis deseos. Quiero complacerte, Legolas. —Aragorn acarició suavemente su hombro y el elfo suspiró. Los gruesos dedos comenzaron a seguir la línea de su columna para envolverse en su cintura. Su piel seguía suave y caliente. El elfo le dedicó una sincera sonrisa y se apresuró a buscar sus prendas. Aragorn lo admiró por unos últimos segundos antes de que éste terminara de cubrir su precioso torso. Una duda comenzó a palpitar en su mente. —¿Es acaso tu primera vez? —cometió el error.
No lo era. Esa pregunta cayó sobre Legolas como una avalancha de rocas muy pesadas. O como un balde de agua fría. O como una fuerte cachetada de la mismísima mano flameante de un Balrog. Claro que no era su primera vez, recordaba aquellos momentos con temor y repugnancia. Asco de sí mismo y de lo que ocurría. Dolor, y vaya que sí dolía, sangraba. Cada encuentro, cada roce, cara palabra amenazante, cada golpe, rasguño y maltrato. Pureza y tragedia, blanco y azul; todos los días. Días no, noches; bajo la mirada de la mismísima Ithil. Todo volvía a sus recuerdos. Giró la cabeza perturbado, antes de dar una respuesta, sintiendo un repentino recorrido de escalofríos desde su cintura hasta su nuca. Tiritó.
—No. —dijo con un tono de voz lúgubre, entrecortado. —Nos vemos más tarde. —Legolas se dirigió a la puerta de su cuarto y apoyó la mano en la perilla cuando dudó. Giró la cabeza hacia el mortal, y con un juego mágico de luces azules y violetas en su rostro susurró. —Te quiero.
Aragorn se detuvo a procesar todo lo que había sido aquella escena una vez que Legolas cerró la puerta.
Yo también te quiero.
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