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4. La partida.

Unos pequeños golpecitos a la madera de la puerta hicieron que Legolas mirara sobre su hombro. De pronto, la puerta se abrió y la persona que entró realmente lo sorprendió.

—¿Arwen?

—Legolas, tengo que hablar contigo sobre un asunto más que importante. —la hermosa elfina cerró la puerta detrás suyo y se dirigió hacia donde Legolas estaba, a los pies de la cama, ayudándolo a empacar lo necesario para el viaje.

—¿Qué sucede? —el elfo estaba aún anonadado. No se esperaba la llegada de Arwen, creía que ella no le dirigiría la palabra por el resto de su vida. Era el momento de aclarar lo que había sucedido, pero automáticamente sus pensamientos se dirigieron a Aragorn. Quizás era mejor procurar llevarse mal con la hija de Elrond antes que arruinar la felicidad del humano. Después de todo, había jurado protegerlo.

—Es sobre Aragorn. —el elfo dejó de empacar y la miró atentamente. —Debes saber, Legolas, que amo a Aragorn más que a nadie en el mundo. —Legolas asintió, dando pie a que Arwen continúe. —Había creído notar que él podría tener algún interés en ti, pero luego de cómo se comportó contigo cuando intentaste besarlo... —Legolas rápidamente interrumpió.

—Arwen, ¿Quién te ha dicho eso? ¿Estel?

—No importa el quién, Legolas. Aragorn es apenas un joven de veintisiete años, con una larga vida por delante. Es algo inmaduro, y quizás pudo tomarse eso de una forma un poco personal. —dijo tristemente la elfa. Luego de un silencio, continuó. —Creo que no deberías volver a Rivendel. —Se formó un nudo en la garganta del elfo, y sus ojos se llenaron de lágrimas que buscaban a toda costa no derramarse.

—No entiendo, ¿Por qué no debo volver? —su voz no se quebró. Expresión de piedra, como él mejor sabe actuar.

—Porque te quiero, Legolas. Y sé que tú amas a mi prometido. Puedo verlo en tus ojos. No quiero que mueras de pena, también te estoy protegiendo a ti. —Legolas estuvo en silencio mientras Arwen continuaba. Sus palabras le parecían un tanto incorrectas, pero tenía sus dudas. —Y es más fácil para Aragorn olvidar a alguien a quien odia...

—¿Qué dices? —Legolas estaba conteniendo las lágrimas, pero había un nudo en su garganta que crecía y crecía, provocando al pobre mucho dolor. Su expresión aún estaba intacta; típico de elfo silvano, reprimir sus emociones.

—Yo le dije Aragorn que la única razón por la cual lo besaste fue para separarnos. Que tú mismo me lo habías dicho. —Legolas estaba seguro de que Estel no se había tragado tal mentira, pues de otro modo, se lo habría recriminado. —No puedes volver a Rivendel, viejo amigo Legolas. Y tu partida no será dolorosa para Aragorn de esta manera. —el elfo quiso contestar, defenderse. Tenía sentimientos encontrados entre sorpresa y rabia. Sin embargo, una risa incrédula e incontrolable se asomó por sus labios. La entera relación de estos dos seres estaba siendo llevada con mentiras, de las cuáles él era conocedor.
Las palabras de Arwen, en realidad, no parecían tan incorrectas; si Aragorn lo detestaba, jamás tendría que volver a verlo. El asunto quedaría aclarado para todos y nadie saldría herido. Bueno, quizás él. Sin embargo, pronto recordó que el dúnedain viajaría con él, y no se lo había comentado a Arwen. Otra maravillosa mentira. —Estás destinado a trasladarte a Aman en la Cuarta Edad, —continuó ante la falta de respuesta. —cuando nuestro Aragorn se convierta en Rey... Mi Aragorn. —se corrigió.

—Aragorn no se creerá esa mentira. —dijo Legolas, tan calmado como siempre.

—No tiene por qué no confiar en mí. Me ama. 

Legolas volvió a sus paquetes. Terminaría de guardar las cosas para el viaje y se marcharía, ya no quería continuar esta conversación. De pronto, unos pequeños golpes en la puerta cortaron con la tensión del ambiente, pero apenas la puerta se abrió, sintió que alguien jalaba de sus prendas y se apoyaba en su cintura. Sintió de pronto, una respiración abalanzarse contra su rostro, y en una desesperada respuesta, removió el agarre de su fina cintura. En un abrir y cerrar de ojos, Arwen estaba en el suelo. Él estaba seguro de que era imposible que Arwen simplemente se  cayera, pero no pudo reaccionar. ¿Ella había intentado besarlo, y ahora simulaba haber sido empujada? Todo era parte de un vil engaño, y Legolas pronto supo la razón. Aragorn estaba en la puerta, observando la situación con la furia cargada en sus puños, y no dudó en dirigirlos directo hacia la boca del elfo, quien se dejó golpear. Sabía que si Aragorn no se desquitaba, no habría forma de calmarlo luego. Apenas sangraba, no había sido un golpe muy fuerte, seco y directo sobre su nariz, que había recibido el impacto y que lentamente comenzaba a recomponerse.

No hizo falta entrar en razón. Parecía que Aragorn había comprendido toda la situación cuando vio a Arwen parada junto a la puerta nuevamente. Legolas no le había tocado ni un pelo.

—L-lo siento. —masculló el mortal. Debía detenerse un segundo a recapitular lo que vio. Arwen le dirigió una última mirada apenada al elfo antes de marcharse.

—Vete.

La puerta se cerró, y en la habitación volvió a reinar el silencio. «Por Valar, ¿Qué fue todo esto?» pensaba el elfo recomponiéndose. De pronto, no pudo soportarlo y dejó escapar unas pocas lágrimas que bailaron en sus mejillas pálidas. No entendía cómo remediarlo, pero tampoco estaba seguro de querer hacerlo. Arwen lo engañó y ahora Aragorn lo detestaba. Debía marcharse cuanto antes, y no volver hasta que las cosas se calmen, pero no sabía cuando eso sería posible. No se percató de que Aragorn seguía allí.

—Lo siento, de veras. —el montaraz tampoco pudo contener sus lágrimas. Intentó tomar la cara del elfo para limpiar sus brillantes lágrimas, horrorizado por ver esa triste expresión en su pálido rostro; pero este se corrió de su lado. —Legolas, sé lo que pasó. Cuando lo vi, no pude pensarlo bien, pero ahora entendí. —dijo Aragorn intentando hacer que el elfo lograra calmarse. Ya no brotaban lágrimas de sus hermosos ojos, pero aún así derramaban tristeza.

—No la empujé. No quise. —se limitó a decir el rubio, sin levantar la vista.

—Lo sé.

—¿Por qué me golpeaste?

—Creo que no ha sido más que un reflejo. —Legolas se acercó a él nuevamente, y éste lo abrazó. No hizo falta decir nada más. Aragorn se marchó, aún avergonzado por lo que había sucedido, y Legolas acabó de empacar cuando saltó por la ventana de Elrond. Cayó sobre el fino césped, sin mover ni una hoja, y se dirigió a la casa de Eujean. La fiesta había terminado.

Tocó débilmente la puerta, y esta se abrió de par en par casi al instante.

—Ya estoy listo, Jean. —titubeó el príncipe.

— No vamos a volver, ¿verdad? —Eujean comprendió la respuesta a esa pregunta cuando Legolas no la pudo contestar. No iban a volver hasta que las cosas estuvieran más tranquilas, tanto en casa como aquí. Entró rápidamente a su casa, suplicando al elfo que lo esperase allí. Sin embargo, estaba tardando demasiado. Impaciente, Legolas entró. Quería irse de manera urgente, no quería perder ni un segundo. Quizás alcanzaban a salir antes de que Aragorn lo notase.

—Jean, déjame que te ayude. —dijo Legolas seriamente, envolviendo un poco de comida.

—No he pasado un sólo cumpleaños sin tu compañía. No deseo romper con esa racha. No necesito mucho. —cerró los bultos y dobló unas mantas. —Podemos usar dos caballos, no creo que sea un problema para Elrond.

—Creo que nos retrasarían. No podemos pasar por los valles, habrá una tormenta eléctrica. Será mejor que tomemos el paso de las montañas. —dijo Legolas. —Si vamos a pie haremos más rápido. —Jean afirmó con la cabeza. Tenía mucho sentido, pues los caballos en la nieve podrían resultar un obstáculo, habría que buscar un refugio para ellos en todas las cuevas. Pero de pronto algo no le resultó coherente.

—¿Y el montaraz?

—No quiero que venga. Estará mejor aquí, con su pareja. Además, hoy se ha portado un tanto violento, no deseo hablar con él.

—¿Qué fue lo que pasó?

Impacientado ya por la demora, el elfo intentó resumir lo sucedido.

—Sólo apareció Arwen, dispuesta a convencerme de no volver. Parece que le dijo a Aragorn que yo intentaba separarlos, aunque estoy casi seguro de que él no le creyó. De pronto, él llegó y Arwen simuló caer, y Aragorn, creyendo que yo la había empujado, me golpeó en la cara. —Eujean cambió su expresión a una de espanto, y tomó a su amigo de la barbilla, revisándolo de arriba a abajo. —No me ha lastimado. —Legolas dejó escapar una pequeña risa, y su amigo se alivió al verlo sonreír. De pronto una tos interrumpió el momento, y recordaron que habían dejado la puerta abierta.

—Yo puedo ir caminando, no es una molestia seguir su paso. O al menos lo voy a intentar. —Estel estaba en la puerta. Las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer, y mojaban su grueso cabello. Eujean bufó, pero no dijo nada.

—¿Cuánto tiempo llevas ahí, Aragorn?

—Lo suficiente. Legolas, perdóname. Estuve mal, realmente no pensé mis acciones. De veras quiero acompañarte. —los elfos se miraron entre sí, y Legolas pareció notar que Jean negaba con la mirada. Sin embargo, él le había dicho que sí antes, y no podía incumplir su palabra. La opción era partir antes de que Estel se enterase, y eso ya no era posible.

Legolas afirmó con la cabeza, pero no dijo nada más. Aragorn supo que era el momento de callarse la boca, pues no podía exigir una disculpa del elfo. Se sentía un idiota, pero sus prioridades seguían siendo ayudarlo. Los tres se dirigieron hacia la salida de Rivendel. Elrond los observaba, y Aragorn temía tener que discutir con él, pero se sorprendió al darse cuenta de que eso no sería necesario. El medio-elfo estaba de acuerdo con su partida.

Eujean iba al frente de la compañía, mientras que Legolas caminaba ligeramente más atrás. Aragorn se encontraba mucho más lejos. Llevaba en su mano aquel dibujo que había realizado dos días atrás. La lluvia lo deshacía, y acabó con el papel en poco tiempo. Aragorn nunca se había sentido tan decepcionado de sí mismo, aunque el sentimiento más presente dentro de su corazón era vergüenza. Avergonzado de sus acciones, partía con dos elfos que parecían no querer dirigir ni una palabra al dúnedain.

La lluvia limpió la poca sangre élfica de los nudillos del montaraz.

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