20. Carta número cinco.
Un mal presentimiento.
Unos gritos de pronto los despertaron, y tan rápido como le era posible a un elfo, Legolas tomó sus armas y equipamiento y salió de la tienda seguido de todos sus compañeros. El príncipe intercambió miradas confundidas con sus amigos antes de dirigirse a su padre, que se encontraba parado en compañía de su alce. Debía enterarse de qué era lo que estaba sucediendo.
—Una hueste de enanos, mi Rey. —Legolas oyó a un mensajero en el preciso momento en el que llegó junto al mayor. —En el oriental de la Montaña Solitaria. Se dirigen hacia el Valle.
—Gracias, Fíndelin. —dijo Thranduil aparentando estar más calmado de lo que en realidad estaba. —Por favor, corre a avisar al señor Bardo y prepara nuestras huestes.
—En seguida. —con esto, el elfo centinela partió.
—Ada... —comenzó Legolas, pero fue interrumpido.
—Parece que Thorin tenía un as bajo la manga. —el mayor puso una mano sobre el hombro de su hijo. —Ve y ponte tu armadura, Iôn, y ayuda a preparar las tropas.
—¿Vamos a pelear? ¿No podemos discutir pacíficamente? —Thranduil lo miró pensativo por unos segundos, pero no fue capaz de contestar. Las trompetas que resonaban llamaron a todos los hombres y elfos a las armas. Legolas se dirigió con sus compañeros y no tuvo tiempo de hablar sobre lo poco que había averiguado, pues ya lo sabían. Divisaron a lo lejos, bajando hacia el Valle, a un ejército de enanos bien armados con cotas de malla de acero y escudos colgando de las espaldas. Sus barbas estaban partidas y trenzadas, y sus rostros no expresaban más que ira.
—Es Dain. —oyó Legolas a Bilbo debajo suyo. Detrás de ellos, el ejército terminaba de alistarse. Los enanos avanzaban a buen paso, y se detuvieron frente al río. Unos pocos se adelantaron y cruzaron acercándose al campamento, pero allí depusieron las armas y alzaron las manos en muestra de paz. —Quizás no tengamos que pelear después de todo. —volvió a escuchar al hobbit, pero no tuvo que contestarle, pues rápidamente la cabellera castaña del pequeño se escurrió hacia adelante y avanzó junto con Bardo para intercambiar palabras con los enanos.
Legolas estaba en la primera fila de los arqueros, y Mellagan se encontraba un poco más atrás. Desde ahí, el elfo oía todo con claridad:
—¿A qué han venido y quiénes son? —sonó la voz de Bardo tan huraña y gruñona como la de un oso al que acaban de despertar. Claro que sabía la respuesta a ambas preguntas, pero eso los enanos no lo sabían.
—Nos envía Dain; hemos corrido día y noche hasta llegar al nuevo reino con nuestros parientes de la Montaña. ¿Quiénes son ustedes, que acampan en este llano como enemigos ante murallas defendidas? —básicamente, el enano les estaba pidiendo de manera cortés que se fueran a otro sitio, que no tenían absolutamente nada que hacer ahí y que de otra manera, pelearían con ellos. Algunos de los parientes de Thorin amagaron con acercarse más.
Claro que Bardo no estaba dispuesto a dejarlos pasar a la Montaña sin obtener primero el oro y la plata prometidos. Sabía que en cuanto los enanos llegaran con Escudo de Roble, podrían aguantar unas cuantas semanas más, pues traían suministros. En todo ese tiempo, probablemente vendrían más enanos, y se abrirían nuevas entradas. Los sitiadores deberían verse obligados a rodear la Montaña, y no eran suficientes.
Luego de unas cuantas palabras de discusión, Bardo llamó a varios de sus hombres y elfos para ir a la Montaña a reclamar el oro; Eujean fue entre ellos. Pero como era de esperarse, el oro y la plata no estaban, y no había pago alguno. Legolas pudo ver esto mientras regresaban caminando con las caras largas y... ¿Los escudos llenos de flechas?
De pronto, los enanos comenzaron a avanzar sobre el río, y toda la hueste de elfos y hombres se puso en posición, dispuestos a batallar. Legolas buscó con la mirada a sus amigos y pudo localizarlos a todos en distintos sectores de la organización.
—¡Tontos! —oyó a Bardo. —¡Mucho sabrán de minas, pero poco saben a campo abierto! ¡En este momento muchos arqueros están escondidos entre los fangos y los esperan! ¡Caigamos sobre ellos con una lluvia de flechas, pues aunque sus cotas de mallas sean muy buenas, serán puestas a prueba! —Legolas rompió su formación al oír estas palabras y se acercó a ambos adultos. No podía permitir que se debatiera una guerra por un asunto tan ridículo como el oro de la montaña. Los elfos del bosque podrían ayudar a los hombres del Valle a reconstruir la ciudad y ya.
—No peleemos. ¡No vale la pena perder tantas vidas por algo tan absurdo! ¡La ciudad la reconstruiremos nosotros sin su oro! ¡Por favor! —el hombre no pareció querer escucharlo, por lo que el menor cambió su objetivo. —Padre... —comenzó, pero una mirada apenada por parte del mayor lo obligó a guardar silencio. Finalmente, su padre suspiró.
—Tiene razón. Mucho esperaré antes de pelear por un botín de oro. Los enanos no podrán pasar si no se los permitimos, los superamos en número. Esperaremos, quizás la reconciliación sea posible y podremos librarnos de un desgraciado combate. —el rey miró a su hijo con una sonrisa, y el rostro de Legolas se iluminó como si de pronto se convirtiera en una pequeña estrella radiante.
—Hannon le. —murmuró.
Sin embargo, había algo que los amigables elfos y los testarudos hombres no habían tenido en cuenta. A los enanos se les oscurecía el corazón de sólo pensar en que los sitiadores poseían la Piedra del Arca, y en el segundo en que notaron que Bardo titubeó, alzaron sus propios arcos y silbaron sus flechas.
La batalla había comenzado.
¡No! ¡Nada de comienzos! Una sombra comenzó a desplegarse en el cielo, y se expandía con gran rapidez. Parecía una gran nube de tormenta que de pronto hizo temblar el suelo de la montaña y relampaguear las cimas de todos los montes cercanos. Tan pronto como todo dejó de retumbar, la gran oscuridad se hizo más clara y se convirtió en una manada de pájaros oscuros que venían del Norte. Eran tantos, que no había luz alguna que se distinguiera entre las alas. Legolas retomó su lugar y volvió a buscar a sus amigos con la mirada. Todos estaban vivos, pero algunos elfos y hombres se desangraban en el suelo, atravesados por las flechas. Intentó evitar que sus ojos se llenasen de lágrimas, pues no era momento de perder más compañeros.
—¡Deténganse! —oyó a Gandalf pararse en el medio del enfrentamiento, frenando a los enanos que se abalanzaban sobre la línea de arqueros, con los brazos en alto y el bastón sacudiéndose en el aire. —¡Deténganse! —repitió más fuerte, y esta vez su vara se encendió provocando un enorme rayo. —¡El terror cae sobre nosotros, y más rápido de lo que esperaba! ¡Los trasgos ya están con nosotros, y vienen montando lobos, y los wargos están atrás! ¡Los murciélagos baten sus alas como una nube de perdición! Ahí llega Bolgo del Norte, cuyo padre mataste en Moria, Dain, hace tiempo. ¡Deténganse!
Muchos elfos comenzaron a gritar a muchas voces, mientras los hombres se miraban entre sí más confundidos que nunca. Los enanos dejaron de correr y comenzaron a intercambiar miradas preocupadas entre ellos y cada tanto al cielo, donde la nube negra crecía cada vez más. Legolas, que aún continuaba contando a todos sus amigos, en un momento perdió a uno de ellos. Uno, dos... ¿Dónde está el tercero? Desesperado, se escabulló entre la gente y llegó a Eujean, que estaba en cuclillas y temblaba de miedo. Él sabía cuánto odiaba su amigo a los orcos.
—Hey, respira. Calma. —intentaba tranquilizarlo. El sudor caía por la frente del castaño, que no quitó la vista del cielo hasta que Legolas tomó su rostro. —Deja de mirar, Jean. Armemos la formación, todo va a salir bien.
Dain se les unió y toda disputa fue olvidada, pues los trasgos eran enemigos de todos. Legolas pudo suponer que por lo que había dicho Gandalf, Bolgo venía a buscar venganza, ya que Dain había matado a su padre. Sea como sea, era algo que no le interesaba. No quería pelear, pero si con esta guerra se acababan las discusiones, entonces iba a intentar acabar lo más pronto posible.
—¡A la montaña! ¡A la montaña! ¡Formen posiciones! —gritó Bardo, y todos obedecieron al instante. La luz comenzó a desaparecer detrás del manto negro de murciélagos que ahora volaban sobre la montaña. Su gente corrió y se alistó en el sur, en la parte más baja de la falda de la montaña entre las rocas, mientras que hombres y enanos se situaban al este. Unos pocos jinetes montados en lobos se acercaron primero, y todos cayeron, dejando sólo un par de bajas entre los elfos; Legolas y Silbian se posicionaron al frente, pues eran los más habilidosos a la hora de la batalla cuerpo a cuerpo, mientras que Mellagan encontró un buen lugar alejado para el resto de los arqueros y Eujean conseguía una posición más alejada. Pronto, el ejército inmenso de trasgos cayó sobre ellos y se extendió por el valle más allá de los brazos de la montaña. Los estandartes rojos y negros eran innumerables, y el ejército sin duda superaba a la gente del campamento, y llegaban como una marea furiosa.
Los arqueros elfos fueron los primeros en atacar, siguiendo la señal de Legolas. Una lluvia de flechas llenó el cielo y cayó sobre la marea de trasgos, seguida de lanceros que clavaban en estas bestias sus armas con una furia nunca antes vista. Los hombres jamás habían imaginado a seres tan celestiales luchar con tanta furia. Las rocas se llenaron de sangre negra de trasgo tan pronto como los elfos dieron los primeros pasos al frente. Los enanos atacaron rápidamente por el costado, empuñando sus hachas a los gritos de "¡Por Dain!" "¡Por Moria!", y los hombres los siguieron con sus espadas largas y brillantes.
—¡Legolas! —el elfo dejó de disparar a dos flechas por el grito de su amiga, que rápidamente lanzó una de sus espadas por el aire. El príncipe saltó sobre una cabeza negra y la empuñó con suma habilidad. —¡Los arqueros van atrás, princesa!
Ahora con una espada en su mano, el príncipe se adelantó más y comenzó a matar trasgos llevando la cuenta, pues eso de alguna manera le ayudaba con la concentración. La marea negra de pronto comenzó a replegarse, asustada por el inminente ataque. Los lobos se volvían contra ellos y destrozaban cadáveres en el suelo, y muchos trasgos huían al río para escapar de la trampa. La victoria estaba cerca, hasta que un griterío resonó desde las alturas. Un grupo numeroso de trasgos había trepado la montaña por otra parte, y ahora bajaba en embestida contra los defensores, que eran pocos. Ya no había ni una gota de esperanza ni para los elfos, pues recién habían podido contener una ola de todo un mar de furia.
En cuanto avanzaba el día, los trasgos se agrupaban en el valle. Bardo defendía el extremo este, pero retrocedía, pues los hombres iban cayendo uno a uno. Los elfos rodeaban a la guardia real, y a pesar de que el Rey estaba rotundamente en contra de que su hijo no estuviese junto a él, no podía hallarlo. Legolas había salido de la vista de todos, y poco a poco perdían la concentración.
—¿¡DÓNDE ESTÁ!?
—Thranduil, estuve contigo todo el tiempo, ¡No sé dónde está! —lloraba Eujean mientras cortaba cabezas con sus dagas.
—¡No está al frente! —oyeron a Silbian desde las primeras líneas, que se replegaban con rapidez hacia atrás.
—Mellagan no lo ha visto. —dijo uno de los guardias reales, que había subido hasta un balcón de roca donde estaban agrupados los arqueros.
Nadie sabía dónde se encontraba el príncipe, y eso llenaba aún más de furia al pueblo elfo, que peleaba con todas sus fuerzas y se abalanzaba sobre los trasgos como asesinos dementes sobre presas. ¿Dónde estaba el príncipe? Muy fácil. Y el único que pudo deducirlo fue Eujean, quizás porque era su hermano, quizás porque tenía información que el resto no tenía.
—¡Thorin! —chilló, para sorpresa de varios de los elfos a su alrededor, incluyendo al Rey. Nadie había entendido su reclamo, pero estaba en lo cierto. Legolas había atravesado toda la parte alta de la montaña, dejando una fila de cadáveres negros y putrefactos, y se encontraba dentro de la montaña convenciendo a los enanos de pelear. No había sido un gran esfuerzo hablar con Thorin, pues cuando estuvo a punto de negarse, todos los enanos se pusieron en su contra, y en un abrir y cerrar de ojos, los catorce estaban en el valle. La puerta de piedra se había desplomado en el suelo, y el Rey Enano, seguido del elfo y sus compañeros, salieron hechos una furia, con el fuego brillando en sus ojos. Sus capas habían desaparecido, y cargaban pesadas armaduras resistentes y brillantes.
Los trasgos arrojaban una lluvia de rocas desde lo alto, pero no eran suficiente para detener a los trece perros enfurecidos que habían sido despertados dentro de los enanos.
—¡A mí, hombres y elfos! ¡A mí, hermanos enanos! —gritaba el Rey Thorin mientras manejaba el hacha con la facilidad de un dios. El mismo Aulë batallaba en su corazón, prendido en llamas de ira contra las aberraciones de Morgoth. Su voz resonaba como una trompeta de furia en el valle. Muchos enanos de Dain se desplomaron al valle en su ayuda, y así también lo hicieron los hombres de Bardo y muchos lanceros elfos, y la victoria podía ser posible una vez más.
Los wargos y trasgos comezaron a dispersarse, pero Thorin cometió una locura y se abalanzó sobre la guardia personal de Bolgo. Sin ninguna duda, fueron detrás de él sus más fieles compañeros enanos, el príncipe elfo y muchos espadachines de la ciudad, pero no fueron capaces de atravesar las primeras filas. En cuanto el Rey divisó a su hijo arriesgando su vida de esa manera, sintió el pánico crecer dentro de su pecho. La palidez de su rostro se volvió más blanca y muerta, y sus ojos se secaron como si la vida hubiese sido arrebatada de ellos.
Querido Legolas,
Tengo un mal presentimiento de todo esto. Tuve un sueño extraño. Yo estaba corriendo con mis prendas de viajero, buscando un lugar donde pasar la noche y por alguna razón lloraba, y sé que lloraba por ti, aunque no pueda decir con exactitud por qué. Siento que nunca vas a leer estas cartas.
Pero sólo es eso, un presentimiento. Nada real después de todo. Ahora me voy a dormir, así puedo soñar otra cosa.
Vuelve pronto, Aragorn.
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