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18. Carta número tres.


Voy a soñar contigo.

—Y así fue como expulsamos al Nicromante del Bosque Verde. —concluyó el anciano mago con una sonrisa, ansioso de contarles más historias a sus mejores espectadores de todos los tiempos: cuatro curiosos elfos que lo miraban asombrados, sentados de piernas cruzadas y las orejas paradas.

—¡Increíble! —sonrió Silbian levantando los brazos. Tenía un singular brillo en la iris azul oscuro de sus ojos. —Desearía haber estado ahí. ¿Te imaginas, Legolas? —el mencionado negó con la cabeza rápidamente.

—Oh, no. Ninguno desearía estar en una verdadera guerra. Créanme cuando les digo que no es como las arañas de sus bosques, si no mucho peor. —Eujean, que hasta el momento estaba callado, apretó los bordes del sombrero azul en punta que cubría su cabeza, que era en realidad, propiedad del mismo Gandalf. —No lo estropees. —fulminó al castaño, que pronto soltó el gorro. —Bien, creo que ya es todo.

—¿No nos vas a contar más? —preguntó Mellagan entristecido.

—Si no me equivoco, ustedes deberían estar entrenando. Y mi pipa pide a gritos por un momento de paz y anillos de humo. —el anciano tenía razón, los cuatro elfos estaban ausentándose en sus verdaderos labores. Silbian, por sorpresa, tiró del sombrero del mago y hundió la cabeza de Eujean dentro. El castaño se sacudió como un gusano hasta que Gandalf tiró de la punta del sombrero y se lo quitó, dejando en evidencia ante las risas de todos el ahora despeinado cabello del elfo.

—No es gracioso. —musitó rodando los ojos mientras que el mismo mago reía.

—Ya deseo ir a casa. —se quejó Silbian envainando su espada. —Esto de los enanos lleva días sin resolverse, y estar en este campamento me agobia. Antes quería luchar, pero ahora me estoy aburriendo como nunca.

—Yo no deseo volver. —confesó Mellagan ante la sorpresa de todos, tomando su arco y alistando su carcaj —No creo que pueda llevar a Agnes conmigo.

—¿Por qué estamos esperando? ¡Somos más! ¡Una simple emboscada y se acabó! —la elfa lo ignoró completamente.

—No, Silbian. ¿De qué serviría la violencia si puede llegarse a un trato pacífico? —Gandalf parecía complacido ante la respuesta del príncipe, y le dedicó una iluminada sonrisa.

—Los enanos son obstinados, no van a ceder ni aunque tengan que morir sobre sus preciadas montañas de oro. —mencionó Eujean a la distancia, aún acomodando su peinado.

—No todos son enanos. —dijo Legolas desinteresado. —Hay un hobbit entre ellos que los mantiene a raya.

—¿Un hobbit? Ni siquiera sé lo que eso es. —Silbian parecía querer formar una guerra allí mismo.

—Son esas personas pequeñitas que viven en el Oeste. —aportó Mellagan.

—Escúchenme a mí, no debe haber pelea. No será necesario. —dijo Gandalf calmado. —Príncipe Legolas, ¿podrías acompañarme un segundo? —los cuatro elfos se miraron entre confusos y sorprendidos. Eujean pareció intentar replicar, pero ante la mirada del mago cerró la boca y se volvió rígido como una piedra.

—Sólo Legolas. —citó Mellagan sin levantar la mirada, y pronto los tres huyeron de la contienda con paso híper-lento. Legolas miró al mago, que yacía sentado en una banca encendiendo su pipa.

—¿Cómo han estado las cosas por el bosque?

—Muy bien. Los ataques son muy escasos, y últimamente las guardias son bastante innecesarias y menos frecuentes.

—Me alegra oír eso. —sonrió el anciano. —El Rey se ha equivocado al encerrar a los enanos, pero después de todo, tienen razón en algo. Son muy obstinados. —el mago sonrió. —Hubiera bastado con decirle a tu padre cuáles eran sus intenciones y no tendrían que haber escapado. —el mago caló de su pipa mientras el elfo repasaba sus palabras. —Aún me sorprende que hayan conseguido escapar. ¿A ti no?

—Sí. —mintió. —Pero como te comenté, las guardias son menos frecuentes. Quizás una distracción...

—Pequeño Legolas. —el Istari lanzó un anillo de humo que continuó flotando por toda la habitación y pronto dibujó una sonrisa que arrugó su rostro aún más. —Te conozco desde que naciste, cuando eras un pequeñín problemático. He estado en cada una de las etapas de tu vida, y mira en lo que te has convertido. Un elfo joven, excelente guerrero, apuesto y muy inteligente. Sólo te falta una cosa. —nervioso, Legolas no pudo decir nada hasta que el mago continuó. —Aprender a mentir.

—Eh, Gandalf, yo no sé...

—Descuida, que si no te conociera me hubiera tragado todo lo que has dicho de las guardias. —el mago, más que molesto, sonaba tranquilo y divertido. —Tú sabes cómo escaparon. ¿Me equivoco? —luego de unos segundos de mirarse fijamente a los ojos, el elfo bajó la mirada y asintió. Lucía apenado.

—Lo siento tanto, quizás todo esto es mi culpa. Si los enanos se hubieran quedado en el Bosque, ahora no estaríamos aquí. Arrastré a todos por mi imprudencia. —el mago pronto se sorprendió.

—¿Qué cosas dices, Legolas? Claro que no es tu culpa. Yo iba a agradecerte. ¿Cómo sabías que había un hobbit con ellos? Aún tengo ansias de saber la historia completa.

—Bilbo y yo nos conocimos en el palacio. Lo encontré por fortuna, pues no sé qué habría sucedido si otro elfo se topaba con él. Me contó los motivos por los que debían atravesar el bosque y los ayudé. —por alguna razón que Legolas intentaba averiguar, no mencionó nada sobre el anillo. Gandalf, a pesar de saberlo, agradeció plenamente la discreción. Era un elfo de su entera confianza, después de todo; sin embargo, era necesario ponerlo a prueba.

—¿Cómo es que sólo tú lo encontraste? ¿Estaba escondido?

—Sí. —se limitó a decir el elfo, sintiéndose nervioso.

—Qué extraño, no es lo que uno espera habitualmente. ¿Verdad? Un hobbit escabullido en el palacio de un Rey Elfo, y que no es visto durante tanto tiempo.

—Sí, también a mí me sorprende. —los ojos de Legolas estaban perdidos en algún lugar de la tienda, evitando toparse con el humo de la pipa del anciano. Le recordaba a Aragorn. Para su sorpresa, Gandalf sonrió. —No le digas a mi padre. Ni a nadie, por favor. —masculló nervioso, jugando con sus pies con la mirada perdida.

—Ni una palabra. Te aprecio mucho, príncipe Legolas. —el elfo levantó la mirada, y sintió de pronto una satisfacción en todo su cuerpo. Gandalf sabía de su travesura, y estaba más que complacido.

—Sólo Legolas.

—Bien, Legolas, deberías ir a entrenar con tus amigos. —sentenció el mago en un tono amigable. Legolas sonrió y se despidió antes de huir de la tienda. Conocía al mago desde siempre, y eso era lo que más le asustaba de él. Cualquier persona con esa cualidad era capaz de ver a través de él, y eso le molestaba a sobremanera. Sólo Eujean, Grindell y su padre. Y el mago, claro. Y sus amigos, aunque a ellos los conoció cuando cumplió cincuenta años. Nadie más en el mundo era capaz de adivinar su mirada como lo hacían ellos. Sin embargo, se sintió satisfecho por no haber mencionado nada. Creyó que hablar de ese anillo no era lo mejor, no porque no confiara en Gandalf, si no porque sentía que era algo que él no debía saber. Su destino jamás estaría cruzado por ese anillo, después de todo.

Cuando llegó al campo abierto donde sus amigos se encontraban entrenando con sus armas, Eujean corrió a él. Sujetaba sus dagas gemelas en la mano, y en respuesta al sorpresivo ataque, Legolas empuñó su cuchillo élfico y detuvo ambas dagas de una estocada.

—Bien, estás atento. —sonrió Eujean cerca de su rostro. Sus pequeñas espadas aún hacían presión entre sí, y Legolas pudo sentir el aliento caliente de su amigo en su rostro.

—O tú eres demasiado tosco. —los filos de sus hojas de plata se separaron con un roce que hizo un ruido filoso. Eujean apoyó una mano en su pecho, fingiendo estar ofendido, y Legolas esbozó una sonrisa. —Era broma.

—Hey, ¿Por qué Mithrandir quería hablar contigo? —Mel y Sil llegaron agarrados de las manos, dando pequeños saltos.

—Oh, me preguntó sobre los enanos. Sobre si sabía cómo habían escapado. —Silbian soltó una carcajada, y Mellagan miró al suelo intentando contener una pequeñísima sonrisa.

—Claro, ¿Y le contaste? —al principio todo sonaba como un juego, hasta que el elfo de hebras rubias y mirada tranquila asintió con la cabeza. Silbian dejó de sonreír. —¿Cómo? ¿Le contaste de tu traición? —Mellagan le dio un golpe nada disimulado en el brazo con el codo, y la peli-roja notó rápidamente la mirada entristecida de su amigo. —Oh, lo siento. No era... No fue mi intención. No ha sido una traición, Legolas.

Eujean se acercó a su amigo y colocó una mano en su hombro. —Más que una traición, ha sido una elección acertada. ¿Verdad? Si no fuera por ti, los enanos nunca hubieran logrado recuperar su hogar.

—Y no estaríamos aquí ahora, en este lugar aburrido y frío, sin absolutamente nada por hacer y lejos de los bosques. Soy consiente de eso, Jean. —el príncipe sonrió ante el inteneto fallido de su hermano de ayudarlo, y éste rápidamente se sintió aliviado al ver la expresión alegre de Legolas otra vez.

—Lo que él quiere decir es que tú los ayudaste. Eso es muy noble. Además, tienes tanto poder de decisión como tu padre en esos asuntos. —dijo Mellagan guiñándole un ojo. Sí, él era mejor con las palabras. Legolas sonrió con más confianza.

—Bueno, está anocheciendo. —dijo. —Hoy nos toca montar guardia.

—En realidad, nos toca a nosotros tres. —repuso Eujean a Legolas.

—Sí, pero no me quedaré sólo mientras tanto. Puedo reemplazarte, Mel. —el mencionado levantó la vista ilusionado. —Sé que esta noche Agnes tiene descanso, y no han podido pasar tiempo juntos estos días.

—¿Sí? ¡Eres grandioso! ¡Gracias! Sí, no he podido pasar tiempo con ella, y temo que el tiempo de partir llegue demasiado pronto. —se lamentó. —Espero que podamos seguir en contacto.

—¿Y qué esperas? ¡Deja de sufrir y ve a buscarla! —dijo Silbian divertida, y Mellagan huyó de un trote en dirección a las tiendas. —Es tierno. Espero que al regresar, no volvamos a encontrarnos con el Mellagan aburrido. Este me agrada. —Eujean no aguantó la risa.

—Yo extraño al otro Mellagan. Ya tenemos demasiados elfos con cabeza de elfing en el grupo.

—Te referirás a ti, Eujean. —Legolas arqueó una ceja.

—¡Claro que no! ¡Me refiero a ti! Tú eres el bebé del grupo, tanto en edad como en altura. —discutió el castaño burlándose. Legolas se cruzó de brazos, intentando lucir más alto.

—Pues tú eres el más inmaduro. Y mi cabello es más bonito.

—Sí, pero mis orejas son más grandes. —Eujean rió triunfante. Silbian rodó los ojos y caminó entre ellos, tirando de la punta de sus orejas.

—¡Ah...! ¿Qué haces?

—¡Ay, suelta, suelta!

Elfings... No puedo creer que Mellagan quiera tener un hijo, ¡Y dejarme con la custodia de ustedes dos a mí sola! Elfos tontos. —continuaron hasta las orillas del río poco profundo frente a la montaña, aún jalados de las orejas. El vado estaba totalmente a oscuras, pero Eujean había encendido tres de las linternas que descansaban cerca de la orilla, y ya estaban dispuestos a cumplir sus guardias. —...Y como discutan una sola vez en toda la noche, los dejo aquí solos y me marcho. —Silbian terminó con el sermón para cuando las estrellas ya se veían plenamente en el cielo.

—Sí, Silbian. —dijeron ambos al mismo tiempo. La elfa sonrió radiante ante su inminente victoria.

—¿Cuál es la contienda del rey? —preguntó Eujean cambiando de tema. Apenas veían sus rostros, sólo distinguían el brillo de las linternas en sus ojos.

—Esa de allá. —Legolas señaló hacia una de las más grandes e iluminadas a lo lejos.

—Pronto necesitaremos otras linternas. —suspiró el castaño. —Tengo hambre. —ahora todo parecían quejas. —Sigamos vigilando, quiero que llegue la media noche y cambiar de turnos. —Legolas se encogió de hombros.

—No creo que haya nada más interesante que hacer. —dijo el rubio con algo de tristeza en el pobre brillo cálido en sus ojos azules. Silbian lo miró apenada.

—Siento mucho que estemos aquí. Estaban en un buen momento con el motaraz. Tú lo extrañas mucho, ¿Verdad? —Eujean tragó saliva, y Legolas no tardó en notarlo. Para Silbian tampoco pasó desapercibido.

—Sí, pero confío en que cada día falta menos. —asintió mirando hacia la montaña.

—¿Saben? No comprendo por qué aún debemos hacer guardias. No es como si los enanos fueran a salirse de su preciada montaña para emboscarnos. Son apenas catorce. —pero apenas dijo esto, Legolas oyó un chapoteo en el agua. Pronto se giró, y con el sigilo de un gato y las orejas totalmente atentas, dio un paso adelante.

—Oí algo en el agua.

—También yo. —dijo Silbian llegando a un lado del príncipe. Eujean desenvainó sus dagas y camino detrás de ellos. Pronto se oyó otro chapoteo, y el castaño se sobresaltó estático en su lugar.

—¡Eso no fue un pez! —exclamó intentando ocultar su temor tras una voz grave. Silbian tomó el mango de su espada y Legolas entrelazó sus finos dedos entre las plumas de una flecha. Agudizaron la vista en el agua totalmente negra y se mantuvieron muy en silencio mientras se acercaban.

—Hay un espía por aquí. —susurró Legolas. —Apaguen las luces, lo ayudarán más a él que a nosotros.

—Seguro se trata de ese mediano. —sentenció Silbian con la voz grave. De pronto Legolas sintió un gran alivio. Bilbo era el único en toda la compañía que había sido lo suficientemente listo como para rescatarlos a todos. Si era él, seguramente se acercaba con buenas intenciones. —Dicen que es el criado de los enanos, o algo así. —de pronto, entre el silencio, los elfos oyeron un estornudo, y los tres se agruparon sobre el sonido con una velocidad que nadie podría haber advertido.

—¡Está bien, está bien! ¡Estoy aquí! ¡Enciendan sus luces! —pronto, el hobbit se asomó por detrás de una roca, y nadie pudo definir la tranquilidad que se reflejó en el rostro de ambos conocidos.

—Entonces eres el hobbit de los enanos. —dijo Eujean más calmado. —¿Qué quieres? ¿Cómo has llegado tan lejos con nuestros centinelas? —el castaño perdió su mirada más allá del lago, donde se encontraban otros elfos que cuidaban las zonas más fronterizas. Legolas automáticamente pensó en el anillo, y sonrió para sí mismo.

—Soy el señor Bilbo Bolsón, compañero de Thorin (no criado). Conozco a su Rey de vista, pero no creo que él llegue a reconocerme. Quien sí me reconocerá es a Bardo, y es con él con quien quiero hablar. —el hobbit parecía mirar detenidamente a sus tres atacantes, hasta que se detuvo en el príncipe. —Hola Legolas. —el mencionado sonrió complacido, pues por primera vez alguien que no era amigo suyo lo nombraba sin aludir a su cargo real.

—Hola Bilbo.

—Como sea. ¿Qué te trae por aquí, Bilbo? —preguntó Silbian violentamente, cansada de la docilidad de su príncipe y amigo.

—Lo que sea que me trae no es su asunto, mis queridos elfos. Pero si desean regresar pronto a sus bosques, entonces llévenme a un lugar con un buen fuego donde pueda secarme y calentarme. Tengo sólo unas horas. —un destello de alegría invadió el semblante de Legolas, que rápidamente tomó el brazo de Bilbo y lo guió hasta la tienda real, a pesar de las miradas negativas de sus amigos.

—Yo sabía que nos volveríamos a ver, señor Bilbo. —murmuró Legolas mientras caminaban hacia el rey.

—Nuevamente tuve suerte de dar contigo. —dijo con la voz entrecortada, aún tiritando de frío. Legolas sonrió emocionado. Vio de pronto ese rayo de esperanza en toda la situación. Recordó aquella luz delgada que pasaba por la puerta en el cuarto oscuro, cuando esa línea era toda su esperanza. Deseaba volver al bosque, ansiaba regresar a los brazos de Aragorn, encontrarlo justo donde se había quedado aquella noche. Las cosas habían cambiado demasiado, era algo que no cabía en la cabeza alegre del elfo.

Llegaron a la carpa y entraron rápidamente, tomando por sorpresa a los dos seres dentro. Legolas intentó contener la sonrisa cuando vió a su padre riendo abiertamente con una copa de vino en la mano, sentado con el cuerpo relajado sobre el respaldo de una silla; Bardo, el asesino de dragones, reposaba a su lado, con una copa vacía y la misma expresión divertida. Ambos voltearon vacilantes ante la imagen del príncipe sujetando de la mano a un hobbit vestido con armaduras élficas. Pronto, Legolas caminó por la carpa hasta que dio con una manta gruesa y abrigada, y la puso sobre los hombros del mediano.

—Legolas, ¿Qué...?

—Él es Bilbo Bolsón, y viene de la montaña para hablar con ustedes. —debido a la sonrisa de su hijo, el Rey Thranduil volvió a relajarse. Bardo continuaba tenso.

Era casi cómico que una hora después de eso, los cuatro se encontraban casi en la misma posición. Los dos líderes continuaban analizando a Bilbo, pues era una imagen que no se veía todos los días. Legolas estaba sentado junto al hobbit, que descansaba arropado y bien entrado en calor.

—Verán... —el hobbit pronto rompió el silencio. Casi sonríe al ver a sus tres acompañantes sobresaltados por la repentina intervención. —Las cosas se están volviendo difíciles por allá. Por mi parte, estoy muy cansado, y desearía volver a mi casa por allá en el Oeste, donde la gente es cuanto más amable. Sin embargo, tengo cierto interés en todo este asunto. Una catorceava parte, para ser exacto. ¡Debo tener esa carta por aquí! —luego de rebuscar en los bolsillos de su abrigo, desdobló un papel arrugado y sucio, y se aclaró la garganta antes de comenzar a leer: —Una parte de todos los beneficios. —remarcó las últimas palabras. Los tres se miraron con curiosidad. —Quiero que sepan que estoy totalmente dispuesto a lo que ustedes proponen, pues me parece más que justo, y de ser por mí ya lo tendrían en sus manos. —el hobbit hizo un pequeño silencio para tomar aire y pensar sus palabras. Legolas miró a su padre con una sonrisa ladeada, no pudiendo ocultar su evidente emoción. —Pero ustedes no conocen a Thorin Escudo de Roble tan bien como yo lo hago. Él es capaz de sentarse sobre su pila de oro hasta morir de hambre.

—¡Que muera entonces! Alguien tan tonto como él merece morir. —escupió Bardo, que no veía tan clara la esperanza como sus compañeros elfos. Clara diferencia entre ambas razas, por su puesto.

—Y quizás tengas algo de razón. —repuso el hobbit. —Y entiendo completamente su punto de vista. A la vez entiendo que el invierno nos pisa los talones, y pronto habrá nieve y esas cosas. El abastecimiento será difícil, aún para los elfos. Además, quizás ustedes no consideran algunas otras cosas: ¿Han oído hablar de Dain y de los enanos de las Colinas de Hierro?

—Sí, hace mucho tiempo. Pero, ¿en qué nos atañe? —preguntó el Rey con suavidad.

—En mucho, y veo que no están enterados. Pues Dain está a dos días de marcha hasta aquí, y trae consigo al menos unos quinientos enanos. Cuando lleguen, puede que haya dificultades serias. —Bilbo frotó sus manos, satisfecho ante la perplejidad que generó en los tres. ¿Quinientos enanos? ¿Entonces sí se están preparando para una guerra? La puerta del cuarto oscuro se cerró por completo, o así lo imaginó Legolas. Se encontraba algo dolido por aquella imagen oscura que invadió pronto su mente. Malditos recuerdos otra vez. Pronto frotó sus rodillas con incomodidad, y miró a su padre esperando alguna reacción que los salve.

—¿Por qué nos cuentas esto? —habló pronto el hombre. —¿Traicionas a tus amigos, o nos amenazas? —Legolas quiso palmear su frente, pero se contuvo, pues era un gesto bastante descortés y su padre se lo reprendería luego.

—¡Vaya, Bardo! —chilló el hobbit. —¡Nunca me había encontrado con gente tan desconfiada antes! No los estoy amenazando, sólo trato de evitar problemas. ¡Les voy a hacer una oferta!

—Oigámosla. —ordenó su padre inclinándose en la silla y bebiendo un sorbo de su copa.

—¡Pueden verla en lugar de oírla, aquí está! —Bilbo sacó de su bolsillo una piedra que iluminó los rostros de todos. El Rey tuvo que contener el vino dentro de su boca para no escupirlo, pero se puso de pie apenas clavó los ojos en aquella roca. Bardo se acercó a la centelleante piedra, que parecía haber capturado toda la luz de la luna y las estrellas en su interior. Legolas la admiró con la boca abierta, pues nunca había visto nada igual. Era realmente una piedra bellísima, que reflejaba en los ojos de todos un brillo estelar inigualable. —Esta es la Piedra del Arca. —dijo Bilbo de pronto. —El corazón de la montaña, y también el de Thorin. Según él, esta piedra tiene más valor que un río de oro. Yo se las doy, y quizás les ayude con sus negociaciones. —el hobbit se la tendió en la mano a Legolas, que con muchas dudas, la tomó. Era una piedra realmente preciosa, pero por alguna razón no se sentía propia en sus manos. Debía ser el único elfo en la historia que no codiciaba las cosas brillantes.

—¿Por qué nos la das? ¿Es tuya acaso?—Bardo logró preguntar con un gran esfuerzo, sin quitar la vista de la piedra. Thranduil, por otro lado, ahora veía fijamente los ojos de su hijo, iluminados por las millones de estrellas brillantes que reflejaban. Legolas lo miraba con una expresión confundida, y nadie intercambió una palabra por unos segundos.

—Eh, bueno... —el hobbit se removió en su lugar con incomodidad. —No exactamente, pero lo consideraré como parte de lo que me
corresponde. Ahora volveré con los enanos, y ellos pueden hacer conmigo lo que deseen. Espero que la piedra les sirva para tomar buenas decisiones.

El Rey Thranduil miró a Legolas con asombro y se volvió al hobbit rápidamente. —¡Bilbo Bolsón! —dijo. —Eres más digno de llevar esa armadura que muchos elfos que parecían vestirla con gran nobleza, y que me han engañado hasta a mí, bajo los dominios de mi propio reino. —Legolas pronto bajó la mirada, apenado por lo que su padre decía. Él sabía muy bien de quién estaba hablando. —Me pregunto, sin embargo, si Thorin Escudo de Roble lo verá de esa manera. En general, conozco más a los enanos que tú.

—Quédate con nosotros. —interrumpió Legolas de pronto. —Serás recibido por todos. —el Rey asintió y Bardo parecía estar de acuerdo.

—Muchas gracias. Realmente me encantaría, no sabes cuánto; pero no puedo abandonar a mis amigos luego de todo lo que pasamos juntos. ¡Y además prometí despertar a Bombur a media noche! ¡Tengo que marcharme rápido!

El Rey Thranduil y Bardo lo saludaron respetuosamente y Legolas lo acompañó a través del campamento. Cuando abandonaron la última tienda, Mithrandir se les acercó envuelto en una capa oscura. Bilbo parecía tan sorprendido como complacido.

—¡Bilbo! Siempre hay más en ti de lo que uno espera. —dijo el anciano dándole una palmada en la espalda.

—¡Gandalf! ¡Tengo tantas cosas qué preguntarte! —chilló alegre.

—Todo a su tiempo, mi querido hobbit. Las cosas están llegando a buen puerto, a menos que me equivoque. Aún quedan momentos difíciles por afrontar, ¡Pero no se desanimen! Pronto habrá noticias que ni los cuervos han oído. ¡Buenas noches, amigos!

Mientras apuraban el paso, Silbian y Eujean se les unieron, dejando atrás a Gandalf el Gris. Llegaron hasta un vado seguro y lo dejaron seco, sano y salvo en la orilla opuesta; se despidieron animosamente antes de emprender la vuelta.

—¿Y? ¿Qué ha sucedido? ¡Cuéntanos! —dijo Eujean impaciente. Legolas no pudo ocultar la sonrisa, y esperó hasta llegar al campamento para mostrarles a sus amigos la Piedra que les traería paz. Cuando la luz galáctica de las estrellas iluminaron sus rostros, sus dos compañeros no pudieron emitir un sólo sonido.

—Esta es la Piedra del Arca, y es lo que más desea Thorin. Quizás nos abra camino para comenzar a negociar, y con esto evitaríamos la guerra y volveríamos rápidamente a los bosques.

La guardia continuó con tres elfos emocionados a la vez que encantados por la belleza de la Piedra combinada con el sabor fresco de la esperanza. Todos extrañaban los bosques a sobremanera.

Esa noche, luego de su turno de guardia, pudieron descansar. Legolas soñó con Aragorn.

Por su lado, el montaraz se removía entre las sábanas de su cama. Cuando se hiciera de día, debería pedirle a Grindell una manta extra, pues el frío se colaba por la ventana del cuarto de huéspedes.

Giraba la pequeña caja en su mano, indeciso sobre qué escribir esa noche. No había sido un día del todo interesante, después de todo. Había tenido el tiempo suficiente para reflexionar sobre todo lo sucedido hasta entonces.


Carta número tres.

Querido Legolas,

     hoy ha sido un día aburrido. Debo confesar que he trepado al almendro, y pude revivir en mi mente recuerdos preciosos que tuvimos contra la dura corteza, bajo las hojas suaves y rosadas. Lamentablemente, el invierno está haciendo que los pétalos terminen de caer; pero no puedo esperar a la primavera para verlo florecer nuevamente. Hay cosas que debemos repetir, de eso estoy completamente seguro.

     Grindell no ha estado disponible hoy, pero he podido avanzar con el dibujo que voy a obsequiarte. Nunca te he contado, pero el dibujo que hacía en Rivendel se perdió bajo la lluvia el primer día de nuestra partida. Lo lamento mucho, era un regalo para ti por tu cumpleaños.

     ¡Qué tonto he sido! ¡No te he deseado feliz cumpleaños! Créeme, sé perfectamente que el veintiuno de enero cumple años el amor de mi vida, y no te lo he dicho porque mi orgullo mortal me ha jugado en contra. Si mal no recuerdo, no nos hablábamos; pues me había comportado como un patán. Tú me habías dicho que nuestro beso había sido un error, y eso alteró mis pensamientos a sobremanera; pues, estaba ligeramente enamorado de ti, y recuerdo perfectamente que cuando nos besamos por primera vez, sentía dragones furiosos pelear dentro de mi estómago. Sí, porque decir que eran sólo mariposas sería una cruel mentira.

     Creo que es hermoso recapitular todos nuestros momentos, y aunque no han sido muchos, son perfectos. Y créeme, serán muchos más.
Recuerdo que esos dragones volvieron el día que me subiste a tu espalda y trepamos un árbol muy alto. No sé por qué me sorprendió tu fuerza, después de todo eres un elfo. Pero el momento en que me levantaste, estaba realmente nervioso. Vaya, tienes tantas cualidades. Eres perfecto, no tengo dudas.

     Siento que el día de tu regreso está muy cerca. Me pregunto qué habrá sucedido allá en el Este, pero sé que pronto estarás volviendo. No por casualidad mi nombre significa Esperanza.

     Voy a soñar contigo, Legolas. Nos veremos pronto.

Te quiero, Aragorn

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