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15. Huestes al lago.



—Deberías intentar dormir. —la voz de Eujean se escuchó como un susurro en la oscuridad. No se veía nada más que el manto negro lleno de estrellas sobre sus cabezas. Todos los elfos descansaban a su alrededor, metidos en sus campamentos.

—No puedo. —susurró Legolas, que se hallaba sentado en el pasto mirando la infinidad de puntitos blancos. —¿Crees que estemos mirando las estrellas juntos? —tenía una pequeña sonrisa dibujada en su rostro, ligeramente iluminado por la pálida Ithil. Su cabeza volaba lejos del campamento, situada en muchas cosas bellas.

—Si Aragorn es una persona sensata, debe estar durmiendo. —bufó el castaño. —Y nosotros deberíamos hacer lo mismo.

—Sería dulce que Estel y yo estuviéramos mirando las estrellas al mismo tiempo, aunque nos encontremos lejos. —continuó Legolas sin escuchar a su amigo, deleitándose con el paisaje brillante que Elbereth había dibujado en el cielo para ellos. —¿Sabes? Tenías razón, él es una gran persona. —Una pequeña estrella fugaz se dibujó en sus orbes, como si la queridísima Valar le hubiera agradecido por tal contemplación a su arte. De pronto su sonrisa se borró. —Sí, es amable, dulce, si mi padre lo conociese cambiaría su forma de ver a los humanos enormemente. Aragorn es una gran persona. —repitió en un murmuro. Frunció el ceño repentinamente. Algo perturbaba su mente.

—¿Me intentas convencer a mí, o a ti? —bromeó Eujean, pero la falta de respuesta de su amigo lo hizo dudar de si esa pregunta era realmente un chiste. —¿Mellon? —Legolas sacudió la cabeza rápidamente, y sus ojos que se encontraban desorbitados se clavaron de pronto en el césped oscuro de la noche.

—Ah, sí. Él no es egoísta. —continuó. —No sucederá nada que no deseemos ambos.

Eujean ahora se hallaba preocupado.

—Legolas, despertarás a alguien. —de pronto, el nombrado se levantó, y sin hacer el más mínimo ruido comenzó a acercarse a uno de los árboles. Su amigo lo observaba desconcertado. El rubio apoyó una mano en la corteza oscura de uno de los árboles más altos, y rápidamente comenzó a treparlo. —Por todos los señores oscuros, ¿por qué siempre me toca la parte difícil? —habló entre dientes acercándose al árbol. —Mellagan es mejor para estos asuntos. —En un par de saltos alcanzó a su amigo, que se encontraba sentado con las piernas colgando y los dedos entrelazados en su regazo.

—¿Crees que piense en mí? —dijo de pronto con una voz cálida.

—¿Qué te sucede? Actúas raro, no eres el Legolas que yo conozco. —el castaño lo sacudió ligeramente del hombro, a lo que el príncipe reaccionó con un sobresalto.

—Hicimos el amor. —Eujean palideció.

—T-tú, ¿Ustedes qué? —Legolas intentó no lucir nervioso. —¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Tú querías?

—Antes de venir. No creo que sea necesario contestar el cómo. ¿Si quería? No lo sé. Quizás. —Legolas hablaba rápidamente, como si algo persiguiera sus palabras con azotes.

—¿Quizás? —Eujean comenzaba a molestarse. —¿Cómo que quizás? No estabas seguro... ¿Por qué lo haz hecho si no estabas seguro? Espera, ¿Te obligó? Te puedo jurar que cortaré su cabeza de raíz con esta simple daga. —el castaño intentó sacar un arma de su cinturón, aunque ésta se trabó en los primeros intentos. Luego de ridículos forcejeos el arma cedió, y la mirada del elfo se tornó ruda.

—Temblabas de miedo sólo con su presencia. —reparó el elfo. —De todas maneras no me obligó.

—¿Por qué lo hicieron si tú no estabas seguro? —repitió el elfo preocupado.

—No lo sé, Eujean. Sentí que debía hacerlo. —ambos continuaron mirando al frente en silencio. Veían la montaña bastante cerca, sabían que llegarían a la Ciudad del Lago con un día más de viaje.
Eujean carraspeó acomodándose en su sitio, y sin preguntar, apoyó uno de sus dedos suavemente en el cuello de su amigo.

—La próxima vez dile que no te haga esas cosas. Cualquiera podría notarlas. —dijo señalando despectivamente las marcas antes de cubrirlas con su cabello. Legolas no se inmutó. —¿Lo hiciste sólo porque él quería?

—Supongo. —dijo sin interés.

—¿Crees que necesitas hacer algo que no quieres sólo por él? ¿Lo vale? Yo creo que no. Si lo valiera, te querría tal cual eres y no deberías obligarte a hacer nada. Si no puede esperarte, entonces es una terrible persona. —Legolas comenzaba a molestarse. —¿Y qué planea hacer con Arwen? Te recuerdo que antes de partir de Rivendel, el montaraz estaba comprometido con ella. ¡Deberá elegir, Legolas! ¡No puedes menospreciarte! Tu amor y tu corazón debes entregarlos a quien te corresponda el sentimiento, no a quien te usa como a un juguete. —esas palabras lo hirieron más de lo que esperaba.

—Eujean, no te metas. —dijo cubriendo su cara con sus manos. Aunque sentía que un nudo se apretaba en la boca de su estómago, su voz intentaba sonar tranquila. Contenía las lágrimas.

—¿Que no me meta? Lo que sucedió no difiere en nada a lo que tú ya sabes. Tuvieron sexo y tú no querías, ¡y eso es violación!

—No tiene nada que ver. Yo le dije que sí. Él no tiene la culpa de nada. Además, lo disfrutó; y creo que yo también. Con eso debería ser suficiente para que cierres la boca, porque si mi padre se entera de esto no me lo perdonará jamás, y yo no te lo perdonaré a ti.

—¡Lo que menos debería preocuparte es tu padre! ¿Acaso vas a seguir cubriendo tus ojos ante la realidad? ¡Es un humano! Los humanos son hostiles, violentos, ¡Y egoístas!

—¡Eujean, ya basta! —sollozó. —Por favor, detente.

—¡Como quieras! ¡Ya no me meteré en tus asuntos! No vuelvas a hablar conmigo hasta que no recuperes el sentido de la razón. —Eujean, colérico, saltó del árbol y se alejó al campamento. Legolas se quedó completamente sólo.

¿Había hecho bien? No dudaba en que aquella última experiencia con Aragorn había sido realmente nueva y hermosa; pero quizás no era el momento. Quizás no era su momento. Sintió náuseas de pronto. No estaba enfermo, pero sintió repulsión. En esa situación no había pensado con claridad, pues el miedo de perder a una persona importante lo había cegado por completo; entregar su cuerpo al montaraz sólo por ese temor le pareció un gesto poco noble.

Eso dolía demasiado. Pensar que para Aragorn, quizás no importaba tanto como para él. El mortal había dicho muchas cosas, pero después de todo, era eso. Un mortal, de esos que mienten y violentan, o al menos eso le habían enseñado toda su larga vida. Y como si no tuviera suficientes cosas en qué pensar, ahora su hermano estaba enfadado con él. Al principio, Legolas creyó que la ira de Eujean se apaciguaría, como siempre, y que en la mañana se olvidaría. Pero esta vez resultó distinto, y al día siguiente todos lo habían notado.

Cambiaron el rumbo cuando un grupo de pájaros se detuvo a hablar con el rey. Parecía que los hombres del lago estaban en apuros, pues el dragón Smaug había destrozado su ciudad y los sobrevivientes morían de frío y de hambre. Los elfos no dudaron en enviar río abajo muchísimos suministros, y ellos corrían a paso ligero a lo largo de las orillas.
Se detuvieron a tomar un breve descanso en una pequeña saliente del río donde el agua formaba un pequeño estanque y los elfos podían bañarse y recomponerse.

—¿Qué se traen tú y Jean? —la voz baja y gruesa de Silbian lo sacó de sus pensamientos, tanteando con la espada mientras daba pasos grandes. Mellagan caminaba detrás, con las manos escondidas detrás de su espalda.
Legolas estaba sólo sentado en la orilla del Río del Bosque, aislado.

—Está enfadado conmigo. —se encogió de hombros. Silbian guardó la espada y recogió su cabello rojizo dentro de sus ropajes oscuros. Se inclinó hacia el agua cristalina y lavó su cara. Mellagan, tan rubio como Legolas, pero de ropas más castañas y rostro más largo y severo, se sentó a su lado a estirar las piernas.

—¿Y por qué se enojó esta vez? —la voz del arquero sonaba dulce y afinada, y a la vez muy calmada, pero con un tono elegante y gentil, y su mirada verde musgo se posó en el cabello despeinado de su amiga, que provocó en él un gesto de desaprobación.

—Metió su nariz en cosas que no debía, como siempre. Y yo lo traté mal.

—Eujean es así. Tómalo o déjalo. ¡Ah! Pero es tu hermano, así que sólo tómalo. —se burló la pelirroja sentándose frente a los rubios. Legolas rodó los ojos.

—¿Qué sucedió, Leg?

—Le molesta el hecho de que me acosté con Aragorn. —expresó sin levantar la vista. Sus amigos ya sabían todo acerca de Aragorn, y aunque no era su persona preferida en lo absoluto, apoyaban al príncipe.

—Tú sabes cómo es. Son celos, Leg. Ya se va a calmar. —lo tranquilizó el rubio.

—¿Él se debe calmar? Yo creo que exagera. No puede pasarse la vida controlándote. No es tu padre, es tu hermano. —Silbian respiró profundamente mientras cerraba los ojos y sentía la luz del sol. Su cabello de fuego volaba con el viento. —Sabes que ha estado enamorado de ti por años.

—No deberías hablar así de los demás cuando no están presentes, Sil. —replicó Mellagan con un tono molesto. Silbian bufó, soplando el cabello de su frente.

—No he dicho nada que no sepamos.

—De todas formas, no son celos. Él está molesto porque yo me he acostado con Aragorn sin estar totalmente seguro de que quería hacerlo.

—¿Y lo hiciste porque...?

—Querías complacerlo. —Silbian completó la frase de Mellagan, con un tono de voz más imponente. —Deberías valorarte un poco más.

—Eres el príncipe del reino, y cualquier criatura podría amarte como nunca imaginas. ¿Tú estás seguro de que el montaraz siente lo mismo por ti?

—No lo sé. Él... —Legolas se esforzaba por recordar las palabras exactas. —Él prometió que estaría allí cuando yo volviera. Me dijo que estaba enamorado de mí, que sus sentimientos eran reales. Me dijo que me ama. —a pesar de las cosas hermosas que recordaba, algo lo perturbaba, y ambos elfos se dieron cuenta por su expresión.

—¿Pero...? —Sil hizo pie a que Legolas continúe.

—Arwen. —dedujo Mel. El príncipe asintió. Hablar con ellos era, en realidad, algo muy fácil. Ambos eran comprensivos y no hacía falta explicarles las cosas cientos de veces.

—Dijo que terminaría todo con ella, pero las palabras de Eujean en la noche acabaron preocupándome. Creo que debería pensar menos. —el príncipe sacudió la cabeza intentando acomodar sus ideas.

—Estoy seguro de que Eujean sólo intenta protegerte. —Mellagan continuó teniendo la palabra justa.

—Debieron escucharlo la noche anterior. —suspiró Legolas, dejando caer su rostro en sus finas manos. —Sus palabras fueron hirientes. Dijo que Aragorn me usaba, que yo era su juguete. —ambos fruncieron el ceño en modo de desaprobación.

—Eso es exagerado. Aunque permítanme comentarles que en mi más humilde opinión, Aragorn debe dejarse de juegos y dar una respuesta. No puedes aceptar la etiqueta de 'amante' mientras que él se casa con esa Noldor. Mereces más. Si va a terminar con esa elfa, que lo haga pronto y basta de tonterías. —sentenció Sil, y ambos estuvieron de acuerdo.

—Hablaré con él cuando volvamos. ¿Ustedes creen que esto de los enanos se demore mucho?

—No conmigo al frente. —alardeó la guerrera. —Voy a rebanar unas cuantas cabezas enanas, aunque tenga que ponerme de cuclillas.

—No habrá batalla. —reprochó Mel. —Llegaremos a un acuerdo pacífico y nos iremos.

—Explica entonces por qué el rey reclutó semejante ejército, cabezota. —Legolas y Sil se echaron a reír ante la expresión aturdida de Mellagan, que pronto se convirtió en una seria, que contenía una sonrisa.

—Tal vez quiere intimidarlos. —Silbian rodó sus ojos de una manera poco disimulada, y rápidamente Mellagan contraatacó.

—Anda, ruédalos de nuevo, quizás encuentres un cerebro ahí atrás.

—Ni modo, eres insoportable. —dijo la elfa de hebras rojizas unos segundos antes de atacar al mayor con el agua del río. Rápidamente cubrió sus ojos, y Legolas se echó hacia un lado en vano, pues el agua lo salpicó de todas maneras.

—Has comenzado una guerra. —advirtió el príncipe acercándose a la orilla del lago para tomar un poco de agua entre sus manos y derramarla rápidamente sobre los despeinados cabellos de Sil.

—¡Mira, Silbian! ¡Luces más peinada! ¿Has encontrado el peine de tu hermana Finwen? —Mellagan no tuvo tiempo de festejar su comentario, pues la rapidísima guerrera lo tomó por sorpresa de las muñecas y lo hundió entero en el río. Salió del agua empapado, con rastros de cabello rubio cubriendo su cara.

—¡Mira, Mellagan! ¡Luces más bonito! ¿Te has hecho algo en la cara? —rió la pelirroja abiertamente.

Legolas no perdió el tiempo, y con un hábil movimiento jaló del antebrazo de la guerrera, arrojándola a los brazos de las aguas junto a su propia víctima. La victoria duró apenas unos segundos de carcajada, pues ambos elfos empapados hasta las orejas lo tomaron por sorpresa y el príncipe olvidó todo rastro de nobleza, sintiendo como perdía su excelente equilibrio y caía rendido al agua fría. Intentó emerger a respirar, pero rápidamente sintió dos manos hundir su pecho hasta el fondo -no muy profundo- de la orilla del río. Sintió el agua salada entrar a sus pulmones y cerró fuertemente los ojos antes de ser jalado hacia la superficie.

—¿Estás loca? —escuchó gritar a Mellagan mientras Legolas lo interrumpía con una tos seca y ahogada.

—Calma, arquero. No iba a matarlo. —el príncipe rió entre dientes.

—Todo está bien, Mel. —lo tranquilizó el príncipe mientras se estabilizaba. En respuesta, él y la guerrera recibieron un fuerte salpicón de agua, y la guerra continuó.

Eujean observaba la situación desde el frente de la guardia, junto al Alce del rey, que masticaba raíces casi en sus agudos oídos. Claro que extrañaba a su amigo como nunca, y ansiaba divertirse en el río con los demás, pero se rehusaba a dirigirle la palabra. Legolas no quería escuchar su consejo, y se sentía frustrado y aturdido frente a los comportamientos extraños de su amigo. ¡¿Cómo diablos un simple mortal podía arruinarlo todo en tan sólo un par de meses?!

Observó al rey sentado en un tronco, con la mirada seria clavada en un pergamino; el mismo que observaba diariamente. Su corona de ramas y hojas, ahora tornadas de un color rojizo por el otoño que se alejaba, parecía haber crecido sobre sus rubios cabellos. Su mirada azul y el brillo de sus hebras no dejaban ninguna duda de que su hijo era igual a él, aunque el rostro de Legolas era más fino y dulce; probablemente por cortesía de su difunta madre. Eujean se decidió a alejarse de su círculo de cólera y acercarse a Thranduil.

—Eujean, ¿Cómo va? —dijo el rey guardando el pergamino. El papel estaba escondido en una cajita diminuta y cuadrada, adornada con hilos dorados y escrituras élficas prolijas, que se cerraba a presión y se guardaba en el bolsillo.

—Los elfos se refrescan en el río y descansan. Legolas está jugando con Mellagan y Silbian en la orilla. Ya se puede observar el lago a pocas millas de distancia; creo que en unos veinte minutos ya estaremos listos para continuar la marcha. —el elfo sonrió entristecido.

—¿Por qué no vas a refrescarte con ellos? —Thranduil lucía calmado, y su voz serena era musical. Sus ojos color cielo profundizaban su indiscutible belleza, estaba claro que el rey del bosque era un elfo precioso, aunque muy intimidante.

—No me apetece, prefiero quedarme aquí. No necesito refrescarme, pues ya es invierno. —el joven se sentó casi junto al rey, y luego de vacilar un poco, continuó. —¿Usted me considera su hijo?

Thranduil se sorprendió un poco con aquella repentina pregunta, pero sin dudar ni un segundo, contestó rápidamente.

—Sí, Jean. Te he criado desde que eres un elfing diminuto. Eres como un hermano para mi hijo, y eso te convierte en mi hijo también. —el rey sonrió ligeramente, aún desconcertado, y Eujean le devolvió una sonrisa radiante, que poco a poco fue desapareciendo.

—Gracias. —dijo de pronto. Thranduil arqueó una ceja. —Pues, luego de lo que sucedió con mi padre, sería comprensible que quieran echarme a volar a mí también. —dijo casi en un murmuro. El rey se movió incómodo y perdió la vista en algún punto lejano del horizonte. Evitaría ese tema como sea.

—No me agradezcas. Tú no habías tenido la culpa de nada. Sería un monstruo si te hubiera desechado.

—No sería nada comparado con lo que él hizo. Créeme, usted estaría muy lejos de ser un monstruo.

—¿A dónde quieres llegar, Eujean? —dijo Thranduil perdiendo la paciencia.

—A ningún lado, realmente. Siento que debería disculparme. Tuve una pelea con Legolas, y quizás fui injusto. —Thranduil escuchó atentamente. —No confío en Aragorn.

—¿Quieres contarme más?

Sí quería. Sintió que de pronto poseía el poder de hundir a la pareja para siempre. Después de todo, luego de un par de días las cosas volverían a la normalidad. El rey no aceptaría que su preciado e inocente príncipe, una vez maltratado por un elfo maldito de los bosques, volviera a correr el mismo riesgo en manos de un mortal.

—No. —se sorprendió a sí mismo. —Simplemente me da mala espina, como cualquier hombre. —Eujean se encogió de hombros, odiando su debilidad por dentro. No iba a hacerle daño a su hermano ni en un millón de años, aunque su alma estuviese plagada de odio inminente hacia Aragorn.

—Ya veo... —el rey volvió la vista hacia su alce, ligeramente desinteresado. —No me ha dado razones de desconfianza, aunque siempre hay que estar alertas. Dejé a Grindell a cargo de él, y estoy seguro de que ante cualquier comportamiento extraño, nos avisará.

Con estas últimas palabras ambos se separaron y la hueste de elfos partió río abajo hacia el Norte, directo a la Ciudad del Lago, que ahora se hallaba en ruinas.

En el palacio las cosas no podían ir más aburridas. Aragorn se pasaba los días enteros practicando con la espada, leyendo y releyendo los libros y descansando con su pipa en los árboles. Sin Legolas controlando sus hábitos de fumar, podía recostarse entre las hojas libremente, siempre y cuando se cuidara de no quemarlas.

Grindell cocinaba asombrosas tartas y galletas, y Aragorn se había convertido en su nueva víctima como probador oficial de recetas nuevas, aunque para su suerte, todo era siempre delicioso. Legolas no mintió cuando dijo que la cocina era casi como una pasión para el elfo de ojos verdes. Habían logrado ser más cercanos en la ausencia de los demás.

Aragorn se había percatado de que jamás había utilizado el lienzo que Legolas puso en su cuarto, y con el paso de los días comenzó a llevarse mejor con los pinceles.
Sin poder evitarlo, siempre pintaba al príncipe. Mariposas, cabellos rubios y brillantes, piel blanquísima, ojos color cielo, orejas picudas y graciosas. Y muchos árboles. Demasiados. Así se manifestaban las imágenes de sus sueños.
Las palabras del rubio no dejaban de sonar en su mente. Él había prometido que volvería, y también dijo que sería pronto. ¿Qué tan pronto? El tiempo no corre para los elfos de igual manera que para los hombres. ¿Habrá tenido en cuenta esa diferencia?

También sabía perfectamente que debía regresar a Rivendel tarde o temprano, ya que le urgía hablar con la dama Arwen, con quien todavía estaba comprometido. Pensaba cortar ese lazo sutilmente, de manera tal que pudieran seguir manteniendo una amistad, y sobre todo, el cariño de Elrond y sus hijos. No sería nada fácil. 

La ausencia de su elfo lo ponía cada día de un peor humor, y la impaciencia hacía hervir su sangre. ¿Cuánto podían demorar con unas simples negociaciones?
Lo extrañaba.

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