14. Despedida agradable.
N.A.
Este capítulo contendrá lenguaje y escenas sexuales explícitas. Lean bajo su propia responsabilidad.
No se preocupen, nada será tan vulgar o violento como el capítulo doce, a no ser... :)
¡Disfruten!
~ Valen
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"Astsereg, tu nombre... tu nombre es Astsereg..."
La voz de un niño resonó en su cabeza, y lo trajo de vuelta al mundo real. Frente a él, pudo divisar a Aragorn. Lo miraba perplejo, como si el peor horror de su vida hubiera ocurrido frente a sus ojos.
—¿Legolas? ¿Estás despierto? —de un sobresalto, el príncipe se incorporó, provocando un accidentado choque de frentes que dejó a ambos atontados por unos segundos. —¡Agh, torpe! —se rio de sus propias palabras. Era imposible que un elfo resultara torpe. Legolas frotó su frente por unos segundos más.
—¿Qué ocurrió? —preguntó con los recuerdos nublados y una voz sorpresivamente rasposa.
—Te desmayaste apenas nuestros labios se separaron. Llevas así sólo un par de segundos. Ni si quiera he podido sacarte completamente del agua. —dijo Aragorn acercándose al elfo, y preocupado apoyó una mano en su frente. —¿Te sientes bien?
—¡Claro! No imagino cómo pudo haber sucedido algo así. —todo parecía normal hasta que sintió un repentino frío ligero helar su espalda. Estaba desnudo, tendido cerca de la orilla del lago, donde por suerte el agua tapaba lo justo y necesario. Los elfos no debían sentir frío, a menos que sea realmente helado. ¡Y Aragorn estaba desnudo! «Humanos descuidados». —Vístete, Aragorn. Hace frío.
—Sucedió de pronto, como si cayeras en un profundo sueño por apenas unos segundos. —continuó Aragorn, ignorando la reciente orden. —Me asusté mucho cuando te deshiciste en mis brazos, como un cuerpo inerte.
—Lo siento. No volverá a suceder. —el elfo se incorporó, buscando sus prendas en la orilla de la laguna. No había advertido que el hombre detrás de sí, al verlo se sumergió en un sonrojo que lo cubrió desde la punta de la nariz hasta sus orejas. Se alistó con su cuchillo y escurrió sus lacios y hermosos cabellos en el pasto. El cielo estaba ligeramente más pálido, pero aún se veían las estrellas. El agua se tornaba cada vez más clara, y en el ambiente predominaba un aire fresco que introducía a la mañana. —Deberías vestirte. —aconsejó Legolas nuevamente, recogiendo la ropa de Aragorn y doblándola prolijamente en la orilla. Éste sonrió, sorprendido.
—No necesito que ordenes mis cosas, Majestad. —el montaraz salió del agua dando zancadas, perturbando la paz del agradable silencio.
—Legolas. —corrigió, algo molesto. —Sé que no, pero estaban desordenadas y arrugadas. —el elfo se encogió de hombros, para luego dar un repentino salto hacia atrás y colgar de cabeza de la rama más baja del galadh más cercano, provocándole al mortal un susto. Su cabello caía como una cascada a un metro del suelo. Legolas rió desde arriba y comenzó a trepar. —¡Si no te apuras, no me alcanzarás!
Aragorn se vistió de manera desordenada para echar a correr hacia el galadh. Con un poco más de dificultad, el mortal llegó a la primera rama, y levantó la vista para encontrarse con la luz de un cielo más brillante colándose entre las hojas. Había perdido de vista a Legolas, por lo que decidió continuar escalando como podía.
Trabajosamente se apoyaba en sus duras botas y rodillas para subir a cada rama. Él no era un hombre de alturas, y se manejaba mejor en los llanos del cómodo suelo, pero no podía quedar mal ante el príncipe, que ya le sobrepasaba varios pies.
Cuando por fin llegó a la cima, sacudió sus manos y entrecerró los ojos por la repentina luz inminente. Estaba apunto de salir el sol.
Sentado con los pies colgando, en el extremo de una rama muy fina, se hallaba Legolas, admirando el cielo como si fuera la última vez. Aragorn se acercó lentamente, notando que bajo sus pies, la madera crujía y se sacudía. El elfo no parecía inmutarse ante el movimiento, aunque sí ladeó la cabeza cuando el mortal soltó un quejido. De pronto, extendió su mano hacia su amigo en problemas, que logró estabilizarse.
Algo avergonzado por su torpeza, Aragorn se sentó junto a Legolas y mantuvieron un cómodo silencio. El sol comenzó a asomarse; su visita era mucho más temprana en la zona Este del mapa, sin las penumbrosas montañas por delante.
—Me gusta el amanecer. —dijo de pronto Legolas. —Me alegra que pudieras subir. Si no fueras un Dúnedain, no me habrías alcanzado. ¡Por un momento creí que no llegabas!
—¿Dudas de las habilidades de este montaraz? —Legolas soltó una carcajada. La luz dorada caía sobre su rostro, y esa sonrisa de oro era todo lo que Aragorn necesitaba en ese momento. No pudo dejar de pensar en lo que el elfo le había contado, y admiraba la habilidad de expresar tanta felicidad luego de una vida como esa. No podía imaginarse lo que había sido para él, haber mantenido ese recuerdo durante tanto tiempo debió ser doloroso. Y sin embargo, ahí estaba. Sonreía como si todo en su vida fuera mágico, como si todos los problemas que pudiera tener cualquier ser en la Tierra Media para él fueran simples alegrías. Entonces lo miró. En realidad, llevaba viéndolo hace un tiempo. Con el sol, cálido y bello, y un cuadro más que precioso, fresco y verde frente a él, el montaraz sólo podía ver al elfo. Después de todo, era lo más bello del paisaje.
Aragorn se acomodó en su lugar y apoyó una mano sobre la de Legolas, quien ante el contacto se acercó un poco más a él. El mortal sonrió.
—¿Tengo algo en la cara, Estel? —Legolas lo sacó de sus pensamientos. Sabía que lo miraba, tenía sentidos agudos.
—Sí. —Aragorn se inclinó hacia él y le depositó un tibio beso en su mejilla. El príncipe, sorprendido por lo que sucedió, sintió de pronto cómo la piel de su cara se calentaba en un leve sonrojo.
—Aragorn... —comenzó. —Yo... —no encontraba la manera de decir las cosas. —Quisiera que esto durara para siempre.
—¿El amanecer?
—No, tú.
...
El resto del día transcurrió como uno normal. La guardia comenzó poco tiempo después de que los enamorados bajaran de nuevo al reino.
Eujean no se sorprendió cuando notó que su hermano no estaba durmiendo junto a él, pero tampoco se atrevió a hacer preguntas; sobre todo porque estaba casi seguro de conocer la respuesta.
Thranduil, por su parte, había pasado el día entero con la nariz pegada en libros. Legolas había ojeado algo de lo que su padre leía tan desesperadamente. "El tesoro de Thror".
—¿Padre? ¿Qué lees?
—Oh, Legolas. No noté que estabas ahí. —Thranduil no levantó la vista de los libros. —Si encuentras a Grindell por ahí, dile que aliste un ejército para partir esta noche a la Montaña Solitaria. Debe de estar en las cocinas cocinando algún budín, ya sabes cómo es. —Supo entonces que todo estaba perdido. ¿Los enanos lo habían logrado? ¿Smaug estaba derrotado? El príncipe sabía perfectamente que el momento de partir a la montaña llegaría pronto, ¡Pero nunca esperó que tan pronto!
Asintió en silencio y se echó a correr por los pasillos del palacio, pasando completamente de Aragorn, que intentó detenerlo en una de las esquinas. El humano lo siguió por todos los túneles hasta dar con su cuarto, preocupado por su comportamiento.
Otra vez en la zona prohibida del palacio, las cosas no podían ir bien.
Legolas entró y cerró bruscamente la puerta detrás de sí. Aragorn no dudó en abrirla de un golpe, y al entrar, escuchó perfectamente:
—¿Será hoy? —la voz de Eujean resonó en toda la habitación cuando se vio interrumpido por el sonido de la madera. Ambos elfos miraron al montaraz parado en el marco de la puerta.
—¿Qué ocurre? Legolas, ¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué sucederá hoy? —el silencio reinó. Legolas miraba a Eujean con un gesto casi amenazante, mientras que éste entraba en pánico. Sin embargo, ninguno dijo ni una palabra. Aragorn rió nervioso, como si se tratara de algún chiste. —Vamos, ¿Qué sucede? —los elfos ahora lucían preocupados.
—No es nada, montaraz. —dijo el otro elfo con la voz bastante alta y los brazos cruzados, de una manera nada convincente. Legolas dio un largo suspiro y se paso la mano por la frente, decidiendo que dejaría de decir mentiras de una vez por todas. Cuando estaba por abrir la boca, fue interrumpido.
—Los pájaros han venido con noticias del Norte: el dragón de la Montaña Solitaria fue dado por muerto. Lo mató un arquero en Esgaroth, un tal Bardo. Allí se emprenderán esta noche, Majestad. —Grindell apareció repentinamente, y todos se sobresaltaron. —¿Qué le aqueja, que adormece sus sentidos? ¿No me ha oído? ¡Alístense! ¡Saldrán esta noche! —huyó tan pronto como entró, cargado hasta las manos de tareas y con un budín listo para sacar del fuego. Ni si quiera notó la presencia de Aragorn en su cuarto. Éste miró a los elfos, que se hallaban igual de perplejos que él.
—No hay nada por hacer, Legolas. Tú tuviste la cortesía de advertirles, y no supieron escuchar. Ahora la noticia debió extenderse por todo el largo del bosque. No me sorprendería que hasta los beórnidas lo sepan.
—No quiero enfrentarme a nadie. —admitió Legolas. —¿Qué tal si por algún motivo Ada descubre que...? Por Valar.
—No creo que lleguemos a batallar, Adar tomará lo que es nuestro y nos iremos. —dijo rápidamente Eujean. Aragorn escuchaba atento a cada palabra. —Si tiene que ser con una guerra, pues así será. Sabes bien que él no intercambiará ninguna palabra con ningún enano si no tiene la obligación de hacerlo.
—No es justo pelear contra ellos, son apenas trece. Catorce, si contamos al mediano. Adar está exagerando si piensa llevar un ejército de elfos armados hasta Erebor.
—No estoy seguro de que puedas cambiar su opinión, mellon. Ha estado envuelto en antiguos libros por días, intentando descifrar runas en lenguaje de enanos, si no me equivoco. Va a reclamar ese tesoro aunque tenga que perder miles de los nuestros en una batalla, ahora que sabe que lo que hay en esa montaña no es una simple leyenda.
—¿¡Alguien puede explicarme qué está sucediendo aquí!? —gruñó Aragorn.
—¿Runas en lenguaje de enanos? ¡¿Por qué no me has dicho antes?! —todos parecían ignorar su presencia.
—¡No preguntaste! Además, andas tan distraído últimamente que ni tú mismo pudiste advertirlo, si no hasta el día de hoy; creí que lo sabías y que omitíamos hablar de ello por si el bufón de tu montaraz aparecía. Justo como ahora. ¿Le darás algún tipo de explicación? —el montaraz, provocado por el otro elfo y harto de no recibir atención, comenzó a acercarse dando zancadas con los puños cargados de ira. —¡Ay! ¡Atrás, me ataca! —chilló Eujean encogiéndose contra la pared.
Una mano pálida se clavó en el pecho del moreno, deteniéndolo en seco y cortando su respiración por un ligero instante.
—Los enanos que estaban aquí encerrados se dirigían a Erebor, a recuperar su hogar en la montaña. Mi padre quiere parte del tesoro que se encuentra escondido ahí, pues cuando fue tomada por el dragón Smaug, esa parte era de los elfos. Esa es toda la situación. No te lo conté, Aragorn, porque no creí que fuera de tu interés. Ahora calma tu absurda ira de hombre inmaduro y presta más atención. —el montaraz pareció recuperar la cordura, acariciando la hermosa mano que aún se encontraba sobre su pecho, y asesinando al castaño con la mirada. Hubo un silencio entre los tres, que finalmente fue cortado por el mortal.
—¿Partimos esta noche? —dijo fríamente. Hubo otro silencio bastante incómodo, muy largo para el montaraz, y demasiado corto para los elfos.
—Tú no vienes. —murmuró Legolas.
—¿Cómo? ¡Claro que voy! ¡No vas a enfrentar una guerra sin mí, ¿Quién cubrirá tu espalda?!
—Lo oíste, montaraz. Tú te quedas, no puedes cambiar la palabra del rey. —Eujean agitaba la situación, aún recomponiéndose del susto anterior.
—¡El rey no ha dicho nada! —gruñó.
—Aragorn, tú no vienes. Si no son órdenes de mi padre, son órdenes mías.
—No puedo creer que luego de tantas cosas, no confíes en mí. ¡Te he dicho que venía a ayudar! ¡No como un simple invitado!
—Simple invitado, dices. ¡Simple invitado! —Ahora Eujean pegaba alaridos. Si no fuera por las gruesas paredes, todo el reino podría escucharlo. La mente de Legolas daba vueltas, pensando en cómo frenar a su hermano, quien parecía empeorar toda la situación. —¡Eres el único Simple Invitado que ha venido en los últimos años! ¡¿Y te tomas el lujo de abusar de la amabilidad de tus anfitriones?! ¡Ni si quiera deberías estar en este cuarto! —Aragorn tomó con una fuerza desmedida la muñeca del rubio, haciéndolo a un lado bruscamente para llegar al otro elfo, cuando se encontró con dos brazos que lo retenían. Casi imperceptible, sintió un golpe seco en sus rodillas y cayó tendido de espaldas al suelo. El rubio ahora lo acorralaba, con una mirada asesina brotando de sus brillantes ojos. Jamás lo había visto así.
—Le prometí a Elrond que te protegería, y no voy a arriesgar mi palabra. No te atrevas a acercarte a él, pues vaya que tiene razón. ¡Debes dejar de usar la violencia como único recurso cuando te enfadas, torpe! —señaló a su hermano con la mirada, que muerto de miedo asentía con la cabeza. —No deberías haberme seguido, Aragorn, y la respuesta es no. No vas a venir conmigo. Te quedarás en el reino con Grindell. —Eujean temblaba de pies a cabeza, acorralado ahora en una esquina. Rápidamente saltó sobre la cama y se acercó al marco de la puerta. Antes de huir se detuvo en seco.
—Buscaré a Mellagan y Silbian, te esperaremos en el jardín. —añadió antes de cerrar la puerta detrás de sí.
Aragorn intentó zafarse del agarre de Legolas, más le fue imposible. Era demasiado fuerte. Rendido ante sus palabras, apoyó la cabeza en el suelo, y cerrando los ojos por unos segundos, finalmente agregó:
—No quiero que te vayas, Legolas. Si algo te llegara a suceder, yo no podría vivir con la pena. La culpa de saber que quizás pude protegerte, y que sin embargo me quedé tras las cómodas puertas del reino me atormentarían.
—Nada va a suceder, Aragorn. —el elfo soltó el agarre, pero el montaraz no se levantó del suelo. Legolas se acostó junto a él, y buscó la caricia de sus manos. —Regresaré antes de que lo pienses, lo prometo.
—Entonces estaré aquí, esperándote. Lo prometo.
Todo estaba bien ahora. Una paz había colmado la habitación de pronto, y ambos se encontraban tendidos en el suelo como dos niños. Sus respiraciones lentas cantaban al unísono, y sus miradas se perdían en el color ligeramente azulado del techo.
Ninguno pensaba en la despedida de esa noche, ni cuánto tiempo estarían separados debido a esta guerra absurda. Legolas planeaba llegar a algún acuerdo con su padre, o con los enanos en su defecto. No iba a haber pelea, ni muerte. No había motivo para pelear. Una justa partición del tesoro, los enanos negociarían con ellos y todo iba a volver a la normalidad.
Pensar positivo era una de sus muchas cualidades, aunque a veces podía verse como una debilidad: cerrar los ojos ante la realidad.
De pronto abrió los ojos y tuvo miedo. Él iba a partir por un tiempo indeterminado y Aragorn se quedaría sólo en el reino. ¿Se quedaría? Había prometido que sí, pero Legolas no pudo evitar sentirse desconfiado. Se vio obligado a retenerlo, como sea. No quería perder la relación que habían logrado conseguir. Había estado por largos meses intentando olvidar sus sentimientos y todo había sido en vano. El elfo lo quería. Lo quería demasiado y no soportaría estropear las cosas entre ellos. ¿Cómo iba a conseguir que el humano se quedara?
Pensó en eso. Si lo hacía por Aragorn, él no querría irse. Parecía un buen plan. No podía evitar lo inevitable. Había cosas que simplemente debían pasar, y él las iba a disfrutar. O lo iba a intentar.
Mientras este desborde de pensamientos surgían en su cabeza, la mente de Aragorn volaba hacia lugares muy distintos.
—Legolas. —la voz del montaraz sonaba ronca luego de tanto tiempo sin emitir ni un sólo sonido.
—¿Sí?
—Voy a extrañarte. —con estas palabras, el montaraz rodó en el suelo hasta quedar sobre el pecho del elfo.
—Estoy seguro de que nos volveremos a ver pronto. No puede haber tanto alboroto, llegaremos a un acuerdo pacíficamente y volveré a casa. —dijo equivocado.
—Sí, pero me acostumbré a verte todos los días. —las manos brutas de Aragorn recorrieron el pecho de Legolas, colándose entre su ropa. Su suave piel se sentía cálida como si se hallara calentando sus palmas en una fogata. El humano lo deseaba, y el elfo lo sabía.
—Yo también voy a extrañarte. —dijo el rubio casi en un murmuro. Aragorn tomó su mano y le depositó un beso dulce y profundo en sus finos dedos. Legolas rió, algo sonrojado, y pasó las yemas de sus finos dedos por el mentón del montaraz, en forma de agradables caricias.
Aragorn tomó la esperada iniciativa, acercándose a sus labios hasta sellar el momento con un beso. Al principio fue uno tierno, duradero y caliente. Sabía delicioso. Necesitaba sólo un poco más. El hombre comenzó a buscar con su lengua todas las maneras de entrar suavemente a sentir ese sabor que tanto adoraba. Se sorprendió al notar que Legolas no presentó ninguna resistencia, como solía hacerlo. Al contrario, este correspondió, tomando por sorpresa al montaraz cuando se incorporó para que sus cuerpos se pegaran, apoyando sus manos en su rostro. Ambos cesaron casi al unísono para tomar aire.
—Aragorn, debemos hablar. —musitó el rubio separándose ligeramente del mortal. Se cruzó de piernas en el suelo, sin dejar de mirarlo, esperando algún gesto de aprobación.
—Tienes razón. —dijo finalmente.
—Te quiero, —comenzó con un hilo de voz que sonaba dolido. — pero no podemos seguir haciéndolo de este modo. No a escondidas. Me gustas, Aragorn, y me encanta estar contigo, pero si tu corazón es de alguien más, yo no puedo seguir hiriéndome.
—¿A qué te refieres? —Aragorn frunció el entrecejo y las pequeñas arrugas de su cara delinearon su frente.
—A Arwen. Ustedes están comprometidos, y sin embargo tú y yo hemos estado... No es justo para ella, que confía en ti; ni para mí. No deberías jugar con mis sentimientos.
—Estás en lo cierto, Legolas. No debo jugar con los sentimientos de nadie. —Hubo un silencio tan cortante, que podría haber rebanado las cabezas de ambos. Entonces el elfo continuó, desconcertado.
—¿Qué piensas hacer entonces? —sus palabras sonaban entrecortadas, quizás por la incomodidad del silencio anterior.
—Quizás sólo fui lo suficientemente cobarde como para no animarme a ver la realidad. Como para negarme a ella. Tengo miedo de dejar a Arwen, pues temo herirla. Elrond ha sido como un padre para mí, y Elladan y Elrohir como mis propios hermanos; no dudarían en dedicarme su entera furia si yo llegara a lastimarla. —Legolas bajó la mirada, y Aragorn se convenció de que debía ser sincero a sus sentimientos a pesar de todo. Continuó: —Pero no puedo simplemente cerrar mis ojos y evitar ver las cosas que suceden. Tú me gustas, y no hay para mí nada peor que mentirle en la cara a quien se supone que amas... Y por alguien me refiero a ti, no a Arwen, y le pondré fin a esto.
Legolas vaciló antes de contestar. —¿Podrías ser más claro?
—Creo que te amo. —admitió Aragorn sintiendo cómo sus entrañas se revolvían de los nervios. —No voy a casarme con Arwen. No me importa el trono, o el heredero. Gondor ya tiene un senescal. Me importa lo que siento, quiero estar contigo. —el calor subió por la frente del elfo, que rápidamente desvió la mirada. ¿Aragorn dijo lo que él acababa de escuchar? ¿Cómo podía lucir tan calmado?
—No puedes escapar de tu destino, Estel. Eres el único heredero. —fue lo único que pudo contestar, deseando que lo anterior simplemente fuera una broma. Aragorn comenzó a sentir los nervios en la piel. ¿Acaso el elfo no había escuchado, o lo estaba vacilando?
—No, nadie puede escapar. Pero lo puedo cambiar; o al menos lo voy a intentar. Te amo. —repitió insistente. Necesitaba una respuesta.
—¡Deja de decirlo, por Elbereth! —el rostro de Legolas ahora estaba inundado en la vergüenza. Aragorn no podía estar diciéndolo en serio. ¿Semejante tortura, sabiendo que jamás podrían estar juntos? Deseaba con todo su ser que eso fuera posible, pues por más amor que sientan, el deber de cada uno los lleva por caminos separados. Ya no quería volver a oírlo.
—¡Pero es la verdad! —insistió desesperado. Legolas intentó mantener la compostura, pero no pudo ignorar las lágrimas que amenazaban con salir de sus ojos. Debía luchar por mantenerlas dentro. Para Aragorn, eso ya era imposible. —No sé qué fue lo que pasó, Legolas. Siempre me has resultado atractivo, te he admirado toda mi vida, pero nunca pensé que llegaría a sentir lo que hoy siento. Tengo miedo de cambiar mi vida, es cómodo dejar que las cosas sigan como están. ¿Quién sabe cuántos podrían odiarnos por tener la libertad de elegir? Yo te quiero elegir, aunque sea el camino largo y difícil, verte al final será el mejor de los alivios.
—Aragorn, entiende. No hay ninguna posibilidad de que esto funcione. Tú tienes que cumplir con tus deberes en tu corta vida mortal, y yo debo quedarme aquí con mi familia. Morirás, ¿Y qué sucederá conmigo? ¿Con nosotros? ¿Y tu reino no tendrá un heredero? No hay forma. —Ya no valía la pena luchar contra esas lágrimas rebeldes que abrillantaron sus mejillas, y evitó mencionar que él sería perfectamente capaz de tener un bebé. Mientras menos se supiera de ese extraño don, mejor para ambos.
—Sí la hay. Podemos huir. Gondor tiene un senescal, y tu reino tiene un rey inmortal. No nos necesitan. —frotó sus ojos, intentando recobrar la calma. —Debe existir una manera en que podamos evitar mi muerte, estoy seguro. Voy a leer más, voy a investigar lo que haga falta. Recorreré el mundo entero si es para pasar contigo otro día.
—¿Enloqueciste? —no se daban cuenta que hablaban casi a los gritos. Ambos estaban exasperados y los nervios estaban volando libres por toda la habitación.
—Quizás. Pero lo vamos a intentar, por más loco que suene. —el mortal tomó fuertemente sus muñecas y lo atrajo hacia sí, quebrando todas las paredes de tensión que pudieron haber existido. El elfo simplemente cedió, impulsado completamente por el hombre que él también amaba. —¿Tú me amas, Legolas?
Luego de vacilar unos instantes eternos, el elfo deliberó:
—Te amo. —Aragorn recobró el aliento que el miedo a la respuesta le habían quitado, y apoyó su frente sudada contra la blanca piel de cuarzo de su amante. —Eres terco. —musitó el elfo cerrando sus azules ojos.
—Como todos los hombres. —sonrió con lujuria. —Y así me amas, desconfiado.
—Como todos los elfos. —rió Legolas.
—Y así te amo... —jadeó el montaraz. En un rápido y fuerte movimiento de dominio, Legolas se juntó sus rostros y comenzó a besarlo apasionadamente. Sus lenguas bailaban dentro de sus bocas mientras que sus respiraciones entrecortadas se encontraban. Sentándose sobre sus cuclillas, casi tendido totalmente sobre Aragorn, era el elfo quien tenía el control total de la situación.
Jaló de las prendas de Aragorn de manera caprichosa y deseosa. Apurado, el mortal prosiguió a desnudar su varonil torso, lleno de pelos negros y gruesos. Legolas lo observó de arriba a abajo sorprendido, y algo avergonzado de su pecho lampiño. El hombre se sintió más nervioso de lo que había estado siempre. ¿Dónde quedó toda esa seguridad? Aragorn prosiguió a desarmar al príncipe, dejando el arco y el carcaj en el suelo mientras sacaba lentamente la túnica superior y la camisa que éste llevaba. Legolas quitó el cuchillo de su cintura y buscó el cinturón del montaraz, para removerlo con un simple click, y desarmarlo por completo. El sonido de la espada que había tomado de la armería del palacio hace unas noches sonó como un chasquido contra el frío suelo.
Con una sonrisa, el elfo se mordió el labio con lujuria y se abalanzó sobre el mortal, presionando sus manos contra el suelo como a él mismo se lo habían hecho un tiempo atrás. Soltó las manos del mayor para recargarse en el suelo, entrelazando sus piernas y haciendo presión con su pecho suave y caliente. Aragorn, dejándose llevar plenamente por sus impulsos, tomó el rostro del elfo para comenzar a besar sus labios descontroladamente. Su lengua delineaba los finos labios del príncipe.
Ambos semi-desnudos se besaban en la comodidad del suelo de la habitación; Legolas, sin querer, estaba llevando a Aragorn por un camino sin retorno, entre besos y suaves movimientos. Lo tenía embrujado, como si conociera las finas artes de la magia de los magos. Sus piernas temblaban ante el contacto del elfo, que hacía que su estómago diera vueltas como envuelto en la ola de Ulmo. Aquella mirada azul y juguetona, y esa pequeña sonrisa lo estaban volviendo loco. Aragorn sujetaba la cintura del príncipe con una mano, mientras que con la otra jugueteaba con sus mechones rubios, que se encontraban liberados de las usuales finn con las que lo ataba. La imagen alborotada del príncipe desnudo, desalineado y osado se reproduciría en su memoria por el fin de los tiempos.
Los besos pararon de repente, dando lugar a incesantes jadeos que antes estaban contenidos. Legolas se separó ligeramente del rostro del mortal y le regaló una sonrisa tímida. Su mirada era divertida, pero misteriosa, recargada con los tonos azules de la habitación. Aragorn estaba deslumbrado por la belleza incomparable de Legolas, una gracia que no había visto ni imaginado en toda su vida.
El mortal dejó de jugar con su cabello para apoyar una mano en el cálido pecho del joven, quien no dejó de perforarlo con la mirada. Su sonrisa se había borrado, ahora parecía más expectante, pero la expresión lasciva de sus ojos destruyó todo el rastro de culpa que pudo haber aparecido en su mente. Recorrió con sus manos el cuerpo esbelto del elfo, brindándole unas finas caricias como las que jamás había sentido. Bajó hasta su abdomen, delineando cada marca de su piel.
—¿Qué es esto? —musitó descolocado al sentir unas inusuales marcas en su cintura. Parecían cicatrices.
—No es nada, Estel. —dijo en un susurro casi imperceptible.
—Legolas... —el humano ejerció una pequeña presión en aquellas marcas y notó un gemido de dolor y un estremecimiento ligero por parte de aquel precioso elfo. —¿No es nada? No me mientas.
—Continúa a donde ibas... —la voz necesitada de Legolas lo desvió de cualquier nuevo pensamiento en su mente. Siguió el recorrido de sus costillas hasta su ombligo, y continuó hasta su vientre plano y terso. Su mano se detuvo, tímida, como si hubiera una barrera que dividía lo permitido de lo prohibido. Y vaya que la prohibición era prometedora.
—Yo quisiera... —pronunció débilmente el mortal, arrastrando sus palabras con un jadeo que no pudo controlar. Legolas tomó por la muñeca aquella mano curiosa que lo había estado explorando para quebrar esa barrera de una vez por todas. La arrastró suavemente hasta su erecta entrepierna, cubierta aún por la débil tela del pantalón. Con el corazón latiendo a mil pulsaciones por segundo, o al menos así lo sentía el mortal, comenzó a acariciar sobre sus prendas aquel bulto, provocando pequeños jadeos en el joven príncipe, que apoyaba ahora su frente contra la de Aragorn.
Con la luna llena en sus pupilas color cielo y el sonrojo llevado en todo su rostro hasta sus orejas, el elfo apoyó ambas manos delicadas en los hombros del montaraz y acercó sus labios al roce de los del contrario, sin llegar a besarlo mientras clavaba su mirada azul necesitada en las orbes grises del moreno. Podía sentir cómo se encontraban sus cálidas respiraciones agitadas.
Lentamente, con los nervios a flor de piel, Aragorn llevó sus manos hasta las caderas finas de Legolas, y hundió sus dedos bajo el pantalón, comenzando a bajarlo lentamente. La mirada de aprobación de Legolas no fue necesaria, pues un dulce gesto fugaz se proyectó en el rostro del rubio, que se mordió ligeramente el labio por apenas un segundo. Esa fue la expresión que el montaraz necesitaba para recurrir a toda su seguridad.
Se deshizo de los pantalones del elfo, deslizándolos por sus suaves piernas y desenredándolos de sus pies con un tierno y hábil movimiento.
Antes de cualquier acción repentina, Aragorn tomó el rostro nervioso de Legolas entre sus manos y comenzó a depositar en cada una de sus facciones unos suaves y seguros besos.
—Aragorn...
—No sucederá nada que no deseemos ambos. —murmuró el montaraz, conteniendo el impulso de tocar al elfo hasta descubrirlo y hacerlo suyo para toda la eternidad. Su rostro impartía seguridad y protección, cosa que Legolas agradeció. No era una mirada sádica e imponente, donde alguno debía ser domado para el placer del otro. Era una mirada cálida, placentera, que buscaba aliviar todos los dolores y causar las mejores sensaciones. El corazón del elfo se aceleró rápidamente y de pronto supo que deseaba esto más que nada. No quería hacer el amor; sólo quería complacer a Aragorn. Sintió en su cálida voz la necesidad del hombre de hacer de su cuerpo inexperto su pertenencia, y Legolas se lo iba a permitir.
—Hazme todo lo que tu desees, Aragorn. —musitó arrastrando la última palabra con un suspiro. El montaraz comenzó a sentir el sudor cayendo por su espalda, reposada en el suelo. Respiró agitado, nunca había vivido nada como esto. Legolas, su amigo, el elfo que conocía hace años más de nombre y vista que otra cosa, se entregaba a él plenamente. Había llegado a conocerlo y no podía evitar sentir esa atracción, esa necesidad, las mariposas. Su figura masculina y esbelta, más hermosa que cualquier otra cosa que el montaraz haya imaginado, se encontraba sobre él, deseándolo. No pudo evitar recorrer con la mirada todo su cuerpo, descubriendo cada parte nueva de él, cada parte que nunca había visto. Detuvo su mirada en su lampiño miembro, sin advertir en sí mismo la expresión deseosa con la cual lo devoraba con la mirada. Aragorn apoyó gentilmente una mano en la mejilla sonrojada de Legolas.
—Te adoro. Eres jodidamente bello. Te deseo... —Legolas no pudo evitar sentir el calor subir hasta la punta de sus orejas. Sintió sus piernas temblar de pronto. Luego de una pausa, Aragorn continuó. —Pero te noto nervioso, y lo que más deseo es verte feliz. Quiero darte placer, Legolas. Esto no debe tratarse sólo de mí. Meleth, ¿Me puedes prometer que estás seguro?
¿Acaso Legolas había oído mal? ¿Lo había llamado Meleth? Legolas lo miró fijamente con una expresión avergonzada en su rostro, aunque sorprendida. Luego de unos segundos y un largo suspiro, asintió levemente con la cabeza.
—Te lo prometo. Estoy seguro, Meleth. —le había costado horrores mentalizarse para lograr decir esa palabra. Amaba sentirla correspondida, estaba disfrutando estas nuevas sensaciones como nunca, y una inmensa sonrisa por parte del castaño lo sacó totalmente de sí. Era perfecto. No pudo evitar sonreír con él, aún nervioso.
El montaraz llevó sus manos a la cintura del elfo, acercándolo a su cuerpo para despedazar sus labios en un beso desenfrenado. Bajó el tacto hasta las piernas de Legolas, delgadas y musculosas. No pudo evitar apretar sus nalgas, presionando más al elfo contra su gruesa y palpitante entrepierna, aún cubierta por la ropa. Comenzó a realizar un lento y repetitivo frote de caderas entre ambos, que iba acelerando a medida que los pequeños gemidos que salían del borde de los labios del elfo, aún atacados por sus besos, se hacían más sonoros.
Aún seguían fundidos en la humedad de sus bocas y en la calidez de sus roces, cuando Aragorn sintió en sus caderas dos dedos finos y traviesos que buscaban desembarazarlo de su pantalón. Con urgencia, buscó las manos de su compañero y acompañó el recorrido de sus piernas, quitando la prenda del medio. Apresurado, se deshizo de la ropa con sus pies, y comenzó un juego incansable de roces y jadeos. Aragorn se acercó a sus labios impaciente, pero el elfo ladeo la cabeza y comenzó a dejar un camino de ligeros besos alrededor de su cuello.
Legolas recorrió con sus manos el fornido cuerpo del montaraz, deteniéndose a sentir su acelerado corazón y dedicarle una sonrisa, para continuar descendiendo hasta su abdomen. Sin más demora, continuó su camino hasta su pelvis y envolvió con sus dedos finos su hinchado y duro pene. Aragorn tenía la cabeza inclinada hacia atrás, y cerraba los ojos ante el contacto de los habilidosos dedos del príncipe sobre su piel, dejando escapar jadeos que hacían lo posible por no sonar estrepitosos en toda la habitación. La presión decidida en la entrepierna de Aragorn no se había detenido mientras que Legolas recorría su pecho con besos, si no que por el contrario, aumentaba hasta transformarse en un suave masaje de arriba a abajo. El mortal ya no aguantaba los gemidos tímidos que se escapaban de sus labios, con un sonido ronco. Legolas sonreía satisfecho frente al placer del dúnedain, a quien sentía temblar excitado.
Llegó con la lengua hasta su velludo pubis, y tendido frente a su rostro, observó el imponente pene del moreno, que palpitaba exigiendo más atención. Aragorn comenzó a buscar el apoyo en el suelo. Empezó a gemir de manera incontrolable, cada vez más fuerte a medida que los movimientos se aceleraban, ahora frente al rostro angelical de su compañero.
Legolas le dedicó una última mirada al mortal hacia arriba, inocente y curiosa, antes de sacar la lengua dispuesto a probar de esa carne. Lamió la base de su erecto pene, rodeándolo luego con pequeños besos y mordiscos inocentes. Trazó un recorrido de saliva por todo el largo hasta llegar a la cabeza, donde logró que el montaraz se estremeciera y abriera más las piernas, ahogado en gemidos. Esa melodía placentera para sus picudas lhaw fue todo lo que necesitó para comenzar a lamer con más fuerza la punta de su glande rosado y húmedo. Nunca había hecho esto antes, pero decidió seguir sus impulsos hasta que su mortal le diese alguna señal o indicación de cómo seguir. Sabía peculiarmente delicioso.
Sediento, Aragorn llevó una mano guiada por la inconsciencia hasta la cabeza del rubio, y entrelazó los dedos en esos finos cabellos, ejerciendo una delicada presión. Ante esta demanda, Legolas comprendió rápidamente lo que el hombre deseaba y se introdujo el pene lubricado del montaraz dentro de su boca, cálida y húmeda. El mortal abrió los ojos, dejando escapar un incesante jadeo mientras enfocaba su vista en aquella erótica y anhelada imagen. Comenzó a presionar con más fuerza, mientras se sentía absorbido por esa sensación de placer.
—L-Legolas, ah... Voy a... —el nombrado comenzó a acelerar los movimientos, mientras sostenía la base del falo con una mano y lo introducía hasta el fondo de su garganta. Se sentía nuevo, peligroso, culpable. Y la misma culpa y la sensación de la prohibición hacían de aquella escena la más anhelada. Aragorn sentía que estaba cerca de alcanzar su clímax, hasta que el movimiento cesó y el joven removió la erección de su boca, coronando la punta de ésta con pequeños besos y lamidas. Le dedicó una mirada oceánica al mortal, que lo observaba desbordado de placer y absorto ante la belleza del elfo y la pureza que aún en un acto lujurioso como ese, era incapaz de perder. El elfo se relamió los labios y dejó escapar unos pequeños jadeos.
—Aún no. —se limitó a decirle mientras regresaba a la altura de su rostro. Aragorn no podía explicar la sutileza de los movimientos de Legolas, tan sensuales y delicados. De manera apurada, el menor buscó los gruesos labios del moreno, quien correspondió aún jadeando, tomando al elfo de la nuca con una fuerza desmedida.
Aragorn buscó nuevamente las nalgas de su compañero, y lo atrajo de pronto hasta rozar su lubricado pene contra el del elfo, humedeciéndolo. Logrando incorporarse, levantó al rubio sin dificultad alguna, y éste abrazó su cintura con sus trabajadas piernas blancas. Aragorn había deseado esto por tanto tiempo...
Se dirigió a la cama cargando al príncipe, que no dejaba de besarlo apasionadamente, entrelazando sus lenguas y callando sus gemidos. Depositó delicadamente el pequeño cuerpo del rubio en el colchón. Se separó del rostro de Legolas, acariciando con su dedo mayor los finos labios de éste, y comenzó a recorrer con sus grandes manos aquél cuerpo perfecto que había anhelado por tanto tiempo, y ahora estaba sumiso a sus deseos. Los de ambos...
Llenó la delgada piel de su cuello con besos, lamidas y pequeños mordiscos, para continuar su recorrido en su pecho. Jugueteó con sus dedos sobre los pezones rosados del elfo, generando gemidos agudos y tiernos en el menor. Acarició cada uno de sus rincones, admirado por la esbelta figura perfectísima que se posaba debajo de él. Quería poseerlo, tocarlo hasta que toda su piel tuviera su marca. Marcas. Subió nuevamente al cuello del elfo, que estaba totalmente entregado al placer de Aragorn, y comenzó a depositar besos profundos y a succionar esa cálida piel tersa, que pasaba a tener un color rojo oscuro e intenso. No pensó en lo que esto podría generar en cualquiera de los elfos del palacio, o en el mismísimo rey. La poca capacidad de razón que podía tener en ese momento estaba siendo completamente cohibida.
Sin previo aviso, Aragorn bajó una de sus manos delineando sus abdominales hasta llegar a su pubis, y envolviéndola, comenzó a masajear la erección de Legolas, quien se sobresaltó ante la sorpresa. No había sido algo paulatino, simplemente lo tomó entre sus dedos y comenzó a masturbarlo sin cuidado. El elfo era extremadamente sensible al contacto del montaraz, quien había recobrado el poder de la situación. Los agudos gemidos de Legolas resultaban afinados y enternecidos, como los de un adolescente disfrutando de su primera vez. Nada iba a impedir que el rubio pudiera disfrutar de esta experiencia como es debido, y tener guardados los mejores recuerdos, y no los peores. Recuerdos con Aragorn, sólo con él.
Casi sin pensarlo, llevó la mano libre hasta los labios del príncipe, e introdujo los dos dedos más largos dentro de su boca. Legolas, inevitablemente lo mordió despacio, como respuesta a la excitación que éste le provocaba. Aragorn rió con una voz que salió sorpresivamente grave, y retiró los dedos lubricados de la boca del elfo para dirigir su mano hasta sus nalgas y buscar su entrada. Un repentino sobresalto acompañado de un quejido por parte del elfo ante aquél contacto lo obligó a soltar su miembro para tomar su rostro gentilmente. El elfo lo miró nervioso, profundamente a los ojos. Sus labios temblaban ligeramente. No estaba listo. Legolas se repetía esa frase en su cabeza.
—¿Puedo...? —su voz se veía reprimida por la agitación. Legolas sonrió inseguro, algo divertido por el sonido que salía de los labios de su amante, sintiendo como el corazón se le saltaba del pecho por el miedo y los nervios. No estaba listo, claro que no podía.
—Sólo hazlo, Aragorn... —sentenció, y apretó rápidamente los ojos. Definitivamente no estaba listo. El montaraz no dudó en introducir lentamente uno de sus expertos dedos en aquella fruncida entrada, que rápidamente cedió. Legolas se ahogó en un gemido sonoro y frunció la nariz, estremeciéndose. Dolía ligeramente. Tuvo el impulso de cerrar las piernas en ese instante, pero lo contuvo. Aragorn intentó no vacilar. Si el elfo quería detenerse, se lo diría; pero estarse quiero no era una opción. Necesitaba explorar más, lo deseaba. Sintió la calidez del interior de su príncipe, y luego de mover el primer dedo un poco, no pudo contener un segundo dedo que entró con facilidad, deleitándose con los lujuriosos gemidos que salían de aquél elfo de belleza y ternura únicas. No comprendía si era de dolor o de excitación, pero aquella música lo incitaba a apurarse más y más. Movió sus falanges lubricadas, entrando y saliendo de la pequeña entrada, que cada vez parecía acostumbrarse más a su presencia.
Realizó incesantes movimientos, inundado de lascivia, mientras contemplaba aquella preciosa figura que respondía a su placer, se estremecía y gemía debajo suyo, con los ojos vidriosos y la mirada deseosa clavada en él. De pronto, retiró suavemente sus dedos y tomó su propia longitud entre sus manos, clavando las rodillas en el colchón. Apuntó la cabeza hacia la ahora lubricada entrada. Le dedicó una última mirada directa a los orbes azules de Legolas, como dando una señal de aviso mientras frenaba en seco. El elfo asintió débilmente, intentando desviar su mente de las sensaciones que había experimentado antaño, dolorosas y asesinas. Esto sería diferente, y él se intentaba convencer de eso.
Lentamente y sin vueltas , el mortal comenzó a presionar, extasiado por los gemidos de su amante.
Legolas volvió a cerrar sus ojos, esta vez bajando las orejas casi como un gatito reprendido. Con el ceño fruncido y unos pequeños quejidos reprimidos, el elfo se aferró con las uñas al colchón, intentando soportar esta nueva sensación. ¿Nueva? Volvió a abrir los ojos y se encontró con las orbes grises de un Aragorn dulce, que ahora lo penetraba lentamente. Dolía, pero se sentía bien; distinta.
Poco a poco el dolor cesó, y ya sólo quedaba esa sensación de bienestar que inundaba su cuerpo entero. Mordió sus finos labios enrojecidos por los besos y se relajó. Se sentía increíble, deseaba que no se detuviera nunca. Aragorn aumentaba la velocidad con cada segundo, sosteniéndose a sí mismo con sus manos apoyadas a cada lado del menor, y con la mirada clavada en su inocente y sensual compañero. Por momentos, acababa con la corta distancia entre sus rostros para morder, succionar y lamer aquellos labios finos que estaban constantemente abiertos a recibirlo.
El interior de Legolas se sentía cálido, adaptable totalmente a sus formas y placeres. Jamás se había sentido tan apasionado, pues el elfo lograba seducirlo con cada una de sus pequeñas expresiones. Aragorn jadeaba, extasiado por aquel calor que lo inundaba desde la punta de su pene hasta el fuego en sus mejillas. El príncipe no dejaba de mirarlo fijamente, y parecía pedir más y más con su mirada y su rostro empapado de un sonrojo suave. El mortal ahora embestía al joven con tal fuerza y desenfreno, que la cama comenzaba a producir leves crujidos, deslizándose contra el suelo.
—Ah, A-Aragorn... —nunca había experimentado nada más erótico como aquel gemido desesperado que salió de los labios entreabiertos y enrojecidos de Legolas. Era suyo. Tomó su cintura, apretando con los dedos en sus lumbares y rozando los sobresalidos huesos de las caderas con ambos dedos gordos. Con cada asalto, Aragorn oía cómo sus piernas y testículos palpaban contra los glúteos del dominado.
La imagen sensual del elfo desnudo a su merced, siendo firmemente agarrado y embestido por él, con las mejillas acaloradas, la mirada húmeda y las marcas rojas excesivas en su blanquísima piel lo cantaban a coro. El elfo gemía su nombre bajo su dominio, él era su rey. Aragorn era su dueño.
Estos pensamientos llevaron al rey a su cima; pero no quería que todo acabase allí. Ambos debían llegar a ese clímax, y lo él iba a conseguir sin importar la forma:
Aragorn se inclinó más sobre Legolas, rozando sus labios en las finas y agudas orejas del elfo, jadeando en sus oídos, y como pudo, susurró:
—Me voy a correr, hiéreme. —con estas palabras, el elfo llevó sus manos hasta los anchos hombros del mortal y se aferró a estos clavando sus finas uñas en su piel. Aragorn no podría soportar más la excitación. Comenzó a lamer y succionar las orejas picudas del rubio, mientras que las embestidas y los rasguños no cesaban. —Maldito elfo resistente. Hermoso.
La pasión los envolvía, entonaban juntos un coro de gemidos que llenaban la habitación. Legolas entrecerró los ojos, sintiendo una repentina aceleración exhaustiva del montaraz.
En un último y lento movimiento llenó de semen todo su interior. El elfo se deleitó con la expresión detonada y jadeante de su compañero, disfrutando.
El orgasmo había sido largo e intenso, y el espeso líquido desbordaba desde el tronco de su pene, aún inserto dentro del elfo. Sin quitarlo, dirigió su mano hacia la entrepierna del elfo, que seguía erecta y palpitante, y pronto comenzó a marturbarla de manera agresiva y sin ningún rastro de piedad. El cuerpo vulnerable del rubio se retorcía debajo suyo, envuelto en jadeos agudos. No pudo desprenderse de los hombros fuertes de su rey, y luego de un rato de presión sin descanso sintió que toda su piel se tensó, y como una agradable sorpresa, eyaculó en la mano del montaraz, empapando su propio abdomen. Aragorn salió de adentro suyo y le dedicó una mirada cansada y erótica a la vez. Legolas estaba tendido en la cama, escondiendo su rostro en el cuello del montaraz, incapaz de soltar sus hombros.
Belleza, tranquilidad, sensualidad, la imagen más obscena y más pura de toda la Tierra Media. La inocencia de sus roces había desaparecido para siempre, y ahora nuevos recuerdos lujuriosos daban vueltas en la mente de ambos. Legolas había vivido su primer orgasmo, y se sentía así: nuevo, extraño, pero agradable.
Exhausto, Aragorn se dejó caer a su lado, frotando suavemente sus lastimados hombros.
—Lo siento. —susurró el elfo al notar al montaraz sobando sus leves heridas. A pesar de tener los ojos entrecerrados y la mente volando por algún lugar recóndito y maravilloso de sus pensamientos, seguía preocupándose por todo lo que le ocurría al montaraz. Lo seguía protegiendo.
—Hermoso. —jadeó Aragorn de pronto, estrechándolo entre sus brazos. El masculino y a la vez pequeño cuerpo de Legolas seguía tan cálido como una fogata, suave como la seda más costosa y ligero como una pluma. El elfo lo miró divertido, y una gran sonrisa enamorada se formó en su rostro. —¿Te gustó? —esbozó el mortal con una sonrisa ladeada al notar la alegría en la cara del rubio. Éste asintió de manera tierna y apoyó su cabeza en el pecho velludo del montaraz.
—¿A ti?
—Hermoso. —repitió. —Tú, todo esto. Simplemente hermoso. —ahora Aragorn miraba desde arriba al elfo relajado sobre su pecho. Acarició sus despeinados cabellos y lo abrazó estrechamente. Dos enamorados.
De pronto, Legolas se levantó de la cama como un resorte, y buscó apurado sus prendas y sus armas en el suelo de la habitación. La cordura volvió a su mente luego de fantasear con todo lo ocurrido por unos segundos más. Aragorn lo miraba entretenido, ¿Cómo era posible que un ser tan puro y perfecto estuviese enamorado de él? Era como un sueño.
—Creo que ahora iré a limpiarme. —dijo tímidamente; a pesar de todo lo que había sucedido, no perdía la dulzura y la elegancia. Y los nervios. —Volveré en seguida. Yo... —hubo un silencio en el que se acercó rápidamente a la cama, cubriendo su cuerpo con su ropa hecha un bollo. —Te amo. —depositó un beso en la mejilla, ahora sonrojada del montaraz. Rápidamente salió de la habitación. Aragorn pensó en que si el rey Thranduil encontraba a su hijo corriendo por los pasillos en ese estado, entonces él no viviría para mañana. Negó con la cabeza, ahora sin poder contener esa risa tímida y extremadamente alegre.
—Yo también te amo, dulce y delicado elfo. —susurró recostándose.
Pasaron unas últimas horas juntos en la habitación luego de que el elfo se diera una ducha de agua muy fría. Finalmente, Legolas tuvo que partir. Eujean, Mellagan y Silbian lo esperaban donde habían prometido, sentados jugueteando con el césped largo. Esa misma noche, El rey y toda su hueste, incluyéndolos, partió camino a la Montaña.
Los enamorados no supieron que esa fue la última vez, al menos por un largo tiempo.
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