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12. La lección.

N.A.
Este capítulo contiene escenas de violencia explícita, vocabulario vulgar y temáticas que no son recomendadas si sos una persona sensible. No hace más que entrar en detalles sobre lo que Legolas vivió, no va con el hilo principal de la historia pero podría ser interesante de leer para conocer mejor a nuestro personaje y sus comportamientos. Leer bajo su propia responsabilidad. ¡Disfruten el capítulo!

...


Recuerdo:
Año 95 de la Tercera Edad del Sol.
Hace 2864 años, en las Cavernas del Bosque Negro, en el Reino de Thranduil.

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Él se encontraba entre las frías paredes de su cuarto. Estaba escondido bajo la seguridad de su cama, cuyas sábanas blancas se sentían húmedas al tacto. El cielo lloraba como no lo había hecho en los últimos años, y una gran tormenta eléctrica espantaba al pequeño niño que temblaba bajo las mantas.

Estaba asustado; un pánico de muerte recorría su diminuto cuerpo de arriba a abajo. Sus pies cubiertos por gruesas botas se frotaban entre sí, intentando disipar el frío que de todas formas lo atormentaba. Sus rodillas hacían temblar sus delgadas piernas, y chocaban entre sí. Sus brazos finos lo abrazaban por completo, frotando rápidamente las marcas de sus costillas en su blanquísima piel. Su cabello trenzado y echado hacia atrás, ligeramente despeinado, rubio como el oro, abrigaba sus hombros y su cuello, pero no era abrigo suficiente para evitar que su mandíbula temblase, haciendo rechinar sus dientecitos. Sus orbes azules como el cielo intentaban contener las lágrimas.

Pero, ¿A qué se debe todo esto? El príncipe del Reino del Bosque Verde, futuro guerrero valeroso, muriendo de miedo en la fría comodidad de su cama.
Pues el motivo era claro: aquella mañana de enfrentamientos, él había ganado el combate. Otra vez. Su débil hermano, a pesar de ser físicamente mayor, nunca podía vencerlo, y él era demasiado egoísta como para dejarlo ganar.

Esas palabras resonaban en su mente:

«Egoísta. Alguien va a darte la lección que necesitas.»

Escuchó una agitación en la ventana. El miedo caló sus huesos, y de pronto sentía que su cuerpo le dolía entero. Quizás fueron solo las ramas, quizás había sido un mal augurio. La habitación se encontraba en total silencio, exceptuando los sonidos del húmedo exterior: la lluvia chapoteando en el césped, el viento silbando entre las hojas y las ramas quebrándose.
También se oía el respirar agitado del elfing. Pequeños gemidos agudos sonaban entrecortados luego de cada resoplido. Su garganta ardía por la fuerza que hacía al evitar el llanto.

Lentamente comenzó a cerrar los ojos. No quería dormir, pero llevaba días sin hacerlo. Había contado una semana y media, donde cada noche era una tortura interminable de esperar algo que no sucedía. Sin embargo, iba a suceder. Si se dormía, lo iban a atrapar. Ya había ocurrido, y nada impediría que volviese a pasar, excepto el quedarse despierto.

La clave era herirse. Si clavaba sus diminutas uñas en su cintura, por encima de las telas de su ropa, entonces el dolor impediría que su sueño lo venciese.

—Mhm... —un gemido agudo escapó de sus finos labios cuando sintió sus uñas clavadas dentro de su carne. Arrastró el dolor un poco hacia adentro antes de no poder soportarlo más. Era débil, justo como su hermano. Pero no lo suficiente, debía serlo más.

Lo volvió a intentar, esta vez más fuerte. Sin embargo, quedó paralizado ante el sonido de pasos que se acercaban. Sus agudas orejas picudas percibieron las pisadas de la muerte aproximarse a él. No entendía, no estaba dormido. ¿O acaso soñaba? Escuchó una mano en la perilla de la puerta, e instintivamente dejó de respirar.

Ya no oía nada, pero podía imaginar el movimiento exacto de un sobresaliente dorado en la puerta bajar lentamente hasta que:

click click.

Abierto.

Un chirrido se extendió desafinado por unos largos segundos, y sintió en el aire su presencia. Había llegado el momento. Cerró sus ojos y los apretó con todas sus fuerzas, volviendo a la respiración agitada mientras sentía que su corazón inmortal galopaba en sus tímpanos. Pasos veloces se acercaban más y más, y la adrenalina en su cuerpo aumentaba a cada segundo. Apretó las rodillas y los muslos hasta el dolor, sin poder abrir los ojos, con las uñas clavadas en su piel.

Algo jaló de su manto protector, dejándolo expuesto a su mirada. Un simple niñito en posición fetal, vestido con su clásica ropa verde y castaño. Tenía botas, molestas y oscuras. En su vientre, descansaba estrujado un muñeco. Algo así como un peluche con la forma de un ciervo. Estaba siendo abrazado por largos bracitos delgados que se hallaban enganchados a las prendas, y bajo las pequeñas yemas de los dedos, la ropa tenía rastros rojizos de sangre cálida, húmeda, recién drenada. Los ojos antes azules, se encontraban encerrados por párpados, que no estaban lo suficientemente cerrados para evitar que se derramen lágrimas de plata que mojaban el colchón.

Advirtió sobre su nuca la fría mirada de desaprobación que todos los días lo perseguía. Temblaba como nunca antes, y ahogaba sus sollozos como podía. Sabía que si emitía algún ruido ahora, el castigo podría ser peor.

Pronto sintió que su brazo se desprendía de su hombro. De una brusca jalada, había sido elevado de la cama. No había dejado de abrazarse, pero ahora colgaba de una de sus extremidades. Sollozó de dolor al sentir el fuerte tirón en su hombro, y en respuesta a ese maleducado comentario sin palabras, recibió una cachetada prendida fuego en su húmeda mejilla. Su cara comenzó a arder, adormecida. Supo que era el momento de cerrar la boca. Ya no sentía sus lagrimas drenar en sus pómulos, pero estaban ahí, pues al llegar a su garganta se sentían frías y cortantes.

El rostro de aquél elfo que le quitaba el sueño yacía maligno frente a él. Sus ojos de un color azul apagado eran profundos y grandes, y una sonrisa macabra se dibujaba bajo su picuda nariz. Unos dedos largos y fuertes pellizcaban la piel de la frágil muñeca del niño, que era arrastrado fuera del cuarto penumbroso en el que se hallaba. Sus ojos continuaban sellados, pero podía ver en su cabeza el camino exacto que tomaban, el mismo que habían recorrido tantas veces.

Jalaba más fuerte de su brazo cada vez que doblaban bruscamente en alguna esquina, haciendo aparecer nuevos moretones en su delicada piel de seda.
A través de sus párpados sólo veía luces, y escuchaba las pisadas ágiles de su propietario aplastar duro en la madera. Con cada paso que daban, la luz que se colaba se hacía más y más tenue. Aún no había abierto aquellos ojos cielo que ahora lloraban como el verdadero.

Sintió tirones que lo impulsaban arriba y abajo, y supo que se encontraba en aquellas escaleras. Unas largas escaleras de caracol que llevaban a una bóveda en el palacio, escondida ante cualquiera que no pusiera todos sus esmeros en buscarla. El pequeño tenía acceso privilegiado, pues aún intentando escapar, la bóveda volvía a él. El tramo en las escaleras era largo, casi como una parada de alivio antes del eterno sufrimiento. Y el casi se debe únicamente al dolor de espalda que le ocasionaba el estar colgado de un brazo. Deseaba desarmarse, que sus huesos se desprendiesen y así quedara sólo su brazo esquelético apresado en las salvajes manos del desquiciado.

Tap tap tap tap tap

TAP

Las zancadas regresaron. Faltaban apenas metros para cruzar las puertas, siempre entreabiertas, pues no tenía cerradura.
Finalmente, la oscuridad se apoderó de su vista. Cuando intentó abrir sus ojos, ya era demasiado tarde. No se veía nada, excepto por un hilo de luz pálida que venía del pasillo de las escaleras.

Su estómago dio un vuelco cuando sintió que se elevaba por el denso aire del cuarto hasta caer de espaldas al suelo. Sintió una presión en su pecho al chocar contra aquella madera seca, y de pronto sintió que el aire le pesaba. No pudo inhalar si no hasta luego de unos segundos de tomar grandes bocanadas de aire vacío. Cuando pudo estabilizarse, se arrastró hacia la pared más lejana, raspando sus rodillas contra el suelo.

Un agarre lo detuvo y jaló de una de sus piernas, obligándolo a caer de cara a la madera. Clavó sus uñas en los pliegues y logró sostenerse unos segundos mientras era elevado de sus piernas, hasta que sus pequeños dedos fallaron el agarre y volvió a caer al suelo. Esta vez, no se movió. Hilos de sangre brotaban de la punta de sus dedos y caían en su mano, pues algunas de sus uñas se habían desprendido ligeramente.

—Levántate. —oyó de una voz grave y sin vida. —No es digno de un príncipe que te encuentres en el suelo. —chasqueó con la lengua mientras que veía que niño apoyaba sus manos temblando, intentando levantarse. —Sangre Sindar... —rió entre dientes. El príncipe, con la respiración agitada y los músculos doloridos, obedeció la orden. Sus rodillas estaban raspadas por la descuidada madera de aquel sótano, y sus heridas en las manos y cintura ardían más que nunca. Tenía muy poca sangre drenando de su nariz, pues se había dado dos golpes secos contra el suelo; pero eso no lo sabía. —Quédate quieto. —Apenas vislumbraba la forma del elfo frente a él, y las lágrimas habían dejado de caer, quizás porque ya no quedaban.

La silueta se movía frenéticamente, como corrida por el tiempo, mostrando aterradoras figuras en la oscuridad. Parecía que se desvestía, pues escuchó caer de lleno telas al suelo. Él estaba parado, como podía, con los brazos recogidos en su abdomen y las rodillas tambaleándose. Intentaba cerrar los ojos, pero sabía que la represalia podría ser peor.
Miró la ranura de la puerta por el rabillo del ojo. Era la primera vez que esa puerta no estaba cerrada, trabada por alguna banqueta del lado de adentro. Buscó la banqueta de madera por el cuarto, pero no la encontró. No había suficiente luz.

Un agarre repentino lo sorprendió. Sintió que sus prendas eran jaladas hacia adelante, y de pronto estaba nuevamente elevado del suelo. Intentó sacudir sus piernas, pero fueron rápidamente detenidas por el agarre del ahora desnudo elfo mayor.

—Grita mi nombre. Quiero que lo llores, así nunca lo olvidarás. —oyó un murmuro, y sollozó desesperado. Deseó que su garganta se incendiara en ese mismísimo momento. —¡GRITA MI NOMBRE! —el grito ronco que sonó estrepitoso en la pequeña habitación le dio al niño un susto que lo hizo encogerse, aún elevado en los aires. Nuevamente sintió que el aire le faltaba. Las palabras no querían salir, su garganta ardía horrores y se encontraba débil.

Sintió de nuevo un golpe en la parte occipital del cráneo. Su cabeza dio vueltas unos segundos mientras un dolor agudo invadía sus sienes. Si no hablaba, moriría.

—Astsereg... —dijo de pronto. Su voz salió como un susurro, que pronto se acercó con una tos seca y aguda. —Tu nombre es Astsereg.

—Astsereg va a darte una lección, Legolas, y más te vale que esta vez aprendas, o tendrás que repetirla hasta que pases. —no oía su voz, sólo murmullos roncos que eran escupidos a centímetros de su rostro. De pronto sintió que sus finos labios eran recorridos por una lengua húmeda y cálida, que fue seguida por unos dientes que se clavaron en su labio inferior. Un dolor agudo invadió de pronto la zona, y el sabor metálico de la sangre comenzó a drenar dentro de su cavidad bucal.

No se percató de que bajaba arrastrado por la pared hasta que sus pies tocaron el suelo. Parado, estático en su lugar, se clavó contra la madera mientras que sentía cómo Astsereg bajaba sus manos de dedos larguísimos por una de sus delgadas piernas. Su contacto se sentía doloroso. Suavemente sostuvo su pierna con una mano mientras que con la restante retiraba una de sus botas. Hizo lo mismo con la otra mientras susurraba palabras tranquilizantes en su lengua.

Legolas seguía con la espalda clavada en la madera de la pared desgastada, temblando de pies a cabeza. Había un nudo atado en la boca de su estómago que se apretaba más y más cada vez que el mayor movía la yema de sus dedos sobre su cuerpo. Su piel tersa ahora pinchaba contra la ropa, pues todos los pequeños e invisibles pelos de su cuerpo estaban erizados de frío. Su respiración entrecortada ponía nervioso al mayor, pero era incontrolable. Estaba asustado.

Se encontró despojado de todas sus prendas con una lentitud que aumentaba los pálpitos de su pequeño corazón. Había una latente esperanza de que el pequeño hilo de luz de la puerta se expandiera de repente, y alguien entrara a salvarlo. Quería a su padre, necesitaba correr a sus cálidos brazos. No controló un sollozo, que salió casi como una pequeña explosión de aire que no podía ser más retenida por un par de pulmones doloridos de respirar oxígeno tan denso. Inmediatamente fue reprendido por otro cachetazo, más fuerte que el anterior. Cayó al duro suelo, ahora completamente desnudo, y su cara adormecida rápidamente se tornó de un color rojizo, con marcas de dedos en su mejilla. Ahora no dejaba de llorar.

—No quiero... —alcanzó a decir entre sollozos. —Por favor... —cubrió su rostro con sus manos ensangrentadas y gritó las pocas voces ásperas que salieron de esa garganta irritada. —¡No he hecho nada malo esta vez!

El atrevimiento obtuvo rápidamente una respuesta. Fue arrastrado contra la pared del cabello y calló tendido nuevamente, sintiéndose pesado por primera vez. Ambas orbes azules se abrieron como dos bolas de cristal empapadas cuando sintió el agarre duro de las manos del mayor sobre su cintura. Se sacudió desesperadamente mientras intentaba soportar el ardor de las heridas previamente provocadas por sus mismas uñas, ahora siendo profundizadas por esos gruesos y largos dedos. —¡SUÉLTAME! ¡DÉJAME IR! —gritó desesperadamente antes de que una mano cayera de lleno sobre sus labios, apretando su cabeza contra el suelo. Sujetado de la mandíbula, ahogando gritos en la dura mano del contrario, fue brutalmente colocado de rodillas. Sus heridas se abrieron ante el roce con la accidentada madera seca. Las lágrimas caían espesas, como cascadas sobre sus mejillas enrojecidas.

Intentó patear al sentir una mano sobre sus muslos, pero le fue imposible. Estaba inmóvil en el suelo, con la cabeza tirada hacia atrás, amordazado por dedos ahora ensangrentados. Sintió un agarre frío en sus glúteos y no tuvo tiempo de pensar en lo que iba a suceder, pues un grito totalmente mudo salió de su garganta. Su piel extremadamente roja no aguantaba la presión mientras su cabeza daba vueltas. Sentía que estaba siendo perforado, y no podía ver lo que ocurría, pues sus ojos ya no eran capaces de mantenerse abiertos. Sintió su propio cabello en su cara, empapándose, mientras que los músculos de sus piernas dejaban de responder. La otra mano gruesa, que había soltado su pierna, recogió sus dos muñecas finas en sus lumbares, y jalo de sus brazos hasta tener al elfing totalmente quieto, expuesto.

El sufrimiento no cesaba; las lágrimas parecían ser eternas, y la sensación de desgarre entre sus piernas era lo más doloroso que había imaginado jamás. Sintió de pronto que un líquido caía entre sus muslos, pero los movimientos no dejaban de embestirlo, perforándolo y restregando contra el suelo sus rodillas.

—Mira dónde está tu Sangre Sindar, Thranduil Oropheriôn. —escuchó un grito ronco que venía de su espalda, acompañado de una risa resonante y macabra, mientras la velocidad de las estocadas aumentaba. Sentía que lo apuñalaban una y otra vez.

Estuvo al borde del desmayo cuando las manos lo soltaron. Ya no le quedaban voces para gritar. El cuchillo que lo apuñalaba se desenterró de sus carnes, y el chico cayó tendido al suelo. Respiraba agitado, mientras lloraba en silencio, pues no podía hacerlo de otra manera. Entreabrió los ojos y logró ver una figura de un elfo alto parado frente a una esquina. Por el sonido, parecía que orinaba entre jadeos. El príncipe movió sus brazos libres y temblorosos hasta sus piernas moribundas, y comprobó que aquél líquido que caía era sangre.

—Conoces las reglas. —oyó de pronto. —Yo no le diré a tu padre que eres un egoísta, pero tú no debes mencionar esto. —sintió un agarre en su hombro y se encogió más en posición fetal, llorando. —Si el rey se entera de que su propio hijo no puede con los entrenamientos, te expulsará del reino; te dejará a la merced de las arañas o te llevará a las garras fogosas de un Balrog. ¿Quieres eso? —el niño negó rápidamente con su cabeza, imaginando escenarios penumbrosos con todos esos castigos. —Él confía en ti, y estará muy decepcionado si se entera de cómo has estado fallando. Pero para tu suerte, yo no diré una palabra. Te haz caído por las escaleras, si preguntan qué sucedió. Y a mí ni me haz visto desde la mañana. —el elfing asintió agitado, temblando de frío y de miedo. —¿Qué se dice?

Sintió vergüenza. Se hallaba tendido en el suelo, aterrorizado de sólo imaginar lo que su padre pensaría de él. No quería ser una decepción. —Gracias. —musitó, con un fino hilo de voz que sacó de donde todavía quedaban fuerzas.
De pronto, la figura enorme desapareció tras la hendidura de color plata, y él se encontró en soledad. Sus rodillas dolían, y sus manos temblaban. Aún tenía las mejillas adormecidas, y las puñaladas ardían como jamás había ardido una herida. Las uñas en su cintura ya eran lo de menos. Tenía frío, más no poseía fuerzas suficientes para levantarse. Le costaba respirar; sentía cómo sus pulmones trabajaban para ensancharse lo máximo que podían, para luego largar el aire entrecortado.

Cayó rendido en un profundo sueño. Él no lo recuerda, pero pasaron cinco horas de desesperación en el palacio buscando por el príncipe.

Al abrir los ojos, notó que nada había sido una pesadilla. Su cuerpo estaba adolorido, pero el que antes era el mayor de los dolores ya no se sentía, y su rostro volvía a sentir el calor en los pómulos. Se sentía mucho mejor. Sus rodillas seguían gravemente heridas, y notó que su sien ardía y drenaba un poco de sangre. Esa herida no la había notado antes. Su cintura estaba marcada, pero nada seguía abierto. Sólo ardor.
Se arrastró por la habitación, pues sus piernas le dolían demasiado. No le costó encontrar sus prendas, que se encontraban dobladas en una esquina. Con dificultad se vistió como lo hacía todas las mañanas, tapando cada uno de sus dolores con la tela.

Con ayuda de sus ardidos dedos pudo arrastrarse hasta la hendidura de luz pálida de la puerta.
Allí estaban, imponentes ante sus húmedos e hinchados ojos, las escaleras de caracol. Recordaba cada vez que había despertado así, arrastrándose y jadeando como una lombriz herida hasta la cima de las interminables y altísimas escaleras.
Apoyando sus extremidades lentamente en cada uno de los escalones, logró trepar a la cima en un poco más de una hora. Al llegar al último escalón, se percató de que podía mover sus piernas casi a la normalidad. Con pequeñas lágrimas en sus ojos, corrió sostenido de la pared por un largo pasillo hasta una puerta.
No hizo falta seguir más, pues del otro lado se hallaba un espantado Grindell, que al ver el estado deteriorado del príncipe, no dudó en asistirlo.

Todo había terminado, por ahora.

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¡Hola! Bueno, como habrán notado, este es un nuevo formato de capítulo. Habrá capítulos que remitirán a hechos del pasado, que siempre estarán bien señalados. Son los capítulos de Recuerdos, donde voy a aclarar qué año es y cuánto pasó hasta el presente en el que esté la línea temporal de la novela. También voy a aclarar el lugar en el que se va a situar el recuerdo.

Como son recuerdos, van a estar mayormente narrados con focalización interna, pero no serán necesariamente todos.

¿Qué les parecen estos capítulos? Me pareció un detalle importante para ciertas historias que no son fáciles de contar en un diálogo, como podría ser esta. Pobre Legolas...

¡Gracias por leer! No se olviden de comentar y de compartir y de darle a favoritos si les gustó :)

~Valen

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