Era una temporada de otoño y eso, Loki lo sabe a sus cortos diez años.

Una temporada dónde hay un frío que no perjudica a nadie y el cual no le toman mucha importancia los habitantes, dónde las hojas se vuelven amarillas o rojizas para caer de los árboles como si danzaran en el aire con demasiada elegancia.

Desde la altura de una de las cuantas torres del palacio de oro que tenía como hogar quedaba embelesado desde ahí, pero en dónde estaba no  apreciaba la belleza de la naturaleza en Asgard.

En la gran biblioteca estaba sentado prestando atención a la gran mujer que tenía enfrente, su madre. Tenían una clase especial que requería de toda su comprensión para ser un buen hechicero a la altura de su progenitora.

—Algo muy importante que caracteriza a un gran hechicero de todos es su mente—dijo la rubia señalando a su propia cabeza.

–¿Por qué madre?–preguntó Loki curioso de aquel dato.

Observándola con ojos grandes, sedientos de aprendizaje.

—Porque todo enemigo querrá apoderarse completamente de tu mente, nuestra mente es nuestra fortaleza a la hora de hacer un hechizo, cariño—explicó tranquila con una leve sonrisa.

–¿Entonces tengo que estar bien de mi mente para no caer ante mis adversarios?–atacó con otra duda el joven príncipe aún confundido.

—Suena simple pero es difícil mantenerlo así—suspiró con pesadez—porque siempre habrá una calamidad ante nuestro camino que nos hará dudar sobre nuestro propio juicio que nos hará caer, pero depende de ti levantarte aún más fuerte—sentenció señalando al azabache duramente.

Aquella mirada tenía un brillo demasiado diferente al usual en ella. Uno que Loki se dió la oportunidad de tratar de descifrar.

Más nunca pudo saber de qué era.