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Prólogo

    Por fin le habían dado las vacaciones. Darío había investigado por Internet y había hecho un pequeño sorteo con el fin de decidir a qué lugar iría este verano. Sentado frente a la mesa del ordenador cerraba los ojos removiendo cada papelillo doblado y revuelto con otros, dentro de sus manos formando un puño más grande y extraño; espacio suficiente para que no hubiera trampa ni cartón.

    No era la primera vez que viajaba. Solo que lo había hecho con Marta. Ella había pasado a la historia cuando decidió ponerle los cuernos con Justo, un buen amigo de la pandilla. «¡Si es que hasta el nombre lo tiene feo!», pensó. ¡No sabía que semejante inocentón terminaría por ser la alimaña más voraz, ave de rapiña y carroñero de todo el planeta! Esta vez realizaría el viaje solo. Nada de amigos que fuesen unos chupasangres traidores. «Uno era suficiente para consigo mismo y su reflexión en su yo interior». Al analizar la complicada frase le entró un ataque de risa. Se encontraba en un nivel «patético» asemejándose a cualquier clave de humor de un ocurrente monologuista. Realizando frases que no tenían apenas sentido.

    Había hecho las maletas con tiempo. Se llevaría lo justo para no cargar con tanto. Al fin y al cabo había alquilado una de aquellas casas de la pedanía donde le aseguraron que había luz, electrodomésticos y un largo etcétera de comodidades en mitad de la nada. En mitad de la nada... ¡Era suficiente para un autorrescate! Porque, veamos, para volverse loco ya estaban los que pululaban a su alrededor con un grupo en WhatsApp donde podían aparecer de repente cien mensajes en minuto y medio. Cien mensajes tan vacíos, como aburridos, como vete a saber si ciertos. Porque cada cual se había desperdigado. Porque todos tenían con quién ir y lo harían por separado de la peña de amigos. ¡Mejor! ¡Viva la libertad! Decidir por si mismo evitando los chungos conflictos.

    Se secó su frente empapada con el dorso de la mano. El aire del ventilador que había colocado al máximo no le otorgaba la condenada tregua. Deseaba que, allá a donde iba, las temperaturas fueran más suaves y llevaderas o de lo contrario acabaría derritiéndose como un delicioso bombón. O como una triste e insípida pieza de hielo.

    Le esperaban casi siete horas de camino. Eso no se lo quitaba nadie. Y a saber cómo estaba la casa de alquiler que vio por encima en la página de Internet de aquella famosa inmobiliaria. Además, si se esmeraba y salía temprano, llegaría, entre unas cosas y otras, a la hora del casi crepúsculo. Cerró los ojos completamente abrumado. ¡Qué más daría! Lo que necesitaba era un retiro, que no espiritual, pero sí psicológico, puesto que las noticias, la gente de a pie y los compañeros de trabajo ya lo habían vuelto más loco de lo que estaba con su hipocondría. Seguro que se le pasaría todo en cuanto estuviese allá, lejos de todo signo humano. O casi lejos, pues tampoco es que el pueblo estuviera completamente despoblado.

    Cargó con las cosas y las colocó dentro de su coche; un Toyota blanco. Un SUB híbrido urbano al que le estaba sacando jugo cuando había tenido que cambiarlo porque el anterior, de varios años ya, lo había dejado tirado. «Vaya. Como Marta con Justo», tarareó su traidora cabecita al reflexionarlo. Lástima que a aquel no lo hubiera podido tirar a la chatarra como a su coche. Se hubiera quedado en desuso. Fuera de servicio.«Catapluschimpúm, y a la mierda. Ni pa ti, ni pa mí». O bien habría podido mandarlo por el servicio de paquetería exprés en el que trabajaba, allá a Rusia. Bien lejos de donde pudiera causar algún tipo de desgracia con su gilipollez. Se elevaron sus comisuras al considerarlo. Haría tantas cosas con él y que tenía apuntadas en su lista imaginaria que acabaría por evaporarlo en la atmósfera. Eso, en el caso de mandarlo al espacio contratando a la NASA para ello. Negó, divertido. ¡De acuerdo! Se estaba comportando de un modo infantil. Mejor sería no pensarlo.

    Terminó de cargar el equipaje en su coche. Había cerrado a cal y canto su pequeño pisito en el barrio de Ruzafa. Se acoplaba a su personalidad activa y festiva porque allí podías encontrar cuanto buscases para salir de fiesta o lo que se terciara. Recordó que, con la pandemia se había prohibido, o mejor dicho, restringido. "Prohibido, prohibido, prohibido". Todo por salud... ¡Maldita sea la mierda que soltaron desde a saber donde para cargarse a saber a cuántos por gusto y placer de hacerlo! Por no decir, que cuantos más se cargasen, más puntos tendrían, como en uno de esos videojuegos famosos. Y si él se fuera a morir mañana, prefería pasarlo la mar de bien hoy, siempre dentro de unas normas de respeto y cuidado hacia el resto de la humanidad, la cual no tardaría nada en convertirse en una nueva raza de mutantes. O de zombis... Aún era pronto para saberlo. Se había llevado dos cajas de mascarillas de color negro y algunas botellitas de gel hidroalcohólico. No fuera a ser que no le diera tiempo a lavarse las manos y se tragase al maldito bicho, enfermando. Simuló un escalofrío. De repente se parecía a la viejecita del quinto. Se resistía a salir y era su hija quien le hacía la compra y demás. Pero es que no podía estar así, sin darle el sol y el aire. Que la vitamina D es muy buena para los huesos. Como siguiera así enfermaría por culpa de las carencias. Por falta de su masa muscular cuando no se movía ni un ápice. Y todavía estaba bien para andar, más o menos. Y tenía un buen ascensor que evitaba que tocase las escaleras. En fin. ¡Que ya se apañarían la hija y ella! El marido no, desde luego. Hacía un año que había fallecido. El pobre hombre ya estaba criando malvas. No, por culpa del Covid, gracias a Dios, sino por vejez. Además había fallecido durmiendo plácidamente. Una muerte tranquila que ya quisiera más de uno tener llegado su momento.

    Sacudió la cabeza obligándose a cambiar de tema. Llevaba todo. E iba a desaparecer por un tiempecillo. Seguramente se armaría la revolución cuando doña María, que controlaba al dedillo cada una de sus salidas y entradas del piso a través de cualquier ventana o desde el balcón donde se sentaba a hacer como que estaba cosiendo cuando en realidad estaba escudriñando a todo bicho viviente. Lo tenía más controlado que si fuera su propio ángel guardián. Pronto empezaría a echarle de menos verle. Se le descuadraría parte de su trabajo diario, no remunerado, de «vigilante de la playa». En este caso, vigilante de las calles. Esa mujer hubiera sido un diez para trabajar junto al FBI. O como parte de la patrulla del barrio.

    Por fin salió de las inmediaciones de la ciudad tomando la ruta adecuada según la voz femenina de Google. Salvo que lo llevase hasta un campo de naranjos, orilla de un barranco o confundiera con otro pueblo, llevándolo hacia otra comunidad, por ahora iba correlativamente. Estaba en manos de aquella voz femenina, metálica y exagerada que esperaba que no lo traicionase como la propia Marta.

    —Mujeres —gruñó.  


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