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2.

Tiró las llaves sobre la mesa, subió las escaleras y se dejó caer sobre la cama. ¡A la porra «la pájara»! Y con ello no se refería a Sofía. Sofía... esa mujer que había aparecido de la nada y con la que se le iba todo de las manos. ¿Dónde había dejado la idea de buscar su estado Zen aparcando toda relación que pudiera entorpecer sus vacaciones?, su estado sentimental dañado. ¿Dónde, evitar ponerse en riesgo en el tema del amor? ¡Como si Marta no lo hubiera lapidado bastante con su infidelidad! Marta y el cabrón de Justo. En el fondo, esos dos eran tal para cual. Rememoró la mirada de Sofía, su carácter seguro, su aptitud y atractivo... Era de aquellas mujeres que escaseaban, tan difíciles de encontrar y que, en el fondo, le imponían. Pero a la vez le atraían. ¿Finalmente respondería que sí a su petición? La intriga lo estaba matando.

    Cerró los ojos abandonándose a la calma. Probablemente ya no le llamaría. Ni le mandaría algún mensaje. No había dicho nada. Así que no había plan próximo posible con ella. ¡Una lástima! Ella le parecía de lo más interesante. «No me habrás agregado a tu lista negra». «¡Quien sabe!».

    —Seguramente, sí —se respondió en mitad de un quejido de decepción abandonándose a no pensar ya en nada.

    Igualmente soñó con ella. Eran sueños húmedos, divertidos, fogosos, extenuantes... Sueños en los que la poseía sin pedirle permiso, y que ella aceptaba con gusto, dándole directamente ese sí. Y se despertó sudado. Tan húmedo como el mismo sueño. Excitado. Estaba en lo cierto. Probablemente estaba aparcando el estado de «Dora la exploradora», por el de «explórame y gozamos». Se rio de su hilarante pensamiento. «¡Borde! Que eres un borde». «Pero mira lo bien que lo pasamos».


    Sofía se estiró sobre la cama. Suspiró con la mirada dirigida hacia el techo. Observó la lámpara con atención. Esta tenía una forma geométrica tan desigual como su propia vida. Como cada uno de aquellos gilipollas que pasaron por ella para dejarla resentida. Sacudió la cabeza respondiéndose a una pregunta mental que él le había formulado, y a la que todavía no le había dado respuesta:

    —Será una locura si acepto —murmuró hacia el silencio—. Una relación sin daños colaterales. ¿Y si al final de cuentas se produjeran? —Las dudas la asaltaron. Una relación superficial. Sin enamoramientos, sin compromisos, sin un futuro a su lado. Sin recuerdos de los que echar mano para rememorar. ¿Y si uno de ambos terminase enamorado del otro? Entonces... ¿Qué harían entonces?

    Nada era fácil. Ni lo había sido hasta ahora. Siquiera lo sería nunca. Y con treinta y pocos urgía una estabilidad, y no flirtear a tontas y a locas. Una aventurilla interesante tampoco haría mal a nadie y le daría una chispita de vida a un corazón aletargado y derruido. Siempre que ese corazón comprendiera que no se podría ir más allá de pasarlo bien y punto. ¡Qué cabrona se volvía la mente cuando le daba por pensar! Cuando no sabía actuar y punto.¿Y las consecuencias? ¿Y los residuos que se pudieran crear? Cerró los ojos en busca de paz dejando el cuerpo laxo. Pensar solo supondría amargarle más la existencia. Y no estaba por la labor de eso. Solo de pasarlo bien y ya está. Además, el chico estaba de muy buen ver. Y la propuesta era de lo más atractiva. La tentación se asomaba a la ocasión con impaciencia, ansiosa por interpretar ese fugaz papel.


    Sin noticias de Sofía, Darío decidió salir por su cuenta. Daría un paseo por las afueras de la ciudad. Llevaría consigo lo necesario para hacer un poco de treecking y poco más. Y con poco más se refería a realizar algunas fotos, más una parada en mitad del camino para merendar. Algo que cupiera en su mochila sin pesar. Que para pesar, ya estaba su corazón malherido.

    Tomó rumbo hacia el norte. Las chicharras entonaban una cantinela que servía de alarma y aviso de temperaturas altas. Salir a andar, con semejante calor, sería mortal. No las hizo caso. No fue el único que las ignoró pues se cruzó con algún que otro caminante durante la ruta. La locura se contagiaba por igual, o era el modo más rápido de consumir y aprovechar cada minuto de tiempo libre que se pasara en el pequeño municipio.

    Maldijo la cobertura esta vez por no perderse cuando más lo necesitaba. Sucesivos avisos de mensaje no dejaban de entrar provocándole un tic molesto en uno de sus ojos. El modo más rápido de subsanarlo sería abandonar el grupo y mandarles a paseo. Sin embargo, acto seguido se enfadarían mucho con él. La soledad tampoco es buena. No tenía pensado perder a los amigos que tanto le había costado conservar. Aunque a pesados no les ganaba nadie. Incluso después de haber dado aviso de que deseaba desconectar. Exhaló a punto de hacer estallar la bomba. Se contuvo.

    Inhaló con fuerza buscando llenarse del aire limpio. De una serenidad que se escapaba demasiado deprisa de su cuerpo y de su mente. Dispuesto a rellenar sus pulmones de un aire que no fuera el viciado que tenía que soportar debajo de tanta mascarilla. ¿Cuándo acabaría aquella alienación?¿Cuándo iba a regresar la ansiada normalidad después de esto? Nunca. De eso estaba seguro. Pero también que, en mitad de ese caos, quería ser capaz de encontrar el espacio vital que evitara que entrase en paranoia. Para eso había realizado este retiro. Para devolver parte de su estado mental desgastado, por una reparación, sanación, o algo que estuviera relacionado con ello.

    Distrajo su mente realizando unas cuantas fotos. Fijándose en todo pequeño detalle con el fin de distraerse. «Estoy bien. Paz. Bienestar y sosiego». Fue el mantra que fue repitiéndose con la intención de que funcionara. Un mensaje entrante lo sacó de su meditación:

    • «Dónde estás?»

    Era de Sofía. ¡Era de Sofía! ¡¡Sofía!! Tenía que responder cuanto antes.

    • «Dando un paseo»

    • «Dame tu ubicación e iré a buscarte»

    Tomó aire antes de volver a teclear. No podía ser posible que finalmente tuviera interés por él. Que volviera a reclamar de su compañía. ¿Eso significaba un sí?

    Buscó en Google. Y de repente la maldita cobertura comenzó a fallar de nuevo.

    —Vamos. Funciona, cabrita —fue espetando al tiempo que alzaba el teléfono en alto buscando que esta se abriera. A duras penas lo consiguió y se lo mandó. Tampoco que es Google cooperara dándole el punto exacto de su posición. Ya le iría dando más indicaciones por el camino, salvo que aquello fallara otra vez.

    Y el corazón se le desbocó. Volvería a verla. Ella había dado un primer paso. ¿Cómo podía actuar para no estropear el momento? Se rascó la nuca con inquietud. Estaba actuando adecuadamente apoyando su primer paso. Dejándose llevar. ¿Y qué haría después?

    Cuando la vio acercándose desde lo lejos se llevó la mano al pecho pidiéndole a su corazón que no entrase en infarto. Ella llevaba un vestido vaporoso, casi trasparente, de color rosa palo, y debajo, ropa interior de encaje. Puede que lo hubiera hecho adrede. ¿Lo había hecho adrede? ¡Seguro que sí! Se fijó en que cargaba una bolsa de rafia de esas enormes del súper. Corrió a ayudarla.

    —¡Madre mía! ¿Pero qué traes ahí? —preguntó colocando un gesto de intriga.

    —Pues la merienda.

    —¿La merienda?

    Sofía entornó la mirada.

    —¿Vas a rechazar mi invitación después del esfuerzo que estoy haciendo?

    —¡Por supuesto que no! —contestó entre aspavientos—. Muchas gracias por el detalle. Pero esto indica que te deberé una invitación.

    La mujer torció los labios de manera graciosa. Terminó asintiendo.

    —De acuerdo. Acepto.

    —Guay.


    Buscaron un lugar a la sombra. Darío se quedó pasmado observando cómo ella sacaba de dentro de la bolsa una manta fina de algodón con cuadros verdes y rojos, sobre fondo vainilla. Era enorme. La ayudó a estirarla. A colocar encima los recipientes herméticos con los que había traído el rico pícnic. Además de la bebida.

    —¡Tendrías que haberme avisado! Has cargado con demasiadas cosas hasta aquí arriba.

    —Como si no fuera capaz de hacerlo... No me ofendas.

    Él alzó las manos a la defensiva.

    —De acuerdo. Disculpa, pues. Pero, ¿cuándo has comprado todo esto? Y, ¿dónde? Estoy flipando.

    —¿Eso es realmente importante?

    —Un poco sí, o no, o yo qué sé. Es que sacas tiempo incluso de donde no hay.

    —¡Porque soy la hostia! Y ahora come y calla —lo acalló señalando hacia toda aquella manduca.

    La observó extasiado. Cada mueca, cada gesto, incluso involuntario... la manera de morder el sándwich que había elegido; de masticarlo... De repente, todo era excitante y libidinoso. Era bonita. Podía jurarlo.

    —¿Qué?

    —Nada.

    —¡Embustero! —Se inclinó para tocarle la sien—. ¿Qué hay dentro de esa cabecita? Porque te acabas de quedar alelado.

    —Es que...

    —¿Es que? ¿Qué?

    Chasqueó la lengua negándose a confesar.

    —Nada.

    —¿Nada de nada?

    —Eso es.

    —¿Conquistas a las mujeres con este mismo diálogo para besugos?

    —¡No!

    —Pues te aseguro que, conmigo, me están dando ganas de echar a correr.

    —¡Ay, no! ¡Por Dios! Quédate ahí quieta —le rogó, mostrando la palma de su mano en un ademán de urgencia.

    —No me pienso mover de aquí. No te preocupes.

    Hubo una breve pausa.

    —Estoy pensando en si esta noche querrías quedar para ver las estrellas. —Tragó saliva reconociendo que había un doble sentido en la frase—. Lo digo en el buen sentido de la palabra. No me malinterpretes. Ni voy a zurrarte, ni voy a hacer nada extraño.

    Sofía estalló en una carcajada. Trató de recomponerse cuanto antes para contestar:

    —Bueno, aún no es tiempo de Perseidas. Pero será interesante.

    —¿Eso es un sí?

    —¿Lo parece?

    Sacudió la cabeza confuso.

    —¿Puedes dar una respuesta clara, por favor? —pidió, achinando los ojos como si sufriera de miopía.

    —¿Puedes darla tú? Si me estás pidiendo follar, sé directo.

    Darío abrió los ojos al máximo desconcertado. ¿Había dicho lo que había dicho? La lengua se le trabó. ¿Qué podía decir? Sofía volvió a estallar en una carcajada.

    —¡Me encanta la cara de gilipollas que estás poniendo! —Se burló, divertida—. ¿Y yo pensando que eras un «echao p'alante» porque fuiste el primero en mencionarlo?

    —Lo cierto es que... —le sudaban las manos, se le enredaba la lengua, temblaba como un flan. Lo había pillado por sorpresa—, cuando te lo mencioné no creía que fueras a...

    —¿Decir que sí? ¿Que nos enrolláramos?

    —Vaya. Dicho así suena fuerte.

    —Contundente. Sí. Y sigues esperando mi respuesta, ¿no es así? Tal vez si formulas bien tu pregunta...

    —¿Cómo te gustaría que la formulara?

    —¿Quieres que nos enrollemos, bonita? —largó, muerta de risa—. No. Así no. O te mandaré a la mierda. En serio, ¿qué estás buscando en realidad?

        —Pues formulado así...

        —¿Un rollo de esos sin compromisos ni futuro? ¿Has pasado por una situación bien jodida, tal vez?

        —Puede...

    —Puede. —Ladeó la cabeza analizándolo.

    —Vamos a hacer una cosa: nada de compromisos. Pasemos un verano divertido. Sin obligaciones, sin el temor a quedar bien o mal. A no tener que quedarnos colgados de una relación que luego nos pueda lastimar. Solo experimentar, vivir, divertirse. —Se descubrió a sí misma no siendo ella. Ni era así de atrevida, ni tan determinante, ni tan glacial. Sin embargo quería sentirse viva, sin ataduras, sin un imbécil que tuviera el derecho, sin tenerlo, a doblegarla a su merced por cuanto tiempo quisiera. Darío parecía majo. Y dispuesto a tener una de esas relaciones esporádicas que acabara cuando decidieran.

    —¿Estás segura de eso? —preguntó él.

    —¿Por qué no?

    Se encogió de hombros. Luego se movió hasta la bolsa y escondió algo en su mano. Apartó un poco todo hasta dejar suficiente espacio donde cupieran ambos a la perfección sin causar demasiados desperfectos. Acto seguido le mostró el paquetito sorpresa.

    —A que te dejo follarme. Aquí. Y ahora.

    Darío no fue capaz de discutirle nada más. La deseaba. Y si sería sin reproches ni tema serio, aceptaba con gusto. Pasarlo bien. ¿Por qué no?

    Se lanzó sobre ella besándola como si deseara bebérsela entera de un sorbo. Desprendiéndola de lo poco que llevaba puesto a estirones, torpemente. Sofía hizo lo mismo con esa misma torpeza y rapidez. Poco les importaba que algún turista los irrumpiera. Apenas le importaba que fuera a ser uno de esos polvos casuales que a saber si volvería a suceder. Solo sabía que deseaba perderse en ella. Que quería recorrerla con las manos; con la lengua. Por cada recodo de su anatomía más sensible, ahora con el vello erizado por el deseo. La sentía jadear, quejarse como un niño pequeño en plena pataleta, pero de un modo más dulce y exigente. Susurrar, pedir, exigir, acompañarle con sus manos hacia el lugar hasta donde deseaba ser tocada. Diciéndole a todo que sí. Recibiendo mucho de lo mismo. Darío era codicioso. Pero también ella. Decidido, sin temer a nada de cuanto le pidiera probar... al igual que ella, dejándose llevar, después de muchas embestidas, hasta el orgasmo más intenso, sentada a horcajadas sobre él y con la espalda arqueada en una posición de yoga imposible.

    Sofía se recostó a su lado disfrutando de la placidez que dejaba aquel estallido. No podía dejar de sonreír de felicidad. Darío ladeó la cabeza hasta encontrar su rostro.

    —Lo tenías planeado, ¿verdad?

    —Solo en mi mente —reconoció—. Y la realidad le gana con creces. Porque no soy nada de lo que ves en mi forma de ser. Ni de lo que piensas. Pero aquí, lejos de cuantos me conocen, puedo ser quien yo quiera ser.

    —Vaya... eso ha sonado poético.

    —Pues me alegro de que te haya gustado mi estado poético.

    Una pareja de turistas se dejaron ver por allí tomando esa misma ruta en su paseo. Se toparon con ellos. Darío se puso en pie a toda prisa tapándose las vergüenzas por encima con su camiseta. La que le había costado de encontrar entre todo aquel barullo que existía sobre la manta. Sofía simplemente saludó sin importarle su desnudez adoptando un gesto divertido. La mujer mayor puso cara de asco. El marido de esta negó, incrédulo. Y se largaron con rapidez. Sofía estalló en una carcajada. Darío la miró con el gesto torcido.

    —Aclárame algo, ¿eres una de esas exhibicionistas que les encanta ir a la playa y quedarse en pelota picada?

    Ella se lo pensó un poco antes de responder.

    —Puede. No sé. Averígualo tú —propuso, poniéndose en pie y recogiendo sus prendas que andaban desperdigadas por la manta, dispuesta a vestirse.

    Darío también se vistió. Su teléfono sonó y maldijo cuando vio de quién se trataba.

    —¿Me das un segundo?

    —Claro.

   Bajó la voz.

    —Maldita cobertura que fallas cuando menos lo necesito —maldijo en un murmullo casi imperceptible—. ¿Qué pasa, Ximo?

    —Yeeeh, ¿qué pasa, tío? ¿Aburrido de estar en un lugar apartado del mundo mundial y con ganas de fiesta? Te presentamos el plan «amigos» para que lo pases de muerte —dijo este adoptando el tono de voz del tipo de la Teletienda—. Tienes que venirte para Castellón. Hemos conocido aquí a unos pibones que te van a encantar. Tengo una para ti que te va a molar.

    —No. Gracias. Estoy muy bien aquí en mitad de tanta tranquilidad.

    —¿Acaso te has vuelto abstemio de sexo? ¿No habrás cambiado de gustos en el amor? Ya sabes a qué me refiero... ¿O quizá te has impuesto el celibato? ¿Qué te pasa, tío? Marta te ha dejado tan hecho mierda que no te reconozco.

    —Estoy bien. ¡En serio! Saluda a los chicos de mi parte. Tengo que colgar.

    —¡Eh! ¡Aún no cuelgues! ¡No me has contado de la misa a la mitad...! Por no decir nada —Esto lo dijo con la boquita pequeña, en un murmullo—. ¡Espera...!

    En cuanto colgó se encontró con el gesto de perplejidad de Sofía.

    —Me acojo al derecho de guardar silencio —se adelantó él, negándose a hablar. Ella se encogió de hombros imaginando que no hablaría ni aunque lo torturase—. Mira todo esto. —Abarcó con su dedo casi toda la superficie de la tela y el contenido que había sobre ella—. Se ha echado todo a perder —lamentó, viendo todo lo que se había salido de los recipientes y volcado sobre la manta.

    —¡Tranquilo! —tarareó,  alzando la mano—. No ha tocado el suelo. Sigue siendo «comestible» —alegó ella con una mueca chistosa.

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