1.
Tras unas cuantas paradas para descansar, comer algo, estirar las piernas o simplemente para vaciar la vejiga, llegó a Castrillo de los Polvazares. «Ha llegado a su destino», canturreó la mujer de Google anunciándolo. ¡Por fin! «Por Dios...».
Con la llegada de los turistas en tiempo vacacional las calles del pueblo se veían algo más concurridas, aunque no tanto como si se tratara de una enorme y transitada ciudad. Parecía ser un grupo de turistas que se habían empeñado en visitar el pueblo en tropel. Nada más. La escasez de acumulación de gente era bueno. Podía huir de las aglomeraciones sin problema. Tener la ansiada tranquilidad. Se fijó un poco más abarcando un buen radio de visión de izquierda a derecha. Era como sentirse dentro del programa de Planeta Calleja, pero sin Calleja. Sin público. Sin helicóptero ni cámaras de grabación. Algo un pelín más aburrido, pero acertado para su opinión. Un lugar donde WhatsApp, por lo que estaba pudiendo comprobar porque hacía un rato que no sonaba, funcionaba de tanto en tanto y eso evitaría recibir aquella tromba de mensajes de los que terminaba por solo leer la mitad. Todos ellos, ahora, se quedarían haciendo cola y entrando a borbotones, según se abriera la cobertura de Internet, o por el contrario permaneciera cerrado.
El pueblo estaba compuesto de calles adoquinadas, fachadas de arcilla rojiza y piedra, con puertas de vivos colores, y que formaban un punto de transición en el camino de Santiago a su paso por la provincia de León. Imaginó que ahora rezumaría vida. El resto del año, salvo en fechas señaladas, lo traspasaría algún que otro valiente peregrino que se atrevía a hacer la ruta incluso en tiempo adverso y frío. Que «haberlos ahylos», como dicen los gallegos. Y porque era una ruta bonita de hacer cargada de fervor hacia el santo y como no, de esperanza, en los desesperanzados.
Caminó a pie hasta la calle Real donde había alquilado la casa. Era de las más pequeñas. Abajo, la portezuela y un ventanal pintados de un tono marrón oscuro y un cerco blanco a su alrededor. Arriba un ventanuco más pequeño. Por su aspecto, era una casa pequeña, pero honda. Esperaba que, a pesar de ello, tuviera suficiente luz diurna. La cortinilla de la ventana era de aquellas caladas y blanca. Se acercó. A pesar de ellos, parecía preservar la intimada. De igual modo, evitaría pasearse por delante de ella en pelotas y con la luz encendida. La reja de hierro era buena idea para que nadie se colase a través de ella, por supuesto.
Accedió al interior. Abajo había un comedor salón que se compartía con una cocina completa. Bien dispuesta con sus electrodomésticos esenciales. En mitad de la estancia una mesa de madera y dos bancos a cada lado arreglado con varios cojines anchos evitando que este fuera incómodo, además de un par de sillas más. Al fondo una escalera y una portezuela. Dejó el equipaje en el suelo para escudriñar. La portezuela que tenía delante era la del baño. Uno completo con plato de ducha y bidé. Subió las escaleras. Arriba habían dos habitaciones. Eligió la de la cama más grande. La otra tenía dos camas de noventa.
La que escogió tenía una cama de matrimonio con una colcha moderna de figuras geométricas en color rojo y anaranjado sobre fondo crema. A su lado derecho había un perchero. Al izquierdo la mesilla de noche con una lámpara de pantalla, con el pie de porcelana en blanco y flores pintadas a dos aguas. Enfrente una cómoda híbrida: mitad madera, mitad mármol en su superficie acompañada de un espejo redondo individual. Sobre esta un par de jarrones alargados con capullos rojos de tela que conjuntaban con el color de los cojines de la cama y la moderna lámpara esférica.
En su propia esencia, la casa era pequeña pero acogedora. Y si a eso le sumamos unos radiadores para cuando llegara el frío, la hacía atractiva para próximas visitas incluso fuera de la más calurosa estación. Quizá hasta podría hacer cualquier escapada con alguna amante que se dejara. Se rio al pensarlo. Amantes... A su edad o sentaba la cabeza o terminaría por vestir santos, como decía su hermana la plasta. ¡Como ella no había tenido problema para encontrar al suyo! De hecho hasta habían recogido su fruto: una parejita, a cual más revoltoso y avispado para su edad.
Comprobó que todo funcionara o tendría que llamar a la inmobiliaria y que lo resolvieran. O al propio dueño, si se terciara. Todo parecía funcionar. Desde la luz al agua, los fogones, o a cualquier artefacto que se pudiera enchufar a la corriente. Nada estaba atascado. Todo parecía tan perfecto como si aquella casa no se detuviera ni en mitad de la espera de un cliente a otro.
Buscó la mascarilla y se la colocó enganchada de la muñeca. Metió el teléfono en el bolsillo delantero del pantalón, un par de pañuelos y las llaves. Estaba ansioso por empezar a investigar. Echar unas fotos de recuerdo porque no solo recorrería esta pedanía, además quería acercarse a los pueblos vecinos, aunque con tranquilidad. Se rio de si mismo: «¡Tú eras quien buscaba paz y ahora te empeñas en ir de picos pardos», se fustigó mentalmente. Pues sí. De repente se había emocionado demasiado. Pero, ¿y qué? Que no se dijera que se había largado a las quintas puñetas para hacer nada. Además, tendría huevos para publicarlo en sus redes sociales. Para que supieran, incluso la misma Marta supiera que se lo sabía montar muy bien sin ella. Que no la echaba en falta.
En la calle se estaba genial para ser pleno verano. En el caso de haber estado en Valencia habría ardido como en un infierno. No dejaban de anunciar olas y más olas de calor terminando asado como uno de esos pollos que se compran para un domingo, o para un festivo en tiendas especializadas. Unos establecimientos donde no hay quien soporte la elevada temperatura dentro. Darío no entendía cómo podrían soportar un trabajo tan duro. Todos aquellos que, en pleno verano, trabajaban enfrente de un horno y sobrevivían, se merecían un monumento.
En su teléfono había metido una tarjeta de memoria con más cabida. Nunca se sabe cuánto vas a fotografiar. Hasta dónde vas a ser capaz de llegar sin resistirte a inmortalizar cada momento, cada lugar, cada detalle. Era un pueblo pequeño y nada difícil de recorrer del tirón. Había sacado fotos al gran crucifijo que encontró en mitad de una encrucijada de calles donde se bifurcaba la Calle Real en dos. A la originalidad de la construcción y la estructura de aquellas viviendas. A los portones de aquellas casas pintados con colores vivos verdes o marrones. A la vegetación que formaba parte de un paisaje que parecía haberse detenido en el tiempo. Se hizo unos selfies. Inmortalizó incluso el detalle de los carteles escritos a mano que anunciaban el nombre de un establecimiento y una flecha indicando hacia dónde ir. Le vino a la cabeza la comunión de su prima Cristina. Como lo celebró en su casa de campo había todo un rastro de carteles indicadores escritos a mano y colocados desde el principio de la entrada a los caminos de la urbanización, terminando en el punto exacto al que se necesitaba llegar. Esto era algo similar. Como si fuera algo improvisado y con prisas. Como si se fueran dejando miguitas de pan. Sin importar cómo quedaran estos.
El campanario de la iglesia, con la luz del sol del mediodía perfilándolo, y visto desde sus espaldas, —según información de Google dedicada a San Juan Bautista—, se le antojó similar a uno de esos que salen en las películas de vaqueros que veía su padre, y que había aborrecido gracias a él. De esas que todavía echan en algunos canales de televisión. Era como si esperara oír el tiro de gracia de uno de los dos duelistas, saliendo ganador en la contienda. O perdedor. El azar era el culpable de ello. El azar y la rapidez en desenfundar el revolver.
—Perdona... —la voz femenina salía de atrás.
Se dio la vuelta para atenderla. Se encontró con un rostro oculto debajo de una mascarilla quirúrgica negra, y unos ojos tan espectaculares de los que no sabría definir su color. Solo sabía que eran preciosos. Ya ansiaba conocer el resto de lo que estaba oculto. «¡Ansias! Que eres un ansias!», solía decirle su abuela Felisa que en paz descanse. Y tenía toda la razón. Con prisas se sacó las gomas de la mascarilla de la muñeca y se la puso para no tener que guardar la distancia y vocear.
—Tú dirás...
—¿Sabes dónde está el hostal Buen Reposo? —preguntó la chica que cargaba con una maleta grande y una bolsa de viaje.
Arrugó la nariz con disgusto.
—Dios mío. Que nombre más cursi. En fin. Pues no. Acabo de llegar. Soy un turista más. ¿Has probado a preguntarle a Google?
—La cobertura no es demasiado buena aquí y me falla mucho.
—Dame un segundo. —Elevó un dedo comprobándolo—. Si me das unos minutos soy capaz de conseguirlo —fue diciendo, levantando el teléfono hacia el cielo realizando un baile extraño en su busca—. Ya lo tengo. De acuerdo. Te guío. —Señaló hacia su maleta—. Deja que te la lleve. Parece que pesa demasiado.
—Puedo con ella.
—Yo también. Y si voy a acompañarte, por qué no ser un caballero.
La chica puso los ojos en blanco.
—De acuerdo. —Se la entregó—. Por cierto...; me llamo Sofía.
—Yo Darío —entonó con firmeza mostrando su mano para que se la estrechara. Luego el codo. Había recordado el saludo que se había puesto de moda con la pandemia.
Ella lo chocó.
—Encantada.
—Un placer —confirmó él—. Pero pongámonos manos a la obra. Todavía nos queda llegar al hostal.
—Sí.
Trataron de moverse al mismo paso. Después de un silencio en el que estudiaron algún tipo de conversación que no les pusiera en ridículo frente al otro, Darío se arrancó. Que fuera lo que tuviera que ser.
—¿Viajas sola o acompañada?
—Sola. Ya conoces el dicho «mejor sola que mal acompañada».
—Lo conozco. Y estoy de acuerdo contigo.
—Vaya. —Rio, nerviosa—. Pues qué bien que tengamos la misma opinión.
—¿Verdad? —inquirió Darío con un exceso de euforia.
—¿Y tú?
—Solo. Lo dicho —confirmó, elevando las comisuras junto a una mueca revoltosa.
—¿De dónde eres?
—De Valencia.
—Yo soy de un poco más abajo.
—¿Cómo de más abajo?
—De la zona de Murcia.
—Pues fíjate que también hemos dado una panzada de carretera similar. ¡Lo que es la casualidad!
—Sí que lo es.
—Pues nada, conocida número uno. Espero que nos llevemos bien.
—Ídem.
Llegaron a su punto de destino.
—Aquí es. Te ayudaré a subir la maleta hasta la habitación.
Sofía se negó.
—Pues, ¿qué van a pensar? Mejor la subo yo sola —insistió. Sin llegar a darse la vuelta se detuvo un instante y agregó—; pero puedes esperarme aquí afuera. Podríamos dar una vuelta, juntos, por aquí. No sé qué te parece la idea... «Pero tía, tú estás loca", repiqueteó la voz de su cordura. «¿Y por qué no?», replicó la de ella. «Capulla». «Tú más».
Darío se animó.
—¡Me parece estupendo! Te espero —aceptó buscando cobijarse en algún lugar con sombra.
En su tiempo de espera Darío no dejaba de pensar en la locura que estaba conteniendo. «¿Y qué? No es malo mientras no duela». No dolía porque aún no había compartido con ella cosas realmente especiales. Aún era pronto para que doliera. Al pensarlo, el pie comenzó a repiquetear sobre el suelo en un tic nervioso. Su parte más preocupada empezaba a inquietarse.
—¡Ya estoy! —lo sorprendió de nuevo la voz de Sofía. Su voz era suave, agradable y dulce. Ella despertaba su curiosidad.
—¿Ya hiciste todo? El registro, la carga del equipaje hasta la habitación...
—¡Todo! Con éxito.
—Estupendo. —Darío asintió, sonriendo—. Demos un paseo.
Pusieron las cartas sobre la mesa. Compartieron la información que habían recopilado de Google antes de realizar este viaje.
—Tendremos que probar el típico cocido de maragato.
—¿En pleno verano? ¿Un plato de caliente y con calor? —Sofía puso mala cara—. Además, ¿acaso quieres que me salgan cartucheras? Porque es un plato de lo más consistente.
—Tú puedes pedir una ensalada y yo, un rico cocidito.
—Te aseguro que después, cuando te salga barriguita, te arrepentirás.
—Mi cuerpo quema con rapidez. No me saldrá barriga.
Elevó las brazos, vencida.
—Luego no digas que no te lo dije.
—No te echaré la culpa de ello. Porque no pasará. Y porque, en el caso de que ocurra, supongo que estaremos lejos el uno del otro para echárnoslo en cara. Porque, una vez terminen las vacaciones, cada cual tirará para su terreno. ¿No?
—¡Sí! ¡Eso es! No tendremos nada serio. ¿O qué pensabas?
—Era lo que suponía —asintió él. Lo raro habría sido que dijera todo lo contrario—. Bien. Ponte ahí —señaló hacia un portón de originales dimensiones, dibujo y color—. Te sacaré un selfie.
—Toma mi teléfono.
Puso la mano en frente evitando recibirlo.
—Ponte y estate quieta, por favor. Vas a quedar estupenda —reiteró.
Sofía elevó los hombros y luego aceptó.
—Estupendo. Valeee. Estate quietaaa. ¡Genial!
—¿A ver?
Se la mostró.
—¿Lo ves? Yo tenía razón. Sales estupenda. Eres fotogénica.
—Ahora tú.
—Con el tuyo.
—¿Por qué?
—¡Échala y calla! Date prisa.
Darío posó. Esperó a que terminara.
—Seguro que no he salido tan bien como tú.
—¿Por qué no? Sé hacer fotos a tipos feos y complicados. —Lo hizo fruncir el ceño—. ¡Es broma! Mira...
Se la mostró.
—Jolines. ¡Qué mala mano tienes para sacarle fotos a un tipo tan atractivo como yo!
—¿Bromeas? Te he sacado más guapo de lo que eres.
—Mejor. Así me recordarás y me echarás de menos.
—¡Ja! Más quisieras.
—Ya lo verás. —Sofía le devolvió el teléfono—. Ahora dame tu número y te pasaré por WhatsApp la tuya.
La muchacha enarcó una ceja.
—¿Esto no era solo un recuerdo para cada uno?
—Esta era una trampa para que me lo dieras —reconoció, con un guiño.
—¡Serás tramposo! —murmuró entre dientes.
Pero lo hizo. Y a la inversa. En un instante, cada uno de ellos tenía su número y con ello, un contacto un poco más cercano.
—Un segundo. Antes de nada —interrumpió él—. ¿No estaré robándole la mujer a nadie? —se preocupó. Habían puesto el acelerador sin consultarlo previamente.
—¿Recuerdas? «Mejor sola que mal acompañada». En la frase tienes la respuesta.
—En mi vida tampoco hay nadie. Así que soy libre. Totalmente libre como cualquier pajarillo —destacó, acomillando con los dedos en el aire.
—Y te aseguro que paso de tener otra relación formal por el momento —hizo hincapié.
—Suerte que, como mi hermana me repite y mi madre, nadie te echa en cara que se te va a pasar el arroz.
—No estés tan seguro de ello —discutió enfadada—. Pero... disfrutemos del verano sin compromisos. No quiero compromisos.
Era guapa. Muy guapa. Y dejarla escapar era delito. Pero si era lo que quería no había otra que aceptar.
—Trato hecho.
Hicieron varias fotos más de todas aquellas oníricas callejuelas sacadas de lo más rural y bello. De pueblos casi olvidados salvo por aquellos que buscan la paz en estos remotos lugares. Caminando por la calle de Juan José Cano dieron con el restaurante Casa Juan Andrés. Sofía se llevó la mano a la garganta.
—Estoy seca. ¿Tomamos algo?
—Por supuesto —aceptó él.
Se volvía llamativa la fachada con aquellas enredaderas descolgándose hacia un vacío visible, y el colorido de las flores de los tiestos colocados de forma estratégica aportando un toque de color al tono sencillo de su línea. Dentro, el estilo seguía el estilo rústico. Colores madera en las sillas, paredes pétreas y anaranjadas naturales, cuadros de fotos antiguas de gente desconocida en blanco y negro y otras a color, más recientes. Lamparillas de techo más modernas siguiendo la luz cálida de sus hermanas de a pie, estas de pantalla y más clásicas, distribuidas por todo el local, complaciendo a la intimidad y la idea de resultar un lugar acogedor, cálido y hogareño. Con algún que otro objeto complementándolo.
—¿Tienen reserva? —consultó el joven camarero que los atendió.
—No. Solo estábamos de paso y decidimos entrar.
—Veré qué puedo hacer. Con esto de la pandemia va todo por reserva. Los aforos son reducidos. Ya sabéis...
—Lo entendemos. No hay problema.
—Dadme un segundo... —Se alejó. Regresó al poco—. Tenéis suerte. Hay una mesa que os puedo ofrecer. Seguidme.
Estaba afuera, en el patio. Este parecía una selva con todo aquel follaje combinado de verde y colorido. Además de unas mesas y sillas de madera y hierro, combinado. El patio era menudo, sin embargo se había conseguido distribuir un espacio para el cliente que lograba el metro y medio siempre que fueran pocos comensales.
—Aquí, por favor —señaló el muchacho.
—¡Muchas gracias! —dijo Darío, feliz de haber tenido aquella suerte. Y porque ella sonreía igualmente feliz—. Crees que esto pueda tener un significado?
—¿Que lo vamos a pasar bien este verano?
—No me refería a eso —agregó él, sentándose en la silla—. Me refería a... ¡Bah! Déjalo estar.
—Mejor que sí.
—¿Qué quieres tomar?
Ella miró el reloj. Era casi la una del mediodía.
—Ya que estamos podríamos comer. Pero paso de pedir lo que tú estás deseando probar. Yo pediré otra cosa.
—¡No jorobes! Yo quería compartirlo.
—¡De eso nada! Conmigo no cuentes.
Finalmente, Darío se pidió el cocido para probar. Sofía se pidió pescado. Todo les pareció delicioso. Incluso los postres. Casi no habían despegado los labios hasta la hora del café. Como si la vergüenza, o el hambre, los hubiera asaltado.
—Te juro que estoy lleno. Ahora me echaría una buena siesta.
—Es justo para horas de tantísimo calor. Aunque los entendidos dicen que no es bueno acostarse al momento de comer. Podría darte una pájara.
—¿Una qué? —inquirió, arrugando la frente con pura confusión. Al momento pilló el significado—¡Oh! Pues lo tendré en cuenta y lo evitaré. —Se apoyó en la mesa, observándola—. Estoy pensando, ¿y si fingimos que somos pareja y lo pasamos mejor?
Ella se inclinó hacia él tanteando mantener esa distancia adecuada:
—¿Y si te meto un puñetazo en mitad de esa preciosa nariz?
Darío se retiró hacia atrás, bufando.
—Creo que eso es exactamente lo que has estado deseando desde que nos cruzamos. ¿No es así?
—No me malinterpretes. No soy tan agresiva.
Arqueó una ceja.
—Pues no lo aparentas —discutió en broma.
—Veamos... Me estás pidiendo de buenas a primeras que nos enrollemos.
—Ajá.
—Y que luego, «adiós, muy buenas».
—Yes... Y sin compromiso ninguno. Nada de enamorarnos el uno del otro y toda esa chorrada que no nos haría ningún bien, supongo. Que ya somos mayorcitos y hemos recorrido demasiado para tropezarnos con la misma piedra.
—Eso es. Pues... no sé. Analizaré tu oferta —agregó Sofía, retirándose hacia atrás y empezando a rasgar el sobrecillo del azúcar para echarlo en su café.
—Nada de fotos de recuerdo en las redes sociales.
—Oh. Eso ya lo había imaginado directamente.
—Nada que nos traiga recuerdos —continuó dictando Darío.
Sofía ladeó la cabeza, pasmada.
—Lo tienes muy bien planeado.
—O si quieres, pues nada. Lo olvidamos.
Levantó un dedo pidiéndole una pausa.
—Me lo pensaré. ¿No me has oído?
—Sí.
—Deja que me beba el café y que termine de disfrutar de este ambiente tan relajado y hogareño.
—Desde luego.
—Y de tu compañía.
—Que es un lujo.
—No alardees tanto. La mía sí que es un lujo.
—¡Ja! Ni que fueras una actriz del cine español.
—Ni que tú fueras Ryan Guzmán.
—¿Quién es ese?
—Espera y lo busco por Google —dijo ella sacando el teléfono del bolso.
—Mejor no. Déjalo. No me deprimas con alguien más feo que yo.
Ambos estallaron en una carcajada. Se estaba cuajando una complicidad en el ambiente que los estaba acercando todavía más.
Al final de la comida Darío se empeñó en invitarla. Por supuesto, ella se negó. Era suficiente para pagarse su parte. Para eso trabajaba y para eso era independiente.
—Mujer, lo hago como un detalle.
—Se agradece, pero no. Cada uno que gaste de su presupuesto para el viaje. Es lo justo y correcto; no deber nada a nadie.
—Eres una mujer autónoma.
—Totalmente. No necesito de príncipes azules que me vendan el cuento con un asqueroso beso a una rana, o que intente hacerme caer a sus pies con clases de hípica. ¡De eso nanay!
—Nanay de las naranjas. Como dicen en mi ciudad —rectificó él—. Me molas. En serio. Eres una tía con dos cojones.
—Con dos ovarios. En fin. Pidamos la cuenta y hagamos esa siesta. Me está entrando sueño. Después de haber dejado la comida reposar, desde luego.
—¿En el hostal donde te alojas, o en mi casa de alquiler?
Sofía abrió los ojos pasmada.
—¡No vamos a hacer la siesta, juntos! A ver. Podemos recorrer la ciudad juntos, ir de turismo juntos, pero...
—Nada de cama.
—Eso es... Aún lo estoy considerando, ¿recuerdas?
—«Mejor sola que mal acompañada». Lo recuerdo. ¿No me habrás agregado a tu lista negra?
—¡Quién sabe! —le respondió, agregando una risilla ladina.
—Muy graciosa ... —masculló él entre dientes.
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