Siento no eres mía, nunca lo fuiste.

¿Acaso has sido mía, aunque te tenga,

de noche? ¡Vaya! El corazón arenga

y cómo canta a cántaros, bien triste,

una canción esta lluvia que existe

cuando no está el sol y que nos detenga,

cuando no está el miedo que nos abstenga

de no sernos; la mirada que insiste

como luz repentina y voz que suena,

el rayo que nos tiene en cielo roto.

Siento  que no eres mía, sino ajena,

tú siempre huyes dejando una foto,

y la tormenta me queda a piel llena

con sangre del día y el corazón roto.

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Buenaventura, 5 de octubre de 2021

2.34 am

Estimadísima señorita amiga mía ¡sin nombre!

He recibido su carta, carta que esperaba con ansias. Su soneto es maravillosamente desafiante. Y yo, con estos ojos que usted me ha robado, desde siempre, la he visto descalza, en sus anchas y sin nada, después de haberlo hecho con él. 

Se pensó usted toda palabra, dudó cada una; pero al mismo tiempo, se sintió segura en el chorro de la tinta. Porque, usted y yo sabemos cómo se siente... Varias veces se rascó el seno izquierdo y luego se metió el bolígrafo entre los dientes, pensando en nada (en mi como una figura inimaginable) mientras roncaba en el fondo su marido. 

Tenía usted el pelo descolocado y el frio metiéndosele ahí sentada, y yo que me la huelo en ese hilo de aire. Ojalá pudiera yo ser un actor de mentiras, pero cuánto me pesa decepcionarla en ese sentido, mi amiga, enemiga. Puede que sí sea atrevida mi pluma, porque a una enemiga sirena como usted, mi estimadísima señorita sin nombre, el corazón solo me permite combatirla con caligrafía del amor. Hay algo destructivo en el amor. Amad a tus enemigos.

En cuanto al referido susodicho que resalta (Quevedo), permítame apuntar que no tengo yo la nariz (de Góngora), aunque si el olfato para olerla a cada rato; yo que me la huelo en ese hilo de aire, que me place llenarme los pulmones de usted, usted que no tiene los zambos de la contraparte (de Quevedo). 

Así pues, ahora que tiene usted la certidumbre de que yo la sueño, va a dormir más desnuda. Porque usted y yo sabemos cómo se siente ahora, cómo se sentía antes, cómo se sintió escribiendo su misiva, y cómo espera —sintiendo mis ojos por todas partes— a recibir mi respuesta, no para morderse la lengua sino los labios, retorcer un poco las piernas leyéndome a hurtadillas en el baño de su lugar de trabajo adonde llegarán mis letras a buscarla como el fantasma de siglos de oro con espíritu rancio, como me ha tildado.

Para terminar —así como el principio es el final—, el soneto que he puesto al inicio de esta carta es para resaltar, ¿qué la hace pensar que no sabe usted, amada enemiga de mis ojos, quien sea yo? ¿Cómo se siente tan segura de conocer a sus amigos y amigas, familia y a su esposo? ¿Qué la hace pensar que no sea yo alguien tan cercano? Déjeme decirle: "Porque yo te amo" —Sandro.

P.D. No nos conocemos, completamente, ni a nosotros mismos.

Suyo, afectísimo, nunca,

quien la admira siempre.

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