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Capítulo 02


Lunes 12 de marzo del 2018


Hace media hora llevé a las niñas a la escuela. Ya estoy lista para ir a trabajar, pero estoy sentada en la silla de mi tocador esperando que Mariano salga de la ducha.

No apareció en todo el fin de semana, llegó hace un par de horas sin pronunciar palabra, saludó a las niñas de manera fugaz, les dio un beso y un chocolate por su cumpleaños. Sé que lo tomó de la fábrica en el último momento, que no tenía nada preparado para ellas, a pesar de que planeamos la fiesta desde hace semanas. De todas formas, mis hijas se emocionaron como si les hubiera dado un gran tesoro y lo abrazaron.

El ruido del agua al caer cesa. El humo se escapa cuando abre la puerta.

Mariano sale con una toalla amarrada en las caderas, el agua resbala por su pecho, la visión de su cuerpo desnudo enciende el mío. Pero tengo que contener las ganas de acercarme y besarlo, recorrer su piel con mis dedos porque sé que él no quiere que lo haga.

Siempre ha sido atractivo, no tiene la belleza despampanante de mis primos, pero es guapo. Su cuerpo es esbelto, delgado y cuidado por correr maratones. Recuerdo que me conquistaba con una mirada pícara que ya no guarda para mí, hace tanto que no me mira con deseo.

Mis párpados se cierran con dolor para alejar el pensamiento de mis manos tocándolo, de mis labios besándolo la última vez que estuvimos juntos de esa manera. Hace tanto que no me toca, hace tanto que espero que llegue en las noches a hacerme el amor.

Lo extraño.

Extraño sentirme deseada, extraño que alguien tenga atenciones conmigo y recuerde las cosas que me gustan. Mierda, extraño sus besos y que sus brazos me envuelvan. Pero al mismo tiempo comprendo por qué parece que él ya no me desea, entiendo por qué toma cualquier oportunidad para irse, por qué prefiere la lejanía.

¿Cómo puedo pedirle algo con lo que él nunca estuvo de acuerdo?

¿Cómo puedo exigirle que me ame y que quiera estar conmigo?

Es imposible.

Lo puedo comprender y por eso nunca me quejo, pero jamás me arrepentiré de lo que hice porque mis hijas están hoy conmigo, son todo para mí, no puedo imaginar una vida sin ellas. Sus sonrisas borran cualquier rastro de culpabilidad que pueda sentir, cualquier rencor.

Sé que deberíamos solo dejarlo, separarnos, que cada uno siga su camino. No obstante, una parte de mí se aferra a intentarlo, a empezar de nuevo.

—Hola —saludo.

Me mira de reojo, pero sigue haciendo lo suyo. Se acerca a la cama, donde acomodé su ropa ya planchada. Hace una mueca de desagrado al ver la corbata que elegí, rápidamente la descarta y busca otra. También trae otra camisa del armario.

No le gusta nada de lo que hago.

No importa cuánto lo intente, mis planes para arreglarlo, nunca es suficiente.

—Buenos días —saluda con ese tono frío que me hace agachar la cabeza para no ver cómo me ignora.

—¿Por qué no viniste a la fiesta? Las niñas querían verte...

—¿Las niñas o tú?

Su pregunta hace que mi corazón se quiebre un poco más, pues solo escucho desagrado. Estoy hablando de las niñas porque vi sus caritas tristes. Es tan difícil para mí hacer eso, pararme aquí y hablar con una persona que solo quiere correr en la dirección contraria cuando yo solo quiero... ¿Amarlo como antes?

Suspiro.

Aclaro mi garganta porque el nudo que la aprieta duele hasta lo más hondo, las lágrimas se acumulan en mis ojos. La antigua Tarah jamás habría permitido esto, jamás habría mostrado debilidad. Detesto sentirme así, detesto que sepa que soy tan vulnerable.

No sé de dónde saco el valor para enfrentarlo, para pronunciar lo que tanto he evitado.

—Creo que lo mejor es que nos divorciemos, Mariano, no podemos seguir así.

Decirlo en voz alta lo hace real y eso me destroza, nunca quise que llegáramos a esto. Amaba a Mariano con toda mi alma, perderlo lentamente me está matando. Y a la vez me hace sentir estúpida, odio estar en esta posición, odio aguantar en un lugar que me hace infeliz, odio estar frente a él y que me haga sentir como la peor persona del mundo.

Mis palabras llaman su atención, hay algo en su expresión que no logro identificar. ¿Confusión? ¿Miedo? ¿Angustia? No estoy segura. Por un instante la esperanza calma mi dolor, la ráfaga de ilusión que siento me hace sentir patética.

¿De verdad me convertí en esto? ¿En alguien que aceptará las migajas de otra persona?

Su frente se arruga, durante un par de minutos no dice nada.

—Estamos bien haciendo esto, la relación abierta funciona —dice.

Cualquier esperanza que me atreví a guardar se rompe, junto a ella mi corazón.

—¿Estuviste ayer con una mujer? —pregunto, aunque no quiero saberlo.

Aplana los labios y me da la espalda. Desvío la vista para no mirarlo cuando se arrebata la toalla y se viste porque me hace sentir como una extraña que se aprovecha de él.

No necesita afirmarlo, eso basta para saber que sí, que estuvo con otra persona. En lugar de compartir unas horas con sus hijas, pasó tiempo con alguien más.

»Si no quieres estar cerca de mí lo entiendo, pero son tus hijas, Mariano, las niñas te necesitan porque eres su padre.

—¿Y por qué será que no quiero estar aquí, Tarah? —pregunta con sarcasmo—. Las niñas estaban perfectamente esta mañana, no sé por qué te gusta hacer tanto alboroto siempre.

—¿Y si vamos a terapia para solucionarlo?

—Yo no voy a ir con un desconocido a contarle mis problemas, ¿no te da vergüenza contarle a alguien lo que hiciste? ¿Le contarías a alguien que me mentiste y dejaste de tomar anticonceptivos para embarazarte? ¿Le vas a contar que eres una jodida mentirosa? No voy a ir con alguien a que nos diga lo que ya sabemos, que lo que hiciste es una mierda y solo debería largarme, abandonarte con todo y tus niñas.

Retuerzo las manos en mi regazo, las lágrimas punzando en mis ojos. El nudo en mi garganta me deja sin aire. Una lágrima sale y cae en mi perfecto vestido blanco. Las lágrimas no se verán cuando se sequen, pero sabré que estuvieron ahí.

»No me vengas con lagrimitas ahora, Tarah, deja de hacerte la víctima.

—No me hago la víctima, sé que me equivoqué, intento enmendarlo.

—¿Cómo lo vas a hacer? No puedes regresar el tiempo y evitar el embarazo. No veo que te esfuerces en cumplir el trato que hicimos. Quedamos en que estaríamos con otras personas y no lo has hecho, al contrario, me asfixias como siempre.

—No sé si eso funciona para mí —admito con la voz temblorosa.

Resopla.

—No, lo tuyo es pisar a los demás para conseguir lo que quieres, solo importas tú.

Esto es lo que pasa cada vez que intento hablar con él, no deja de repetir mis errores, lanzando comentarios que sabe que me van a herir.

—Solo quería tener una familia contigo, un hogar —murmuro.

—Yo no, Tarah, yo no quería tener una familia ni un hogar contigo —dice entre dientes.

Alzo la cabeza y lo miro, con las lágrimas ya saliendo sin control, mojando mi cuello y mi ropa, arruinando mi maquillaje.

—¿Por qué te casaste conmigo entonces?

Adopta una postura que me hace temblar, sus gestos se vuelven crueles. Me aterra lo que dirá.

—Porque estabas buena, pero ya ni siquiera tenemos eso, ¿verdad?

Y con esas palabras se va, sale de la habitación, me deja sola y rota.

Me derrumbo en el sillón.

Me siento pequeñita e insignificante.

Me abrazo a mí misma porque el hielo empieza a congelarme por dentro, el frío me atraviesa.

Ya no sé si lo conozco, ya no sé si siempre fue así y no quise verlo, no sé si nos convertimos en esto o si siempre fue igual. ¿Dijo eso para lastimarme o es verdad?

Me siento como una basura.

De verdad creo que lo soy.

Creo que hay algo oscuro y retorcido dentro de mí, que no me merezco a las hijas tan hermosas y maravillosas que tengo.

Cuando me levanto de mi asiento no es porque me sienta mejor, es porque no puedo mostrarles a los demás que mi alma duele porque me avergüenza lo que hice, no quiero que se enteren, no podría soportar los rostros decepcionados de mi familia. No puedo perderlos a ellos también.

Me aseguro de maquillarme de nuevo, de crear esa máscara para que nadie más pueda ver lo mierda que puedo llegar a ser. 



Estoy trabajando en los planos de un edificio, pero no puedo concentrarme por darle vueltas a lo mismo una y otra vez.

Borro, furiosa, los trazos que acabo de hacer. Necesito ruido, música estridente que aparte mis pensamientos, pero no voy a traer una bocina a la oficina ni aturdiré a todos con los gritos del estéreo.

Me tallo la cara con frustración.

Ya basta, Tarah.

Como si pudiera escucharme o presentir cómo me siento, Leonel hace su típica entrada. No llama ni deja que Liliana me avise, avienta la puerta, la cual se estrella en la pared. Lili me lanza una mirada de disculpa como cada vez que sucede esto, le doy una sonrisa para que deje de preocuparse, cierra la puerta.

La gran altura de Leo hace que nos veamos pequeños, sus facciones afiladas lucen amenazantes por su actitud hosca y distante. Mirada oscura, piel aperlada, la espalda ancha por practicar natación desde la secundaria. Siempre bromeo diciéndole que todos babean por él, me responde girando los ojos. Jamás ha llevado a alguien a casa, es tan cerrado y reservado que no sé si alguna vez tuvo una cita

—Vas a hacer que mi asistente renuncie si sigues molestándola.

Mi hermano se deja caer en la silla y pierde los modales, se recuesta como si estuviera agotado y pensara en dormir. Se desparrama como solo lo haría un crío cuando llega a casa después de la escuela, su postura no concuerda con el hombre serio y bien vestido que es.

—Liliana te adora y me soporta, no irá a ninguna parte.

Cierra los párpados y se cubre la cara con el brazo, esconde su ceño fruncido, gesto que es común encontrar en su cara. Se ve más joven cuando sonríe y no parece que va a lanzar puñetazos al azar.

Nunca se lo digo porque comprendo por qué parece que está enojado con todos.

Nuestros padres intentaron tener hijos, pero no pudieron concebir, así que nos adoptaron cuando éramos pequeños. Fueron a diferentes países porque los obstáculos en México eran demasiados, a pesar de que tenían contactos.

Adoptaron primero a Leonel, años después decidieron volver a adoptar, y más tarde llegó Moka.

Viví un tiempo en una casa hogar de España, sé que mi madre biológica me dejó ahí, crecí en ese lugar hasta que mis padres me adoptaron. No tengo mucha historia ni recuerdos memorables. Solo recuerdo lo mucho que deseaba una familia, me sentaba frente a un vidrio para ver cómo otros niños eran adoptados, con la esperanza de que un día me llamarían para conversar, para conocer unos padres amorosos.

Y tuve la suerte de que sucediera, me tocaron los mejores. Vasco y Fedra son todo para mí desde que los conocí, desde que esbozaron una sonrisa y me dieron un bombón de chocolate.

Pensar en eso me hace sonreír y llena mis ojos de lágrimas cargadas de emoción.

Para Leonel y Momoka fue más fácil, ellos eran bebés cuando los adoptaron, muy pequeñitos, así que no les costó adaptarse. No obstante, Leo tuvo una vida difícil con sus progenitores, una historia muy triste que no recuerda, pero conoce, pues nuestros padres nunca nos han escondido de dónde venimos.

Creo que algo cambió dentro de Leo cuando se enteró de que su madre biológica era una mujer maltratada que murió a manos del que era su padre, quien escapó y lo abandonó solo en un motel muriéndose de hambre y frío, desnudo. Cuando lo encontraron, Leonel estaba en pésimas condiciones, muy cerca de la muerte.

No volvió a ser el mismo luego de que leer su expediente. A veces me gustaría entrar a su cabeza para saber lo que piensa y hacerle entender que él no tiene la culpa de lo que sucedió, que no hay nada malo a su alrededor. Pero sé que no le gusta ser consolado ni las palabras de aliento, tampoco que le hable de algo que intenta olvidar.

Tiene ese gesto en la cara, una mueca de desagrado que no sabe disfrazar.

—¿Qué sucede? —pregunto.

—Otra vez esa arpía y su padre carroñero me están jodiendo.

Suelto un suspiro.

Está hablando de los Antuna, nuestra competencia. Marcos Antuna es conocido en el mundo arquitectónico, cuida su imagen como si hubiera algo decente en él, pero es un miserable que roba proyectos y hace negocios sucios. Nos ha arrebatado en más de una ocasión cuentas importantes, les promete cosas imposibles a los clientes y se sale con la suya.

Rona Antuna es su hija y su secuaz, aunque debo admitir que es una gran arquitecta, sus construcciones son las únicas que destacan en la constructora de su padre.

Creemos que tienen un informante en LAC, pero no estamos seguros.

—¿Crees que es algo personal? —Él me da un vistazo y frunce más el entrecejo—. Pregunto porque la mayoría de las veces son tus proyectos los que se roba.

Chasquea la lengua.

—Es la arpía, le gusta el paisajismo y la domótica, como a mí, quiere todos mis clientes —suelta entre dientes—. Entonces ella va a los eventos y los engatusa.

—¿Cómo sabes que hace eso?

—Me lo dijo una clienta, la arpía se acercó a su marido aleteando las pestañas.

Se ve enfurruñado, cruza los brazos sobre su pecho y hace un puchero. Luche como el duende malhumorado de Blancanieves.

—¿Le vas a decir algo?

Me mira como si hubiera perdido la razón.

—¿Estás bromeando? No le diré nada, voy a joderla haciéndolo mejor, va a ir llorando con su papito cuando la manden a la mierda mis clientes. Le voy a ganar.

Quiero girar los ojos, pero me contengo. Leonel es la persona más competitiva que conozco, así que le creo cuando dice que hará todo lo posible para ganarle en esa rencilla con el enemigo.

Y lo comprendo, entiendo su molestia porque él se esfuerza demasiado. Estaría igual de enojada, pero yo prefiero ir al yoga y meditar para alinear mis chakras antes que pelear por un proyecto, aunque sea un asco haciendo esas cosas y las niñas no me dejen estar tranquila ni un momento.

»¿Vamos por el almuerzo? Estoy tan estresado que si veo un restirador en la próxima hora me jubilaré.

Rio.

El alivio llega a mis hombros y a la tensión de mis músculos. Como él, necesito distraerme.

Al salir le digo a Liliana que puede tomar su descanso, estaré fuera un rato. Mi oficina es la más lejana de todas, es un largo recorrido el que hacemos hacia el elevador. Me detengo antes de entrar, detrás de Leonel.

—Adelántate, bajaré en unos minutos —digo a lo que asiente.

Voy casi corriendo hacia el escritorio de mi mejor amiga. Nubia está tallándose la frente, algo la está molestado. Al parecer hoy no es un buen día para nadie.

Aclaro la garganta, ella alza la cabeza.

—Hola —saluda.

—Te vas a arrugar como pasa si sigues así.

Gira los ojos.

—Tu primo es demasiado gruñón, no me deja respirar. «Nubia, mi café», «Nubia, no encuentro mi bolígrafo», «Nubia, algo le pasa al escritorio» —recita—. Hoy está malhumorado, me ha pedido que entre a su oficina a tomar notas diez veces.

Contengo la sonrisa.

Nubia no nota que Caden busca cualquier pretexto para verla, sobre todo en un mal día. Es algo que hace desde que éramos jóvenes. Si algo malo pasaba hacía lo posible por hablarle, él terminaba riendo por las ocurrencias de Nube.

—No es tan malo, solo necesita un poquito de amor —digo.

Si estuviera a mi lado le daría un codazo, me gusta bromear con eso porque sus mejillas se inflan y enrojecen, justo como en este instante. Se encoge de hombros, queriendo parecer despreocupada. Ella cree que me engaña, claramente no lo hace.

»Solo venía a preguntarte si quieres algo de almorzar, creo que iremos al restaurante de la esquina, donde venden cruasanes.

—¡Ay¡ ¡Sí! Quiero uno de jamón y queso. Te voy a amar toda la vida.

—Más te vale apreciar a tu bondadosa y sexy mejor amiga.

Dando zancadas largas me dirijo al elevador. Las puertas se abren, así que intento entrar, pero tropiezo con alguien. No presto atención, me muevo hacia un lado, vuelvo a chocar con la misma persona. Pasa eso cuatro veces. Las puertas se cierran.

Busco quién se atraviesa en mi camino.

—Qué agradable sorpresa, Tarah Caballero.

Jodido Elián De la Fuente con su voz aterciopelada.

—Elián —saludo.

Es uno de los clientes más importantes de Caden y de LAC, un gran empresario con una gran fortuna que no hace más que crecer cada segundo. Está aquí, viéndose terrenal cuando seguramente es todo lo contrario.

Se ve muy joven, tiene los ojos tan oscuros que tienes que acercarte para poder mirarlos con precisión, barba, a veces lleva el cabello corto y otras veces lo deja crecer. Tiene un pecho impresionante y unos brazos fuertes por hacer ejercicio, lo sé porque lo sigo en redes sociales, todas las mañanas se graba haciendo abdominales, levantando pesas. No puedo evitar pensar que es como un buen vino.

Me aclaro la garganta.

»¿Vienes con Caden?

Esboza una sonrisa y asiente.

—Solo si tú quieres, con gusto dejaría que hicieras mis edificios si así podemos trabajar más cerca.

Una risita me abandona, es una suerte que mis mejillas no se vuelvan rojas.

No voy a mentir diciendo que no me siento halagada, sobre todo ahora que mi matrimonio se está yendo a la mierda. Es un hombre poderoso, inteligente y atractivo. Acaricia un poco mis heridas, aunque sea un juego inocente y amistoso que seguro hace por cortesía o porque soy la prima de su amigo.

—No quiero que mi primo me acuse de robar sus clientes.

—Una lástima.

—Me disculpo, Elián, mi hermano me está esperando abajo.

Él vuelve a asentir.

Se acerca, con movimientos lentos se despide de mí depositando un beso en mi mejilla.



Camila y Elizabeth me están esperando, sus sonrisas crecen cuando me ven la entrada del colegio. Mi frente se arruga porque traen en las manos un tumulto de globos, también cargan dos muñecas idénticas.

Ellas vienen corriendo, saltan a mi alrededor y gritan cosas que no comprendo porque se interrumpen entre ellas.

—¡Papi vino! ¡Papi vino, mami! —grita Camila.

Elizabeth asiente, emocionada, y me enseña su regalo.

La maestra se acerca tan pronto se percata de mi presencia, con los gritos de mis hijas no hay manera de no notarlo. Ella trae las sobras de un pastel.

—Aquí está el pastel que sobró, señora.

Lo recibo.

—¿Qué es lo que sucedió hoy? —cuestiono.

Ella se ve confundida por mi pregunta.

—Su esposo vino y trajo pastel para que las niñas celebraran su cumpleaños con todos sus compañeros. Pasamos un rato muy divertido, ¿verdad? —les pregunta.

—¡¡Sí!! —gritan al mismo tiempo.

Su euforia me hace sonreír.

Le doy las gracias a la maestra y le pido a Elizabeth que tome la mano de Camila porque llevo el pastel y no puedo tomarla. Las dos unen sus brazos y caminan saltando las líneas del concreto.

—Mami, ¿ya vite mi muñeca? Se llama Lola.

—¿Sí? Es un nombre muy bonito, ¿cómo se llama tu muñeca, Cami?

—¡Patata!

Rio entre dientes.

—¿Por qué Patata?

—¡Poque shí!

Las ayudo a subir a la camioneta y les pongo el cinturón. Prefiero manejar mi auto, mi bello Camaro, pero cuando estoy con las niñas opto por algo más cómodo, ellas tienen mucho espacio en la camioneta y no me dolerá el pecho si vomitan y arruinan los asientos.

Hoy es un día ajetreado, tengo que llevar a las niñas a terapias de lenguaje, después llevaré a Elizabeth a sus clases de danza mientras Camila y yo hacemos la tarea juntas o, de lo contrario, no hará nada, se distrae con mucha facilidad.

Ellas parlotean sobre sus compañeros y sus amigas, comieron pastel y quebraron una piñata con forma de castillo, después abrieron el regalo que les dio su padre.

Las miro por el espejo retrovisor, su alegría me relaja. Al menos esta vez Mariano hizo algo bien por ellas, tarde, pero mis niñas están contentas.



Esa noche, cuando él llega a dormir y me acerco buscando su calor, en un estúpido intento de obtener algo de él, deslizando mis manos por su pecho y su abdomen, me hace sentir sucia.

Toma mis manos con lo que creo es rabia y las avienta con violencia para apartarlas de su cuerpo, como si tuviera asco, como si mi piel le quemara.

—No me toques.

—Mariano...

—No te amo. No te deseo, Tarah.

No puedo dormir.

Muy temprano en la mañana escucho que hace una maleta. Se va. De nuevo. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuándo volverá? No me atrevo a preguntarle, así que me quedo en silencio, con una lágrima resbalando, escuchando cómo se marcha.

Comienzo a odiarme con fuerza, odio a la mujer en la que me he convertido, me detesto por perder mi autoestima y mi dignidad. Por mendigar un beso, una caricia, una mirada, por esperar que vuelva a quererme cuando tal vez nunca lo hizo.


* * * 

Mínima interacción entre Tarah y Elián y yo estoy fangirleando jajaja. ¿A alguien más le pasó?


BAIA BAIA Elián De la Fuente...


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