Carmelita
Me contaron una vez que, en un pequeño y empobrecido pueblecillo, hace ya muchos años atrás, sucedió algo tan extraño como los perros verdes; extraños, pero no inexistentes, como lo acontecido en aquel lugar.
Era un pueblo que había sufrido desgracias, las cuales, creedme, es mejor no recordar. Pequeño, donde todo el mundo se conocía, y alejado por varios kilómetros de cualquier otro municipio. Debido a ciertas desdichas, habían quedado sumidos en la pobreza y parecía poco posible que se pudiesen recuperar con facilidad.
Un día como otro cualquiera, una niña de unos diez u once años jugaba en el jardín de su casa sin preocupaciones. Su madre se acercó al jardín y la llamo.
-Carmelita. Ven, hijita -le pidió.
La niña, obediente, se aproximó a ella y se quedó observándola.
-Mi niña, necesito que vayas a hacer un encargo. Yo no puedo salir ahora, ¿irás tú?
-Claro, mamaíta -contestó ella alegremente-. Pero, ¿puedo ir a jugar con mis amigas también?
La madre, ante la carita de súplica de la niña, no pudo negarse. Le permitió ir a jugar, recalcándole que debía cumplir con el encargo sin falta.
-Tienes que ir a carnicería de la señora Marín y pedirle un hígado; esa será nuestra cena de hoy.
Le tendió un pequeño monederito de tela color vino, cuyo cierre de mariposa plateado se mostraba envejecido por el paso del tiempo. Carmelita lo guardó en el bolsillo y le prometió a su madre que cumpliría con el encargo, aunque a ella el hígado no le apasionase. Fue en busca de sus amigas, a las que hacía cerca de dos semanas que no veía, y se puso a jugar con ellas alegremente.
Cuando quiso darse cuenta, las otras niñas se estaban yendo a sus casas y había oscurecido y, de pronto, recordó el encargo. ¡No había ido a comprar! Empezó a sentir preocupación, incluso miedo pues, si bien su madre era un encanto cuando estaba de buenas, también era terriblemente dura cuando estaba de malas. Era hábil con la zapatilla; solamente aquel pensamiento la hizo temblar de pies a cabeza.
-¿Qué voy a hacer? -Preguntó a la nada- ¡No puedo ir a casa sin el pedido! Me dará azotes y luego me pegará con la zapatilla. No, ¡no puedo ir a casa con las manos vacías!
La chiquilla, muy nerviosa, daba vueltas en un mismo lugar, sin saber bien qué podía hacer. Llegar sin la cena no era una opción, a menos que quisiera un castigo; podía ir a la carnicería, pero estaría cerrada a aquellas horas.
-Bien, debo intentarlo -se dijo.
Así de decidida, puso rumbo al centro del pequeño y pobre pueblo, solamente para encontrarse con el diminuto, anticuado e insalubre establecimiento cerrado. Llamó al timbre de la vivienda de la señora Marín, pues se encontraba justo sobre la carnicería, pero nadie respondió.
Carmelita, angustiada, comenzó a llorar. Su madre le iba a pegar, pensó; ¡vaya si lo iba a hacer!
Empezó a correr por las calles, sin un rumbo concreto en mente; sólo daba vueltas y vueltas mientras lloraba sin descanso. Cada vez estaba más oscuro, ya ni siquiera sabía bien en qué lugar del pueblo estaba aunque, como siempre, acabaría encontrando el camino hacia su hogar, que se encontraba alejado del núcleo del pueblo y era cercano al bosque.
Observó a su alrededor; estaba junto al cementerio. Desde allí sabía el camino a seguir a través de los campos de cereales de Don Tobías, así que parte de su preocupación se dispersó.
Seguía pensando en el dichoso hígado que no había comprado y en que se había ganado un castigo tontamente, cuando pisó algo y estuvo a punto de caer. Su mirada buscó al culpable del tropiezo: una bolsa con palas y otros utensilios saliendo por un extremo.
-Serán del jardinero -murmuró-. O del enterrador.
Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y se estremeció.
Y entonces, una loca idea pasó por su mente.
-Si esto está aquí -comenzó a hablar consigo misma-, es que han enterrado a alguien hace poco. Quizá podría...
La sola idea le daba repulsión, pero no tenía ninguna intención de que su madre supiera que no había cumplido con el mandado. Guiada por una extraña locura, la chiquilla sacó una pala de la bolsa y comenzó a buscar por el lugar, en penumbra casi total, una tumba reciente. Cuando dio con ella, la cual tenía sobre un pequeño montículo una cruz de madera con flores nuevas en la base, no demoró en empezar a quitar la tierra que la cubría. No estaba muy profundo, debía de ser una de aquellas tumbas provisionales que venían haciendo desde la primera riada de hacía dos años, cuando todos los horrores del pueblo tuvieron inicio.
Con la pala, que era más grande que ella y la cual le costaba manejar, tocó algo duro y supo que había dado con la caja mortuoria. La golpeó con todas sus fuerzas, importándole poco el ruido que pudiese hacer. Golpeó una, otra y otra vez, hasta hundir la madera astillada; incluso entonces, siguió clavando la punta de la pala sin descanso. Escuchó los sonidos de la carne al rasgarse y los huesos quebrarse, sin saber exactamente que se trataba de eso. Agotada, sudando y sin aliento, se metió en el agujero lleno de pedazos de madera desperdigados y, con sus propias manos, se empeñó en retirar todo aquello que fuese un obstáculo.
Metió la mano diestra en el interior del abdomen de quien fuese que estaba allí dentro y rebuscó a ciegas, estirando de lo que había podido agarrar. Fue sacando órgano tras órgano, observándolos meticulosamente y desdeñando todos hasta dar con el que, a su parecer, era el hígado.
Se puso en pie, salió del hoyo, dejó el hígado sobre las flores que acompañaban a la cruz de madera y, pala en mano, volvió a echar la tierra en su lugar, sobre la caja abierta y los pedazos de madera y los restos del muerto desperdigados, quedando así su secreto sepultado.
Su mente bullía en pensamientos acelerados y desquiciados, le temblaban las manos y el corazón le latía desbocado. Se miró las manos, y la tierra y la sangre manchando su piel y escondiéndose bajo sus uñas la azotó llevándola a la realidad. Tiró la pala lo más lejos que pudo, recogió el órgano humano y se dirigió a una fuente que había junto a la entrada del cementerio. Allí, se lavó brazos y manos con frenesí, y se mojó también el rostro y la nuca como tantas veces había visto hacer a su madre cuando se sentía mareada, como estaba ella en aquellos momentos.
Cogió el hígado y lo pasó por agua también para quitarle los restos de tierra, para después empezar a caminar en dirección a su casa cruzando los campos de cereales de Don Tobías. Conforme avanzaba, su denotado nerviosismo incrementaba a pasos agigantados y comenzó a tomar consciencia de lo que había hecho. ¡¿Qué locura había cometido?!
Se sentía nerviosa, preocupada y con el estómago revuelto. ¿Y si alguien la había visto? ¿Y si Don Tobías la había pillado cruzando su terreno? ¿Cómo iba a explicar aquello? Se sentía vigilada; ¿podría ser realmente posible que alguien se hubiese enterado de su fechoría?
Ya era noche oscura cuando alcanzó la puerta de su hogar, pero se detuvo frente a la vivienda sin atreverse a entrar. Cuando la puerta se abrió, su madre mostró el disgusto al verla. La observó con atención; llegaba sucia y despeinada, como si se hubiese metido en una pelea de gatos y hubiese salido perdiendo, las manos le sangraban y llevaba algo envuelto en tela en la mano zurda.
Ya dentro de la casa, la mujer le preguntó qué le había sucedido, y la niña optó por mentir. Le contó una historia fantasiosa en la cual ella se había perdido y, buscando el regreso a casa, había caído por un desnivel de una explanada de tierra. Había algo de extraño, pero cosas peores habían sucedido en el pueblo como para que aquello resultase inverosímil. Le ordenó que, mientras ella preparaba la cena, fuese a tomar una ducha rápida y se pusiese el pijama y la menor la obedeció.
Pasados unos minutos, ambas se encontraban sentadas a la mesa con sendos platos frente a ellas. Carmelita observaba su ración sin animarse a comer, pues sabía bien de dónde procedía. Su madre, ignorando la realidad, comía poco a poco, tomando pequeños pedazos y masticando con deleite.
-Mmm ¡está delicioso! Hoy la señora Marín te ha dado un hígado de calidad, se nota -comentó mientras cortaba otro trozo.
La niña sentía nauseas. No podía apartar la mirada de su madre y, cuando lo hacia, observaba con asco su propio plato para, después, desviar la mirada a sus manos heridas fugazmente. Sentía repulsión.
-Come, hijita. De verdad que está muy bueno -la instó la adulta, ajena a sus divagues.
Finalmente, la niña tuvo que obedecer o, de lo contrario, acabaría recibiendo la zapatilla en su trasero y la locura que había cometido para evitarlo no habría servido de nada. A regañadientes, tomó la mitad de su porción, alegando al final que ya no podía comer más pues le dolía la tripa. Su madre, comprensiva, le perdonó el resto.
Media hora más tarde, ambas se encontraban en la habitación de la niña con la idea de que ésta se pusiera ya a dormir. Estando sentadas en el colchón, con un libro en la mano, algo llamó su atención.
En la lejanía, un sonido como de pies arrastrándose se escuchó rompiendo el silencio habitual de aquellas horas. Rrasssss, rrissss, rrasss, rrissss, sonó.
-Ay, mamaita-ita-ita... ¿qué será? ¿Qué será? -Cuestionó Carmelita, con cierto temor.
-Ay, hijita-ita-ita... ¡nada será! ¡Nada será! -Respondió la madre, imitando su expresión pero queriendo calmarla.
No mucho después, Carmelita, atemorizada, se pegó por completo al cuerpo de su madre al escuchar el sonido de la puerta de la calle abriéndose. Chiiiiiiiiir, se escuchó.
-Ay, mamaita-ita-ita... ¿qué será? ¿Qué será? -Repitió. Su madre la abrazó con fuerza.
-Ay, hijita-ita-ita... ¡ya se irá! ¡Ya se irá! -Respondió la mujer, meciendo a su hija entre sus brazos.
-No, no me voy. ¡Entrando en tu casa estoy! -Pronunció una voz de hombre rota.
La madre cogió a su hija y se sentó en el suelo, tras la cama. Sonido de pasos golpeando con pesadez los peldaños que llevaban al piso de arriba, se coló en la habitación. Pum, pum, pum, oyeron.
-Ay, mamaita-ita-ita... ¿quién será? ¿Quién será? -Preguntó la niña, ya llorando y sorbiendo por la nariz.
-Ay, hijita-ita-ita... ¡ya se irá! ¡Ya se ira! -Volvió a contestar la madre, atemorizada como la niña.
-No, no me voy. ¡Subiendo la escalera estoy! -Exclamó aquel intruso mientras seguía ascendiendo los escalones.
Carmelita casi no podía respirar de lo angustiada que estaba, y su madre la apretaba con tal fuerza que aún le dificultaba más la tarea. Se escuchó el característico toc, toc cuando el visitante golpeó la puerta del dormitorio con los nudillos.
-Ay, mamaita-ita-ita... ¿qué será? ¿Qué será? -Quiso saber entre temblores.
-Ay, hijita-ita-ita... ¡ya se irá! ¡Ya se irá! -Tras repetir aquella frase, la mujer empujó a la chiquilla bajo la cama y se metió allí con ella.
-No, no me voy. Entrando en tu cuarto estoy -pronunció aquella voz rasgada y lúgubre.
Durante unos segundos extremadamente agónicos, el silencio reinó en la habitación.
-Ay, mamaita-ita-ita... -susurró la niña muy bajito- Ya se fue. ¡Ya se fue!
-Shhhh -la hizo guardar silencio la mujer.
-No, no me fui. ¡Estoy al fin aquí! -Insistió la masculina voz.
Un intenso olor a sangre inundó la habitación mientras los pasos de aquella persona resonaban en el interior. La mujer y su hija, escondidas, alcanzaban a ver unas botas marrones muy sucias dando pasos inquietos. Carmelita, agonizando, necesitaba respirar, vomitar y huir, pero su madre la sostenía fuertemente contra su pecho mientras le cubría la boca.
De pronto, la niña fue arrancada de entre las manos de la mujer y salió disparada de debajo de la cama, quedando suspendida en el aire. Sujetándola del cabello la alzó y la observó con ardiente coraje presente en sus ojos.
-Fuiste tú -pronunció-. Estoy aquí, ¡he venido a por ti!
Dicho eso, la arrojó fuertemente contra la pared, donde se escuchó el sonido de sus huesos quebrándose y, entonces, ella reconoció aquel sonido que había podido percibir horas antes.
La adulta gritó desgarradoramente y salió de su escondrijo, corriendo hacia el cuerpo roto de su descendiente. Temblando, no se atrevía a tocarla.
-Morirá -escuchó tras ella-. Mírame.
Ella, lentamente, se giró para observar al agresor. Un grito murió en su boca, pues cuando vio su aspecto y el verdadero terror nació en su interior se apresuró a cubrir sus labios. Ante ella, un hombre, si es que eso era, lleno de tierra y sangre, con el vientre abierto de un modo horrible y los intestinos colgando fuera de él, la observó con la misma furia con que miraba a la niña.
Carmelita, aún con vida, presenciaba la escena sin poder decir ni una sola palabra, pero supo que se trataba de la persona cuya tumba había profanado y cuyo hígado habían cenado. Ella le había hecho aquello; ni siquiera sabía bien cómo ni de dónde había sacado el valor o las fuerzas, pero lo había hecho. Y, en aquel momento, él buscaba vengarse. «¿Quizá el castigo sea la muerte?», se preguntó.
El hombre muerto anduvo hasta alcanzarlas, tomó a la madre del cabello como había hecho con la niña, la alzó en el aire y, sujetando también sus pies mientras abría bien los brazos, alzó una rodilla y la hizo impactar contra la cintura de la mujer, quien perdió la consciencia en aquel preciso instante.
Después, se posicionó frente a la niña, puso un pie sobre su cabeza y apretó tan fuerte que le quebró el cráneo y la mató en el acto. La volvió a coger del cabello y la arrojó sobre el cuerpo inerte de la madre, se sentó en el suelo con la espalda contra la pared y se quedó observándolas.
Tiempo después, el lechero, amigo de la familia, encontró los tres cuerpos sin vida en el interior de la vivienda. Aquello causó un gran revuelo, sobre todo por el hecho de que el hombre ya había sido enterrado cuando murió y era incomprensible que estuviese allí. Mil teorías corrieron sobre esta historia; mil relatos de boca en boca que decían saberlo a ciencia cierta, cuando era imposible que nadie supiese toda la historia en realidad.
Pero, ¿quién sabe? A veces las leyendas nacen de verdades extrañas, escritas a medias tintas o contadas en susurros.
***
Carmelita. Puñetera Carmelita. ¿Cómo se le ocurrió?
Esta historieta me la contaron hace alrededor de cuatro o cinco años, cuando entré a trabajar en una zapatería y la encargada, mayor que yo, supo que yo escribía. Me contó esto porque, supuso, como yo escribía terror me gustaría. Y sí, me gustó.
Pero claro, la versión que me contó no era esta, sino una versión mucho más simple, menos adornada, con la información justa... Digamos, que estaba más enfocada a contársela a los niños para que no sean cabezones, hagan caso y se porten bien. Carmelita no lo hizo, y mirad cómo acabó.
Mi hija en aquel entonces, era muy chiquita (sobre los 4 o 5 años), y yo llegué del trabajo y se lo conté. Pensaréis... ¿pero tú estás loca? ¿Cómo le cuentas esto a una nena tan pequeña? Bah, es mi hija, está curada de espantos jajajajaja
Yo se lo conté poniendo voces distintas para la madre, la niña y el muerto. Además, hice todos los sonidos para que le causase gracia y no le afectase tanto el puntillo chungo de la historia. Habréis visto que cuando el tipo llega a la casa, aparte de escribir lo que hacía también he puesto onomatopeyas (rrassss, rrissss; Chiiiiiiiiir; pum, pum, pum; toc, toc). ¿Las recordáis en cada situación? Pues mientras yo le contaba esta historia, abría la puerta del salón ya que la puñetera chirriaba, golpeaba con los pies en el suelo mientras fingía que subía escaleras, etc...
Mi hija, disfrutó un montón. Y es que a los niños les encanta que les cuenten las historias con efectos incluidos. Os recomiendo que os quedéis con la versión resumida de lo que he escrito y se lo contéis a niños que tengan esa cierta curiosidad por el terror infantil, porque estoy segura de que les encantará. Por cierto, el final que habéis leído dista bastante del final original, este es muy chungo para niños. Tenedlo en cuenta.
En fin, me gustó tanto la historia que estaba loca por contarla en versión para adultos, con el toque rocambolesco "by Patricia". Y eso es justamente lo que habéis leído aquí. ¡Espero que os haya gustado!
Por favor, compartid conmigo lo que opináis de este texto. ¡Hasta pronto!
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