01
El eco de las voces resuena en el lujoso salón, mezclándose con el tintineo de copas de cristal y las miradas críticas de los asistentes.
Faye se encuentra sentada en la primera fila, con una expresión neutral que contrasta con la intensidad de su mirada. Había acudido a la subasta por puro aburrimiento, pero algo llamó su atención al revisar el catálogo: un nombre, una imagen. Yoko.
Cuando la joven es presentada, el murmullo en la sala se intensifica. Yoko camina al centro del escenario con pasos vacilantes, sus ojos brillantes y nerviosos buscando un punto fijo en el suelo. Su vestido blanco, sencillo pero delicado, contrasta con el brillo opulento de las joyas en el público.
Es evidente que no pertenece a ese mundo.
Faye se inclina ligeramente hacia adelante en su asiento, evaluándola con el mismo escrutinio que dedica a una inversión importante. La postura de Yoko, su expresión de vulnerabilidad, y esa mezcla de orgullo y miedo que emana de ella despiertan algo en Faye. No es solo atracción; es curiosidad.
─La puja comienza en cien mil créditos ─anuncia el subastador, y las manos comienzan a levantarse.
Faye permanece impasible mientras los números suben rápidamente. Los demás alfas compiten entre sí, pero ella sabe que puede aplastar cualquier oferta con facilidad. Sin embargo, espera hasta que el precio alcanza los quinientos mil.
─Un millón. ─Su voz resuena fría y firme, silenciando la sala.
Todos se giran hacia ella, sorprendidos por la cifra desproporcionada. Pero Faye no está dispuesta a negociar ni a prolongar el espectáculo. Su mirada fija en Yoko, quien ahora levanta la cabeza para verla, con los ojos brillantes por el miedo y la incertidumbre.
El martillo cae con un golpe seco. ─Vendida a la señorita Faye Malisorn.
La atención de la sala vuelve a centrarse en otras pujas, pero para Yoko, el momento se siente eterno. Es llevada tras bambalinas, donde la espera su nueva dueña.
Cuando se encuentran por primera vez cara a cara, Yoko se sorprende por la presencia imponente de Faye. Alta, elegante y con un aire de autoridad que parece llenar cada rincón de la habitación. Faye la observa de arriba abajo, como si estuviera evaluando un objeto de colección.
─Espero que entiendas lo que esto significa ─dijo Faye con una voz baja y controlada─. Ahora me perteneces.
Yoko asiente con timidez, sin encontrar palabras para responder. Por un momento, los ojos de Faye se suavizan, pero es tan breve que Yoko no está segura de si lo ha imaginado.
─Sube al auto. Hablaremos más tarde.
Sin otra palabra, Faye se gira, dejando a Yoko detrás. Y mientras camina hacia su nueva realidad, Yoko no puede evitar preguntarse si ha hecho lo correcto al venderse, y qué le espera al lado de esa mujer que perece tan fría como hermosa.
En silencio, Yoko sube al auto. No parece haber apuro en su andar, pero en cada paso se siente el peso de lo que acaba de suceder. Sus dedos pequeños, apenas temblorosos, se aferran a la bolsa que lleva en las manos, como si con eso pudiera impedir que todo se deslizara de sus dedos, incluyendo su propia decisión.
Faye ya está sentada en el auto. Perfectamente recta, perfectamente compuesta. Sus ojos no tienen la fiereza del golpe del martillo, ni esa chispa de control que dejó el aire de la subasta en silencio. Ahora, se ve a Faye simplemente... como es.
Pero a Yoko, le basta una mirada más para que su corazón vuelva a esa carrera que amenaza con ser el fondo de sus emociones del día.
Yoko intenta fijar la mirada en algún lugar del auto sin tocar a Faye, en una forma casi física como escapar de sus expectativas que en esta, no puede pasar a una base estable de lo que debió ser.
El auto es lujoso, más de lo que Yoko había imaginado. Los asientos de cuero negro relucen bajo la tenue luz interior, pero el frío de la noche parece haberse colado junto con ellas. Faye está sentada a su lado, su postura recta y distante, como si la presencia de Yoko no fuera más que un dato irrelevante.
Yoko no puede evitar sentirse diminuta. La proximidad de Faye la envuelve en una mezcla de nerviosismo y algo más que no logra identificar. Apenas se atreve a respirar demasiado fuerte, temiendo romper el silencio opresivo que ha caído entre ambas. Baja la mirada hacia sus manos, que descansan sobre su regazo, y se da cuenta de que sus dedos tiemblan ligeramente.
"¿Qué estoy haciendo aquí?", piensa, un nudo formándose en su estómago. El recuerdo de la subasta sigue fresco, como una herida abierta. El peso de las miradas de la multitud, la voz del subastador resonando como un martillo contra su pecho, y luego… esa oferta, esa voz. La de Faye.
Mira de reojo a la mujer que ahora tiene el control de su vida. Faye observa por la ventana con el ceño apenas fruncido, como si todo esto fuera solo un trámite más, una formalidad sin importancia. Ni una palabra, ni una mirada. Su frialdad es casi insoportable. Yoko siente que se asfixia bajo esa indiferencia.
"Ella no me ve como una persona", piensa Yoko, con un atisbo de tristeza clavándose en su pecho. Pero antes de que pueda hundirse en ese pensamiento, el auto frena suavemente frente a una mansión que parece sacada de un sueño. O una pesadilla.
Faye finalmente gira la cabeza hacia ella. Sus ojos grises son como hielo, fijos y penetrantes, pero sin calidez.
─Baja ─ordena con voz baja y firme, pero sin dureza. No hay emoción en su tono, solo autoridad.
Yoko asiente rápidamente, casi tropezando mientras abre la puerta. El aire nocturno golpea su rostro, pero no logra despejar el torbellino de emociones dentro de ella. Se siente pequeña bajo el imponente marco de la mansión.
Faye camina delante de ella con pasos seguros, sin siquiera mirar atrás para ver si la sigue. Yoko siente que está a punto de cruzar un umbral, no solo físico, sino emocional, hacia algo que no puede controlar ni predecir.
Cuando finalmente Faye se detiene frente a la entrada y abre la puerta, Yoko traga saliva. Su voz resuena una vez más, fría pero firme:
─A partir de ahora, tu vida me pertenece. Aprende a aceptarlo.
Yoko siente el peso de esas palabras, un peso que la hunde y la retiene al mismo tiempo. Con un último vistazo al rostro imperturbable de Faye, cruza la puerta, sabiendo que no hay vuelta atrás.
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