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Lo que el miedo nos dejó

Capítulo 41

—¿Por qué te dejas manipular? —preguntó ella, con un tono seco y cargado de duda.

—¿Qué dices, rata? —respondí, sintiendo cómo el corazón se me subía a la garganta. La sensación de necesidad era tan absurda que no tenía motivo alguno para seguir hablando, pero me observó con una intensidad inquietante.

Era un hombre de unos treinta años, cuya mirada profunda permanecía oculta tras el antifaz que llevaba.

—Aquí la rata debe ser otra persona —continuó con calma—. Vamos, dime tu nombre.

—¿Para qué? —repliqué con sarcasmo—. ¿Para que, cuando me rescaten o te rescaten a ti, tengas evidencia suficiente para secuestrarme de nuevo o para amenazarla a ella?Y aunque te lo diera, ni siquiera sabrías si es mi verdadero nombre.

La observó en silencio. Su mirada oscura era imposible de leer.

—Sé que en algún momento serás libre. Porque, aunque no lo creas, no deseo tu muerte. Nadie la merece, mucho menos tú. Aunque debo admitir que todos me advirtieron de lo manipuladora que puedes ser.

—¿Yo? —rio  aunque  su risa era amarga—. No soy yo quien me tiene a mí misma secuestrada.

La posición en la que me encontraba resultaba insoportablemente incómoda. Estaba hincada, con las manos atadas a la espalda y sujetas al catre, que rechinaba con cada pequeño movimiento que hacía. El metal frío y duro golpeaba mis rodillas, mientras el vestido que me obligaron a usar apenas cubría lo suficiente. Era negro, con un listón que caía sobre mi pecho, y demasiado corto para protegerme del frío.

—Es una buena ofrenda —había dicho él la noche anterior, aludiendo a la “presentación” que debía tener.

Nunca creí que sería posible sentirme como un objeto, pero así era. Primero mi padre había querido intercambiarme por una vaca, y ahora, este hombre me usaba como una especie de trofeo. Los recuerdos me golpearon con fuerza: Alfredo, aquel hombre que una vez jugaba con muñecas y que no había podido ser quien realmente quería, ofreció una vaca a cambio de mi virginidad y un matrimonio arreglado.

Pero este hombre no era Alfredo. Era más alto, un poco más delgado, y tenía el cabello oscuro que enmarcaba unos ojos aún más oscuros tras el antifaz. Su voz también era distinta; carecía de la calidez que una vez creí ver en Alfredo.

Lo recuerdo perfectamente: la noche anterior, él entró por la puerta de esa casa apartada, con una mirada indescifrable.

—Te traje algo de ropa cómoda —dijo, mientras sacaba un vestido negro de botones, demasiado corto, que apenas llegaba a mis rodillas—. Pero claro, como eres exhibicionista, supongo que no te molestará molestarme.

—¿Qué? —pregunté, incrédula, mientras el recuerdo seguía reproduciéndose en mi cabeza.

Sin darme oportunidad de replicar, comenzó a despojarme de mis zapatos, luego del pantalón y finalmente de la blusa. Me dejó en ropa interior y, sin desatar mis manos, deslizó el vestido por mi cabeza y abotonó cada uno de los botones con precisión mecánica.

—Manos donde deben estar —ordenó con voz firme.

Ató mis manos con cuerdas amarillas al borde del catre, dejándome completamente inmovilizada. El frío del metal mordía mis rodillas desnudas, causándome una mezcla de dolor y cosquilleo.

—Sé que no lo entiendes —dijo tras un silencio incómodo.

—¿Entender qué? ¿Que querías ver mi cuerpo desnudo? —ironizé.

—Vaya… me dijeron que eras pícara, pero nunca imaginé que tanto —respondió, esbozando una ligera sonrisa—. Vamos, dime tu nombre.

Por primera vez en mucho tiempo, rio . Sin embargo, aquella risa me horrorizó. No era una risa genuina, sino una máscara, un intento de mantener el control. Su tono cambió de repente.

—Supongo que tu marido no fue a ver a Vanessa —dijo, observándome con atención.

—Pasa el tiempo —respondí, intentando que mi voz no delatara mi nerviosismo—. Si él hubiera ido a verla, mi jefa ya me habría avisado.

—Jefa… ni para secuestrar es bueno.

—Entonces, vamos, Fernanda. Lo más probable es que te liberemos, pero nunca permitiré que te acerques de nuevo a Lucas.

Sus palabras me golpearon como un balde de agua fría. Por fin entendía lo que pasaba: Vanessa, mi peor enemiga, había orquestado este secuestro como venganza. Todo se debía al rechazo que Lucas le había dado en el pasado, un escándalo que nos había obligado a casarnos y que ahora seguíamos pagando.

Algo era seguro: este hombre no soltaba tanta información por descuido. Lo hacía por una razón. Probablemente, quería asegurarse de que jamás le contara a Lucas lo ocurrido. Si testificaba contra Vanessa, ella iría a prisión, y él también. Este secuestro tenía un propósito claro, y aunque parecía que habría un rescate, yo sabía que nunca volvería a estar con Lucas.

Así que Vanessa… —pensé para mis adentros—. Así que Vanessa era la causa del dolor que hoy teníamos. Pero ¿qué relación tenía con este hombre? ¿Por qué me contaba todo? Levanté una ceja y lo miré.

—No eres quien conozco.

—No, como te dije, no me conoces. Pero yo sí conozco tu historia, el trasfondo de todo. Sé de dónde vienes, sé lo que quieres, sé lo que buscas.

—¿Ah, sí? ¿Y qué busco? —le dije con un interrogante latiendo en mi cabeza.

—Créeme, no tienes la culpa. Solo confiaste en la persona equivocada. ¿Nunca te has puesto a pensar que tal vez  solo tal vez… fuiste enviada para relacionarte con Lucas?

Sus palabras me dolieron, pero al mismo tiempo algo en mi interior me susurraba que lo estaba haciendo para manipularme. Sin embargo, lo miré con frialdad.

—Sabes… tal vez tengas razón.

Lo mejor era hacerle creer que la tenía, pensé, si quería salvarme a mí misma.

—Uno se deja manipular… así como tú lo haces. Entonces, los dos hemos sido manipulados —dijo el hombre, arqueando una ceja.

—No lo creo. Tú lo niegas y yo también.

—Entonces creo que podríamos hacernos compañía. Ya que, por lo visto, vamos a pasar bastante tiempo aquí. Porque, como tú misma lo dijiste, Lucas no ha tenido el valor de buscar a Vanessa, esa que decide si vivo, respiro o me oxigena el cerebro. Creo que, mientras mi marido decide pagar el mediocre rescate, voy a tener que convivir contigo. Por azares del destino, Vanessa nos ha puesto juntos.

—Vaya… así que te subestiman al creer que eres débil y llorona. Aunque creo que puedo confiar en ti. La seguridad en tu voz me lo dice, y también eso que tienes: no te has atrevido a denunciar a tu marido. Eso es un arma para mí.

¿Cómo sabía que no lo había denunciado? ¿Acaso ellos se conocían? ¿Tenían una relación en común? La incertidumbre me carcomía, pero decidí jugar a la inversa. Ser la psicóloga, manipularlo, pero al mismo tiempo obtener la información necesaria para salvar mi pellejo.

—Eso de que no has denunciado a tu marido —continuó el hombre— es un arma para mí. Si tanto miedo le tuviste al tuyo  por más información que tengas de mí, no te atreveras a abrir la boca Porque, en el fondo, por más que aparentes ser una gata que saca las uñas, solo eres una pequeña cachorra que se refugia de los cohetes bajo la lluvia.

Me estaba comparando con un perro. Así que sí… mis miedos, mis silencios, me habían traído hasta aquí. Si lo hubiera denunciado, no me habría encontrado con Vanessa. Y este hombre sería feliz.

¿Feliz?  La palabra me hizo regresar ¿Acaso este hombre tenía algo con Vanessa? ¿Acaso su amor y su atención me estaban llevando a tomar decisiones?

—Tú eres la causante de tu propio secuestro —dijo con crueldad— y de que hoy tu marido tenga que pagar un mísero rescate por ti.
Si lo hubieras denunciado, si hubieras evitado este desastre, hoy yo estaría más enamorado que nunca.

—¿Qué rescate tiene que pagar Lucas? —pregunté, intrigada.

—Interesante… lo verás. Entregarse. ¿Y por qué no? Bajo las piernas de mi dueña.

Si este hombre realmente estaba enamorado de Vanessa, me impresionaba que no sintiera celos al insinuar que ella podría acostarse con el que hoy era mi marido. O tal vez, solo tal vez, esto era un juego en el que ambos nos estábamos ungiendo para beneficiarnos mutuamente.

—Mucho gusto —continuó el hombre, extendiendo su brazo y acercándose hasta mi pecho. Para mi asquerosidad, sacó la lengua y lamió la parte de mis senos que relucía bajo el escote pronunciado de mi vestido corto—. Saben rico —dijo con desdén—. Quiero que adivines cómo me llamo.

—¿Me dirás que te llamas Alfredo? ¿Ernesto? ¿Qué otro nombre insinuante? —pregunté, recordando a mi marido mientras pensaba en Alfredo.

—Mucho gusto… Rómulo —dijo, relamiéndose los labios después de haber pasado su lengua por mis pechos—. De cualquier forma, aún queda la duda de si en algún momento puedes denunciarme, lo cual dudo. Pues terminarás en la cárcel, en tu propia prisión. Pero si algún día decides hacerlo, diré lo siguiente: ese nombre podría ser falso. Eso nunca lo sabrás. Mi verdadero nombre es algo que no es de tu conocimiento, y siempre se mantendrá la duda de si lo que te he dicho es verdad o mentira.

—Mientras tanto, señorita mujerzuela… un gusto. Soy Rómulo —dijo, mordisqueando primero mi labio inferior y luego el superior.

Dios mío… ¿esto sería el infierno o una maldita acusación?

—Por cierto… —dijo el hombre, sentándose al lado del catre donde yo aún me encontraba de rodillas—. Se me olvidaba mencionarte algo. Parece que tu marido, en el fondo, sí te quiere. Me dijo que empezaría a juntar los tres millones. Y la señorita Vanessa, sí… esa misma zorra —cayó el hombre en un silencio burlón—, la ha llamado por teléfono. Quiere cumplir uno de los tres argumentos.

Lo miré con el ceño fruncido, sin entender del todo sus palabras, aunque una punzada de miedo me recorrió el pecho.

—Por cierto, si no es mucha molestia para ti, zorrita, debo decirte que tu maridito resultó ser más golfo de lo que pensabas. Está dispuesto a pagar las tres condiciones: los tres millones… un divorcio… y una noche. Quiere volver a revolcarse con Vanessa. Lamento informarte que no es tan fiel como creías, cariño.

El corazón se me partió en mil pedazos. Sentí como si un puñal invisible se hundiera en mi pecho, desgarrándome desde adentro. Apreté los labios para no sollozar, pero la imagen de Lucas besándola, tocándola, volviendo a perderse en sus brazos… me torturaba. Quizá todos tenían razón. Quizá Lucas nunca me quiso y todo había sido una ilusión. Tal vez solo era otro manipulador más, y yo, la tonta que había caído en su red.

Aun así, me aferré a una esperanza quebradiza. ¿Y si él realmente me amaba? ¿Y si lo estaba haciendo por mí, por salvarme? La idea de que Lucas estuviera dispuesto a pasar una noche con otra mujer por mi vida me resultaba tan dolorosa como aterradora.

El hombre se levantó, caminó lentamente hacia la puerta y, antes de salir, se giró para mirarme por última vez. Su expresión ya no era solo burlona, sino cansada. Parecía harto de mi sufrimiento, como si disfrutarlo le hubiera agotado de tanto hacerlo.

—¿Sabes? —dijo con una sonrisa torcida—. Lo divertido de esto es que crees que él lo hace por amor… cuando en realidad lo hace por lástima. Dime, ¿de verdad vale la pena sufrir por alguien que, en el fondo, no te respeta?

Sin esperar una respuesta, se giró y cerró la puerta tras de sí, asegurándose de que quedara bien trabada. Yo me quedé allí, sola, temblando, sintiendo cómo la oscuridad de la habitación se filtraba en mi alma. Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas mientras el frío de la incertidumbre y el miedo me invadían por completo. No sabía si sobreviviría, pero lo que más me aterraba era no saber si quería hacerlo. Porque a veces, lo más doloroso no es el secuestro, sino darse cuenta de que quizá, solo quizá, nunca fuiste lo suficientemente amada.

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