VIII
Al país de interminables arcoíris. Dulces por montones y flores de todos los colores; a ese, el Arlequín me llevó.
Todo era tan bonito. Todo estaba tan limpio y verde que no puede evitar sonreír.
Entonces, miré al Arlequín, para darme cuenta de que no le pregunté su nombre. Él me agarraba de la mano de la misma manera en la que lo hacían mis hermanos mayores. Pero, no sabía a dónde me llevaba.
Después de cruzar un angosto puente, llegamos a una casa de madera cuya puerta se abrió con los aplausos del chico de traje gracioso.
Adentro, lo primero que llegué a ver era un grupo de tres personas, peculiares para mí.
—Hemos llegado. Este es mi hogar.
— ¿Y quiénes son esos que están en la mesa? —los apunté, sin mirarlos a los ojos.
Arlequín una sonrisa pícara me dio.
— ¿No importa el orden de la presentación?
—No —respondí. Él se puso detrás de la silla de la mujer gordita y bajita.
—Esta es Trobona, ella es una enana minera y trabaja casi todo el día, exceptuando en las noches y días especiales, como este.
Al lado de Trobona vi un extraño objeto picudo y de metal. A su izquierda estaba un chico moreno y de orejas largas.
—Este que ves aquí es Badeo, él hablar no puede y por eso, es que fue abandonado en un río al lado. —Es un elfo. Ellos viven en tierras muy muy lejanas.
Abandono. No es una palabra bonita que digamos. Lo aprendí en la primaria cuando leí un cuento de un perrito que me hizo llorar.
Badeo me saludó con una mano elevada.
—Y, por último...
—No, deja que yo me presente, Rebín —la mujer de cabello rubio y brillante como el Sol se levantó; gracias a ella, al fin supe el nombre del Arlequín—. La, la, la, la —canturreó—. Me llamo Iseen y lo hermoso le canto. Que mi voz, te alegre tanto.
—Eres tan bonita, ¿no eres un ángel?
— ¿Ángel? Que criatura será esa. Yo soy una ninfa.
—Y yo soy Matías, Rebín me trajo porque estaba aburrido.
—Que chico más encantador. Come que te traeré mis fabulosos panecillos.
Pasé la tarde con los amigos del Arlequín. Los cuatro me trataron tan bien. Reímos, cantamos y nos divertimos. Pero como todo lo bueno se tiene que acabar, tenía que volver a casa.
Luego de despedirme de ellos, fui llevado a mi habitación.
—Matías, quiero que tengas esto —me entregaron un pequeño gorro de arlequín que cabía en la palma de mi mano —. Cuando quieras ir de nuevo, solo ponlo cerca de tu corazón y agítalo tres veces.
—Como mola.
Él se fue. Por la noche, mientras intentaba dormir, pensé en los nuevos amigos que hice. Aunque ninguno tiene mi edad, sé que son buenas personas.
Gracias.
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