VII
El tiempo pasó —no mucho—, por lo menos una hora y media. Con la puerta del cuarto cerrada y unos bloques tirados, Matías se despertó.
Primero entreabrió sus ojos y vio a un joven que podría decirse era de una edad parecida a la de su niñera. En su cabeza un gorro con tres picos sobresalió. Y su ropa roja y blanca, la atención le llamó. Captó su figura.
De un lado para el otro, la cabeza movió. El suelo vio y su muñeco no encontró. Sin embargo, el chico que estaba a su frente, era igualito. ¿Qué estaba pasando?
— ¿Quién eres tú y por qué estás en mi cuarto? —le confrontó.
—Soy un arlequín. Divertido y de la vida, desatendido —respondió—. He visto tu impotencia y tristeza. Vengo a llevarte a conocer al país de la magia, para que recuperes tu alegría. Oh, pequeño niño.
Era una oportunidad tentadora. El Arlequín, mediante su voz cantarina y sus ojos de cachorrito, puso en jaque a Matías. Con su mirada a los cuatro lados de su cuarto, se debatió de ir o no. En su casa estaba aburrido y sin ningún amigo.
—Está bien, iré contigo. Pero promete que me devolverás antes de que mis padres vuelvan.
—Claro que sí, amable amigo. Dame tu mano. En un momento, te mostraré algo extraordinario que no cualquier humano puede ver.
Se la dio.
El joven de cabello escondido, tomó de uno de sus bolsillos, un pañuelo descocido. Con una mano lo desdobló hasta volverlo del tamaño de una sábana y pronto, un paisaje con arcoíris y pastos, se reveló.
Matías, con una sorpresa enorme en su rostro, de golpe saltó; el arlequín le alcanzó.
Afuera, unos minutos luego, dos figuras celestiales, una de largo y hermoso cabello negro y otro de corto y rubio, se preocuparon.
—Loon, Matías no está.
—Tenemos que recuperarlo antes de que lleguen sus padres.
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